jueves, 14 de marzo de 2019

Capitulo nº 4- Ninfómana prudente- de ..Cuarentena entre Timadores



Ninguna de ellas pasó control alguno de salud, embarcaban después de los primeros y únicos consejos que les daban aquellas autoridades que estaban al cuidado de mantener el orden. Una cantimplora, una bolsa con harapos y unas prendas para cubrirse de la nocturnidad y de las tormentas,
Dispusieron una jueza magistrada, en cada navío, arropada por media docena de comisarias. Aquella justicia iba a ser más bien religiosa. No podía ser de otra índole, ya que al frente de aquellas leyes transitorias, habían puesto a unas reverendas que, de la vida sabían más bien poco. No se relacionaron jamás con humanos libres y todas ellas iban cargadas del miedo que les producía el pecado. Guardando ellas mismas todos los temores e inquietudes en la relación con aquellos semejantes, tan depravados como iban a encontrarse.
Mujeres medio desnudas, otras desdichadas, mal educadas, ebrias, ladronas, con penas de presidio, sin nada que les pudiera importar, sin apegos ni cariños. Personas que habían estado al margen de cualquier orden de normalidad, criadas en los más infectos lugares, bárbaras y brutales, algunas poco femeninas, otras con costumbres sexuales adquiridas en las cárceles que podían competir con las cavernas y los infiernos de cuantos “Satanases” pudieran existir.
Jovencitas que no habían tenido el amparo de sus madres, criadas en la esquina de la calle, subsistiendo peor que los propios animales errabundos, comiendo de los detritos de las basuras, precipitándose a veces, sobre los chuchos rabiosos para disputar aquel bocado que pudieran llevarse a su boca.
Todas las admitidas para aquel viaje, embarcaban muy desconfiadas y a medida que ascendían a cubierta, se iban acomodando arremolinadas, tan hacinadas como les era posible y mezcladas encima del tan pulido y engrasado maderamen de los navíos.
Aquella travesía era gratuita, pero de comodidades no iban a existir más que en los pensamientos de aquellas que fueran ingenuas, románticas o descerebradas.
Las braceras estibadoras, eran potentes mujeres del todo salidas de lo común, fuertes como las cadenas opresoras y con más músculos en su encarnación que el mismísimo Sansón. De diversas estaturas, algunas altas y orondas, las menos. Las más bajas, curtidas y fajadas. Con unos brazos extremadamente gruesos y poderosos, sobresaliéndoles los bíceps como piedras pulidas y brillantes. Sus piernas cortas y robustas, nada sensuales ni atrayentes, sin depilación, igual que sus axilas sin afeitar y con unas guedejas y mechones prestas para hacer trenzas. No tenían senos, sus pechos eran fibras musculadas tan deformes y caídos sobre sus orondos estómagos, que se confundían cual era la frontera de las tetas con el volumen de sus barrigas.
La carnadura de sus muslos tropezaban entre ellos, escuchándose el chasquido que emite la carne cuando tropieza consigo misma, aunque sea de otro costal. El tufo inaguantable mezclado con esa vaharada apestosa e iracunda se mezclaba con el sonido por el fortor que ofrecía a las glándulas pituitarias.
Los cuerpos de las Damas de Aduanas, eran tan hercúleos y potentes que no asemejaban a simple vista, fueran mujeriles ni que aquellas figuras correspondieran al llamado sexo materno.
Su higiene desatendida y descuidada como sus aparatosos ademanes eran tan groseros y ordinarios como los de las ganapánes” del barco.
Siendo también carnaza de cuantos vicios estén inventados.
De las cuarenta reclusas que ian en el navío La Doña, destacaron a diez de ellas como las más peligrosas, con las que se debían tomar medidas de precaución hasta llegar a las Filipinas, dejarles espacio para sus movimientos pero ponerles dos lacayas de las reconocidas como alguacilas y ese trabajo recayó sobre, Sinforosa y Rosenda dos mujeres del cuerpo de las prestigiosas Aduaneras, que serían las que velarían por el orden entre las presidiarias más sanguinarias y criminales.
