Aquellas
distinguidas Comisarias,
pertenecientes
a las mejores y más abnegadas pupilas de la orden de las
Señoritas Sanitarias del Reino. Habían desembarcado procedentes de
la Ciudad Santa, aquella misma semana, dejando solucionado un buen
lío que se había promovido años
antes durante el Papado de Pio IX y que ahora cuando ya regía
otro Santo Padre, el ínclito León
XIII, se volvían a suscitar aquellas controversias por la
Unificación
Italiana,
que supuso la liquidación de los Estados Pontificios y el
enfrentamiento radical entre la Iglesia Católica
y el Estado Liberal.
Sin
ruidos ni petardos las Señoritas Sanitarias, hicieron su trabajo en
silencio, sin más.
Sus
artes y sus mañas tuvieron el éxito pretendido y una vez dejaron
las aguas tibias,
calmados
tantos deseos y
satisfechas
algunas
de las
braguetas
de los cardenales
y obispos con sus artes y
aficiones escatológicas,
cubiertas.
Regresaron
con la idea de seguir apagando incendios en las vidas de los soldados
de Dios y de los hombres.
Petra
Lesmes, Señorita Sanitaria de primer grado, con experiencia
dilatada, que se ofrecía como amante sugestiva y delicada.
Era
la responsable del grupo enviado y es la que pasó cuentas con los
responsables en Italia, al
final de las discrepancias
y una vez llegó a España y
viendo lo bien que trabajaba Petra, la volvieron a enrolar muy
pronto, recibiendo
las nuevas noticias de embarcar hacia Filipinas.
Está
preciosa mujer no tenía más amo que su trabajo que lo desarrollaba
a la perfección, semejando ser una máquina, más que una mujer, a
pesar de lo guapa y bella que era. Siempre mantenía su secreto y
jamás lo descubría ni siquiera con su equipo.
Rosa
Miranda, entre morena clara y pelirroja oscura, con grandes
facultades medicinales adquiridas en Marruecos, severísima en la
limpieza y la educación, es
la que se encargó del prelado de más alta gradación, que lo supo
aminorar, en cuanto le quitó los calzoncillos y le dio unos azotes
en el culo, como si fuera un atleta de la antigua Grecia, por ser o
creerse ser un “Adonis perfecto”, enamorado de su propio cuerpo y
tan solo feliz, disfrutando con las palizas anales que recibía.
Engracia
Losada, farmacéutica por vocación
y conocimiento de las plantas autóctonas y drogas opiáceas,
seductora de grandes magnates, orientadora de múltiples
líos conyugales y gran idealista. Se
preocupó de los venenos y de las pócimas que tuvieron que repartir
para aclarar a la chancillería de los conventos.
Los
más exagerados y destacados fueron exterminados sin excusa,
envenenados y enterrados bajo las lápidas generales de los edificios
catedralicios.
Otros
tuvieron que desaparecer de sus cargos y de sus vidas en las más
estrictas condiciones de seguridad. Silencio total inmediato o
ejecución mortal adyacente.
Amenazados
y amedrentados dejaron de hacer lo que propugnaban con el agravante
de tener que dejar el espacio y no aparecer jamás.
Bajo
la amenaza de poder no repetirse el perdón que se les otorgaba, por
chivatos y desleales con el Papado.
Nadie
sospechó nada ni se imaginaron como
quedó el tema. Todo quedó oculto y muy desapercibido, sin noticias.
En
la institución aludida, jamás se
sabe lo que ocurre y todo queda tapado y bien oscuro.
Manuela
Morcillo, en su tiempo bandolera en los montes con José
María el “Tempranillo”, ayudante y vigorizadora, cameladora de
realidades y echadora de problemas en potencia. Fue
la que preparó la infraestructura y mezcló los problemas de algunos
sacerdotes con verdades y mentiras, con incestos y abusos de gentes
muy próximas a ellos, quedando aquellos
protagonistas indecentes en
el precipicio.
