Ninguna
de ellas pasó control alguno de salud, embarcaban después de los
primeros y únicos consejos que les daban aquellas autoridades
que estaban al cuidado de mantener el orden. Una
cantimplora, una bolsa con harapos y unas prendas para cubrirse de la
nocturnidad y de las tormentas,
Dispusieron
una jueza magistrada,
en
cada navío, arropada por media docena
de comisarias.
Aquella
justicia iba a ser más bien religiosa. No podía ser de otra índole,
ya que al frente de aquellas leyes transitorias,
habían puesto a unas reverendas que, de la vida sabían más bien
poco. No se relacionaron jamás con humanos libres y todas ellas iban
cargadas del miedo que les producía el pecado. Guardando ellas
mismas todos los temores e inquietudes en la relación con aquellos
semejantes,
tan depravados como iban a encontrarse.
Mujeres
medio
desnudas,
otras desdichadas,
mal
educadas, ebrias, ladronas, con penas de presidio, sin nada que les
pudiera importar, sin apegos ni cariños. Personas que habían estado
al margen de cualquier
orden de
normalidad, criadas en los más infectos lugares, bárbaras
y brutales,
algunas poco femeninas, otras con costumbres sexuales adquiridas en
las cárceles que podían competir con las cavernas y los infiernos
de cuantos
“Satanases”
pudieran existir.
Jovencitas
que no habían tenido el amparo de sus madres, criadas en la esquina
de la calle, subsistiendo peor que los propios animales errabundos,
comiendo de los detritos de las basuras, precipitándose
a veces, sobre los chuchos rabiosos para disputar aquel bocado que
pudieran llevarse a su boca.
Todas
las admitidas para aquel viaje, embarcaban muy
desconfiadas
y a medida
que ascendían a cubierta, se
iban acomodando arremolinadas,
tan
hacinadas
como les era posible y mezcladas encima
del tan
pulido y engrasado
maderamen de
los navíos.
Aquella
travesía era gratuita, pero de comodidades no iban a existir más
que en los pensamientos de aquellas que fueran ingenuas, románticas
o descerebradas.
Las
braceras
estibadoras,
eran potentes
mujeres del todo salidas de lo común, fuertes como las
cadenas
opresoras
y
con más músculos en su encarnación
que el mismísimo Sansón. De diversas
estaturas,
algunas
altas y
orondas,
las
menos. Las más bajas,
curtidas
y fajadas.
Con
unos brazos extremadamente gruesos y poderosos, sobresaliéndoles
los bíceps como piedras pulidas y brillantes. Sus piernas
cortas y
robustas, nada
sensuales ni atrayentes,
sin depilación, igual que sus axilas
sin afeitar y con unas guedejas
y mechones prestas para hacer trenzas. No tenían senos, sus
pechos
eran fibras musculadas tan deformes
y caídos sobre sus orondos estómagos, que se confundían cual era
la frontera de las
tetas
con el volumen de sus barrigas.
La
carnadura
de sus muslos tropezaban entre ellos, escuchándose el chasquido que
emite la carne cuando tropieza consigo misma, aunque sea de otro
costal. El
tufo inaguantable mezclado
con esa vaharada apestosa e iracunda se mezclaba con el sonido
por el fortor que ofrecía a las glándulas pituitarias.
Los
cuerpos
de las Damas de Aduanas, eran tan
hercúleos y potentes que no asemejaban a simple vista, fueran
mujeriles
ni
que aquellas figuras correspondieran al llamado sexo materno.
Su
higiene desatendida
y
descuidada
como
sus aparatosos
ademanes
eran
tan groseros
y ordinarios
como
los de las “ganapánes”
del barco.
Siendo
también carnaza de cuantos vicios estén inventados.
De
las cuarenta reclusas que irían
en el navío La
Doña,
destacaron a diez de ellas como las más peligrosas, con
las que se
debían tomar
medidas de precaución hasta llegar a las Filipinas, dejarles espacio
para sus movimientos pero ponerles dos lacayas
de las reconocidas como alguacilas y
ese trabajo recayó sobre,
Sinforosa
y Rosenda
dos mujeres
del cuerpo de las prestigiosas
Aduaneras, que
serían
las que velarían por el orden entre las presidiarias más
sanguinarias y criminales.
Sinforosa,
más
conocida por “Sinfo”
era una feroz bestia asalvajada, que antes de preguntar lanzaba el
golpazo entre el labio superior y el bajo de las narices. Boxeadora
competente, dónde las hubiera y temible por los púgiles más
encarnizados del mundo de los espectáculos prohibidos.
La
llamaban la “salta
muelas”
y no le cabía ni un gramo de gratitud en su entelequia, con lo que
las reclusas desobedientes con el delito lo iban a tener muy
poco agradable
con el trato de la celadora.
