Nadie
se fijaba en la tercera de las embarcaciones que se habilitaban para
partir en breve junto con sus dos homólogas, que junto a La Doña y
La Dulce, surcarían en breve, hacia las Filipinas. Dentro del plan
de crucero de la travesía de: Las tres Marías de Cartagena.
Aquella
que sería la última nao, era la más simpática a la vista y la que
cerraría la gira. Sin ser por ello menos importante que sus
semejantes.
La
flamante y piropeada: Hembra. Botada desde los astilleros de Cádiz
hacía cuatro años con un dibujo y una ingeniería de lo más
moderno y avanzado de la época. Dotada como las demás sin que le
faltase una vela, ni un mástil de repuesto. Además de su
tripulación, elegida y dispuesta con los oficiales más destacados
de la escuela Naval.
Cargada
con todos los pertrechos necesarios, con las viandas oportunas para
una gran travesía por alta mar, con rumbo sur suroeste hasta llegar
a la costas del mar de la China.
Cargada
en sus bodegas con objetos facultativos y fármacos, frutas
almibaradas, verduras distintas y tubérculos de los conocidos en
Europa, y algunos llegados con Colón desde las Américas.
El
tipo de pasajeras que llevaría era similar al resto del convoy.
Todas ellas especiales y singulares que la harían a su vez, extraña
por lo que de sí; daría en el largo viaje.
En
la Hembra, de momento no se habían definido quien seria la figura
que estaría frente a los mandos responsables del bajel. Entre los
armadores del viaje y de la causa, existían algunas diferencias en
la designación del capitán o teniente del buque. Aunque todos ellos
estarían sometidos a las ordenes del Almirante de la expedición,
pero sí; faltaba designar el nombre del marino responsable de la
Hembra.
Como
las restantes naves portaría como cabeza social y ejecutiva a una
Jueza, que recayó sobre la persona de Ramona del Todo, una monja no
demasiado vieja, todo
lo contrario fuerte y madura pero muy bien puesta y dedicada. Una
mujer de hierro, que había rehecho a todo un Convento declarado
hostil y ruinoso. Por la falta de dirección del mismo, que
indefectiblemente iba a la deriva, volviendo a dejar con el culo al
aire a la Iglesia, por los sinvergüenzas y tarados que en su momento
lo administraban.
Abandono
del mantenimiento de las infraestructuras de la colegiata, falta de
respeto entre y por las religiosas que lo habitaban, por cuanto
Ramona, puso sus dotes de gobernación, saneando todas las vertientes
que acompañan la vida monacal. Haciendo de aquel abadiato un lugar
de rezo, de concentración y de seriedad. Multiplicando el
laborioso trabajo de repostería y la
buena pastelería de
las manos de las monjitas
que, de sus cocinas salían distribuyéndolas por toda Segovia.
La
madre Ramona, era una sabia mujer, que disimulaba desde su tierna
infancia, al verse rodeada de tristes traidores que pronto la
hicieron madurar y saber de qué, iba el verdadero misterio
existencial.
De sexo, dolor y
muerte y aunque maleable por algún capricho, tenía tendencias
especiales y un grado altísimo de teatralidad para
representar
cualquier cosa. Una religiosa de las que en presencia de
desconocidos, todo era considerado gran pecado y en las distancias
mínimas y cercanías. Inclusive en la oscuridad; nada era punible,
ni tenía el rigor que los beatos sacerdotes pretendían.
Había
sido obligada por su infame
familia a tomar los hábitos. El abolengo del apellido no les
permitía tener en su hacienda a Ramona, con unas tendencias sexuales
un tanto criticables en el tiempo. La
rancia alcurnia de sus
padres le habían hecho un flaco
vacío
demasiado amplio, como para que la muchacha se sintiera arropada en
aquella saga de presumidos y falsos elementos.
Por
lo que le quedaron dos caminos, el que sus intercesores le mostraban,
pudiendo formarse, educarse y vivir tal como le habían planteado.
Fingiendo en
el Convento, hasta
poder resarcirse ella misma en el momento oportuno, o la negación,
el desacato y falta de obediencia que la llevaría con seguridad a no
ser ni por asomo, lo que por sagacidad consiguió.
Las
Comisarias encargadas y carceleras del orden de la nave, eran Petra,
Rosa, Engracia, Manuela, Simona y Sonsoles, las seis venidas del
cuerpo de Señoritas Sanitarias del Reino de España, mujeres que
habían estado dedicadas al amparo de los heridos de las grandes
cruzadas o actividades militares, personas con un arrojo mas que
probado y sin ninguna virtud cariñosa. Caracteres duros con poder de
decisión y poca intuición de compasión.
El
cuerpo de las Señoritas Sanitarias, era una especie de adscripción
vinculante con la sociedad civil, que habían fundado en su momento
los Masones en Navarra y se había derivado con sus mínimas
diferencias por todo el territorio español, incluso se había
segregado secretamente a las Américas, en los barcos de Colon y de
Hernando Cortés.
Esta
institución discreta hacía las veces y servicios a los varones que
servían en guerrillas y
en cruzadas,
que
no poseían mujer alguna para la cama, ni para dejarles satisfechos
en el juego sexual. Colmándoles ellas durante sus noches de placer
intencionado y gusto primoroso.
Así las Señoritas Sanitarias brindaban a los campeadores y
esgrimidores del clan, alimentación, limpieza de sus ropas, atención
en las enfermedades y como no, alguna que otra charanga carnal,
como era el
servicio
de masajes y prostíbulo. Además de los cuidados de enfermería y
crianza de huérfanos de la tribu.
Estas
seis personas elegidas para ir en la nave, venían de Milán y del
Vaticano, tras haber participado y solucionado una sangradura de
algunos prelados que se habían sublevado contra el Sumo Pontífice,
dejando las aguas mortecinas nuevamente en
la Curia Romana
y ya
estaban dispuestas para seguir
viaje hasta las Filipinas, ayudando al orden en el llamado viaje de
Las tres Marías de Cartagena.
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