Despedidos
de la orden y con las conclusiones muy claras.
Simona
Cruceta, amante inigualable e incansable. Era
la mujer que más muertos cosechaba en la cama, después que hicieran
el esfuerzo por dejarla medianamente satisfecha. Una vez quedaban
exhaustos les hacía un corte por debajo del escroto y los dejaba que
se desangraran hasta
que morían. Ninfómana
acoplada,
diestra con el machete, la espada y el veneno.
Usó
con descaro, sus
artes corporales y frenó elegante
al
propio Santo
Padre.
Nadie supo si utilizó el sexo, o fueron las razones que tenía la
propia Simona.
La
realidad fue que
se acordaron las condiciones aceptables
para todos,
pero León XIII, quedó como si fuera Ladrón XIII, ampliando
su capital y sus vasallos.
Sonsoles
del Pino, bodeguera, agricultora en sus inicios, gran ejecutora en la
cama con los salvajes e incómodos soldados y bruja embaucadora.
Estuvo
en la imaginería de todas ellas, como ayuda y
palanca de sus indecisiones
y completando las soluciones
pactadas de
última hora. Haciendo desaparecer los vestigios y huellas de todas
las bárbaras
gracias
que se llevaron a cabo. Mandando
enterrar a todo el que se cargaban por obra y gracia del XIII, que no
podía tener testigos de cargo y nadie podía saber y conocer, como
se habían pactados aquellas condiciones papales.
Definitivamente
y tras mucho indagar se designó el nombre del que se creía sería
mejor oficial para comandar aquel bergantín.
Los
armadores tras ciertas averiguaciones decidieron fuera, por
unanimidad: Don Críspulo Matamala Pinzón, sobrino nieto lejano de
aquellos famosos “Pinzones” que acompañaron al gran Almirante
Cristóbal Colón, en su primer viaje a las Américas, pilotando
aquellas Carabelas, que surcaron los mares y ayudados por los vientos
alisios, pudieron cruzar el Atlántico, hasta llegar a Santo Domingo
y a las costas de Cuba, después de haberse sucedido varias
generaciones de los Pinzón, apareció el descendiente inteligente y
preparado para llevar a buen puerto todo lo que tuvieran a bien
encargarle los responsables del viaje.
Un
teniente de fragata con mucho porvenir y mucho talento, querido por
los marinos y braceros que lo acompañaban normalmente, por sus dotes
de erudito en las artes de la navegación a vela y sus conocimientos
sobre el Universo y sus estrellas.
Geógrafo
titulado y escritor de numerosos tratados de ciencias. Críspulo
había nacido en Palos de Moguer, siendo toda su ascendencia
marinera. Aunque de bien joven había salido a prepararse con sus
estudios llegando a licenciarse en la Sorbona de Francia, cursando
estudios de Orientación y Geografía y de vuelta en España, en la
universidad de Salamanca, matemáticas y Bellas artes.
Ya
sobrepasaba los cuarenta años y seguía sin familia porque era del
parecer que el auténtico navegante tiene un amor esperándole en
cada puerto, en cada esquina del barco, en cada resquicio de la vida
y en la propia ilusión que defienden los aventureros. No por ello
dejaba de disfrutar de la compañía de las señoras en sus
camarotes. Muy discreto y legal después de su personal paseo por el
amor, dejaba a la visitadora que volviera a sus quehaceres sin
acometer compromiso alguno.
Aunque
desde que tenía el mando de la Hembra, se había fijado gratamente
en Ramona del Todo, la Jueza,
que impartiría sensatez social en el barco, una persona no demasiado
madura de buen porte y
que imaginando cuerpo debajo del hábito podía descubrirse un pedazo
de mujer con unas caderas y unos pechos para rondar cien años. Una
monja, en definitiva una dama delicada intentando parecer de hierro,
cuando en realidad era mermelada.
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