Habían pasado muchas penurias juntos y no era el momento de marcharse escondiendo el bulto.
Por
ello Poli imaginando una madrugada intrépida y veloz, preparó de
ante mano, ayudas externas que las consiguió todas ellas del gremio
de la “malagente”
del puerto. Detalle que, ni siquiera conocía Evelio.
Al
llegar a la altura del acceso de la Amapola Lola, uno de los
compadres del descuidero Poli, hizo señales, indicando exactamente
donde se hallaba Brígida, en ese instante. Las averiguaciones iban a
la cocinilla de la huerta trasera. El ruido del agua al repicar sobre
las cazoletas de barro descubría que la niña estaba sola y empapada
fregando platos, con lo que fue muy fácil llegar a ella y
advertirla.
La
moza esperaba preparada, de un instante a otro ese suceso y, a su vez
estaba pertrechada y ducha de lo que le tenía que hacer en cuando la
fueran a recoger.
La
monja Palmira, con anterioridad y mucha calma estuvo contándole la
verdadera historia y quien era su madre. Como padeció y el verdadero
sacrificio que se impuso para poder defenderla siempre, tras la
violación a la que fue sometida.
Explicaciones
que venían de muy atrás para que Brígida fuera asimilando el
trance, reconociera a su mamá y por qué la habían separado de
ella, cuando tan solo tenía horas de vida.
Era
el momento de retornar con su realidad. Conocer a su madre que la
esperaba para cuidarla y no separase jamás.
Policarpo
llegó a la altura de la muchacha y le hizo una señal que se
acercara cobijándose bajo un dintel esperando que en el comedor del
mesón comenzaran los ruidos, golpes y posiblemente tiros, que no
tardaron en apreciarse.
En
el salón de la hospedería se formó una reyerta a base de ataques
de lucha fratricida y de cuchilladas que desató la anarquía y
pronto comenzó un incendio voraz en el lugar que no tardó en
arrasar aquel cochambroso asador.
Las
demás estancias ardían como teas y el propio techo de cañizo en un
instante cayó sobre los que aún se estaban aporreando. Era un
desquicio todo lo que ocurría, afectando a la completa destrucción
del lupanar.
Heridos
y fracturados los hubieron por decenas y el que se llevó la peor
parte fue Guzmán, el dueño del antro, que por defender su
mezquindad perdió la vida.
El
padrastro de Brígida, otro facineroso hermano de Ginés de Gonzalo
de Terry murió por herida de arma blanca al ser atravesado por una
daga morisca que le atravesó el plexo solar.
Los
dos “sirvemesas” con que contaba el negocio, aprovechando el
tumulto se marcharon con la recaudación de la caja.
Las
cocineras vaciaron las alacenas y despensas, llevándose todo lo que
pudieron. A la par que Brígida desaparecía aquella madrugada
mientras los demás se partían la cara y hurtaban lo que podían.
Con
una capa de hombre taparon a la niña, y le colocaron un sombrero
oscuro de ala ancha, que la hacía pasar totalmente desapercibida
mientras caminaban por los callejones de la villa hasta que llegaron
al puerto.
No
era demasiado grande Brígida, ni tenía un peso extraordinario, con
lo cual, pudieron colocarla dentro de una cesta de cordajes y desde
la popa la subieron a pulso entre Evelio y un par de amigotes que le
debían algún tipo de favores.
Luisa,
estaba medio adormecida esperando la buena nueva, en una de las
camaretas compartidos de la arroyada del barco cuando una mano la
tocó con sumo cuidado para que no hiciera el menor ruido, dejándole
en custodia una niña, que la llamó mamá y se abrazó a ella con la
fuerza de un titan.
El
sigilo presenció aquel desarrollo y Evelio, le habló al oído a
Luisa, quedando en verse y recibir instrucciones para cuando hubiera
pasado la tormenta y fuera la normalidad el común aroma del hastío.
Policarpo
no subió al barco, quedó pie en la tierra, para ir a buscar su
recompensa que bien guardada estaba en el convento, bajo las llaves
de la hermana sanitaria, Sor Palmira.
Hubo
mucho revuelo en el barrio de pescadores, creyendo el pueblo que
había sido un ajuste de cuentas que le pasaban a los Gonzalo de
Terry, por tantas fechorías como acaudalaban. Hasta la Guardia
Civil, lo tramitó como mero acto vandálico, con asesinato incluido,
pero a nadie se le ocurrió pensar ni preguntar por la niña.
La
esposa de Guzmán, no reclamó a la desgraciada y humilde chavala, ni
siquiera optó por recuperar lo que en un principio podía ser suyo,
ya que se fugó y acompañó en la fuga a uno de los meseros, el que
llevaba la recaudación, quedando todo muy tapado y oscurecido.
Aquella
tarde aprovechando el calor sofocante y las murmuraciones del
incendio del tugurio de la Amapola Lola y, el asesinato de Guzmán,
la monja boticaria Sor Palmira, con su oficio y experiencia subió a
la nave La Dulce, para dar el normal apoyo y atención a las hermanas
que partían en breve hacia las Filipinas. Con una nueva cédula más
de viaje a nombre de Brígida de León, hija de Luisa, entregándosela
a su madre y comprobando que la mocita estaba sana y salva entre los
brazos de su prohijada.
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