No
era un adefesio, muy alta con
un moño recogido en la nuca y
unos
labios de ninfómana prudente en una cara agradable de nariz
aguileña. Ponía
interés
en
su higiene personal, cuidaba
su aspecto dando mucha importancia a la limpieza de su cutis y al
empleo de jabones
y
avíos para el sustento de la
armonía
y pulcritud
Rosenda
era más estilizada y cruel, nada de músculos y protuberancias
masculinas. Era una sílfide tapada con los harapos del despiste y la
ocultación. No daba confianzas jamás y se hacia de obedecer a la
primera, sin cesiones ni convicciones por buen comportamiento en lo
referente a las presidiarias. Cuidaba
lo justo de su persona, siendo aseada mínimamente.
El
resto del grupo, las
treinta presas restantes al ser más pausadas y nada guerreras,
tenían
como responsables a Catalina
y Angela,
que serían a las que deberían reportar quejas o peticiones y a las
que debieran obedecer por ser ellas las que suscribían como
centinelas.
Catalina
era una mujer bondadosa que había perdido la mayor parte de su
familia al ir a repoblar parte de la antigua la Nueva
Granada,
en tierras americanas. El transporte naval que los llevaba se hundió
a las alturas de las Azores, perdiendo a sus tres hijos y a su
marido, marinos todos ellos.
Angela
era una guardia de prisiones de los bajos fondos de la ciudad de
Toledo, que estaba muy acostumbrada a tratar con la chusma y poca
broma aceptaba, aprovechaba esa travesía con destino a las islas
Filipinas, por la necesidad de llegar
con
vida y a poder ser con salud al
distrito
de Cavite,
cerca
de Manila, donde
tenía familia y
le esperaba una boda con el novio de su juventud, que había ido por
delante a abrir camino y poder establecerse como secretario
aprovechando una de las vacantes que el Gobierno de España intentaba
cubrir con eruditos y gente de recursos académicos de la península.
Las
diez y nueve prostitutas
que también viajarían en aquella nave, las controlaba Quimeta,
Joaquina
Moliner, una
catalana del Ampurdán, que tenía unas manos superlativas, tanto para
castigar como para mimar si se daba el caso. Una vigilanta de las que
debías de huir caso de caerle mal, o que hubieras pisado la raya de
lo prohibido, una lesbiana de noventa quilos de músculo, que podía
torcer cualquier insurrección con tan solo un par de buenas ostias y
tres patadas.
Habían
incluido en aquel bajel a una decena de enfermeras, de
la treintena
que iba en
la expedición.
Repartiéndolas equitativamente en los tres navíos. Todas las que
servirían en La
Doña,
eran
las que habían llegado del Manicomio terminal
de Teruel, unas auxiliares nada cariñosas y completamente efectivas
para hacer reaccionar a cualquier ser humano en momentos de crisis.
Estaban en edades firmes para enfrentarse a las consecuencias del
viaje, por su preparación física como espiritual. Con dotes de
sicología que sumada a la profesional daban un perfil del todo
necesario para afrontar aquella aventura.
Enfermeras
preparadas tanto para suministrarte una ducha de agua helada, como
para inyectarte una paliza y dejarte más tranquilo que un remanso de
moscas.
Acostumbradas
a tratar con gente desquiciada, no se arrugaban por casi nada y el
miedo o la impotencia la tenían desterrada de sus manuales diarios
de conducta.
La
jueza que destinaron
los armadores de la expedición en la nave de La
Doña,
fue la reverenda Adela Cienfuegos, una religiosa obligada y
exigida, nada convencida con la vida que llevaba.
Esclava
y
sujeta
de la fe sin convicción ni esperanza, que había sido recluida a
la fuerza
en un convento de Carmelitas de la ciudad de los Calatravos. En
el
Alcañiz
turolense
de 1870,
a sus
trece años, para que sus padres tuvieran la posibilidad de subsistir
y comer, a cambio de esa prebenda
cambiada a la raquítica iglesia de aquel tiempo, con
la idea de convertir a su hija mayor en una sumisa parecida a la
beata y venerable de Ávila. La
reconocida y santa Teresa de Jesús.
Adela,
la que en secreto sufría por el desbarajuste sensual
a la que estaba sometida y
que disimulaba sus
ansias carnales
y sus tendencias al
onanismo con
un
secreto y una ocultación propios de esa confesión oculta que
resignada la envolvía en un mundo de pecado, al
cual había jurado obedecer.
Esa
resignación devota
que
la consumía desde hacía unos años, ahora,
ya de madre superiora y
en camino de su propio purgatorio la llevaba a las Indias para
mitigar con sacrificios los castigos que ella misma se imponía.
Aquella renuncia
obligada por su juramento religioso
debía
quedar en desuso escondiendo
debajo de
aquellos jubones
y túnicas negras escondidos
aquel cuerpo
precioso
perteneciente a la mujer florida que embargaba. Desaprovechando
su organismo femenino
y
su
figura, sin
apenas el convencimiento que debe poseer una esposa de Cristo
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