Sinforosa, más conocida por “Sinfo” era una feroz bestia asalvajada, que antes de preguntar lanzaba el golpazo entre el labio superior y el bajo de las narices. Boxeadora competente, dónde las hubiera y temible por los púgiles más encarnizados del mundo de los espectáculos prohibidos.
La llamaban la “salta muelas” y no le cabía ni un gramo de gratitud en su entelequia, con lo que las reclusas desobedientes con el delito lo iban a tener muy poco agradable con el trato de la celadora.
No era un adefesio, muy alta con un moño recogido en la nuca y unos labios de ninfómana prudente en una cara agradable de nariz aguileña. Ponía interés en su higiene personal, cuidaba su aspecto dando mucha importancia a la limpieza de su cutis y al empleo de jabones y avíos para el sustento de la armonía y pulcritud
Rosenda era más estilizada y cruel, nada de músculos y protuberancias masculinas. Era una sílfide tapada con los harapos del despiste y la ocultación. No daba confianzas jamás y se hacia de obedecer a la primera, sin cesiones ni convicciones por buen comportamiento en lo referente a las presidiarias. Cuidaba lo justo de su persona, siendo aseada mínimamente.
El resto del grupo, las treinta presas restantes al ser más pausadas y nada guerreras, tenían como responsables a Catalina y Angela, que serían a las que deberían reportar quejas o peticiones y a las que debieran obedecer por ser ellas las que suscribían como centinelas.
Catalina era una mujer bondadosa que había perdido la mayor parte de su familia al ir a repoblar parte de la antigua la Nueva Granada, en tierras americanas. El transporte naval que los llevaba se hundió a las alturas de las Azores, perdiendo a sus tres hijos y a su marido, marinos todos ellos.
Angela era una guardia de prisiones de los bajos fondos de la ciudad de Toledo, que estaba muy acostumbrada a tratar con la chusma y poca broma aceptaba, aprovechaba esa travesía con destino a las islas Filipinas, por la necesidad de llegar con vida y a poder ser con salud al distrito de Cavite, cerca de Manila, donde tenía familia y le esperaba una boda con el novio de su juventud, que había ido por delante a abrir camino y poder establecerse como secretario aprovechando una de las vacantes que el Gobierno de España intentaba cubrir con eruditos y gente de recursos académicos de la península.
Las diez y nueve prostitutas que también viajarían en aquella nave, las controlaba Quimeta, Joaquina Moliner, una catalana del Ampurdán, que tenía unas manos superlativas, tanto para castigar como para mimar si se daba el caso. Una vigilanta de las que debías de huir caso de caerle mal, o que hubieras pisado la raya de lo prohibido, una lesbiana de noventa quilos de músculo, que podía torcer cualquier insurrección con tan solo un par de buenas ostias y tres patadas.
Habían incluido en aquel bajel a una decena de enfermeras, de la treintena que iba en la expedición. Repartiéndolas equitativamente en los tres navíos. Todas las que servirían en La Doña, eran las que habían llegado del Manicomio terminal de Teruel, unas auxiliares nada cariñosas y completamente efectivas para hacer reaccionar a cualquier ser humano en momentos de crisis. Estaban en edades firmes para enfrentarse a las consecuencias del viaje, por su preparación física como espiritual. Con dotes de sicología que sumada a la profesional daban un perfil del todo necesario para afrontar aquella aventura.
Enfermeras preparadas tanto para suministrarte una ducha de agua helada, como para inyectarte una paliza y dejarte más tranquilo que un remanso de moscas.
Acostumbradas a tratar con gente desquiciada, no se arrugaban por casi nada y el miedo o la impotencia la tenían desterrada de sus manuales diarios de conducta.
La jueza que destinaron los armadores de la expedición en la nave de La Doña, fue la reverenda Adela Cienfuegos, una religiosa obligada y exigida, nada convencida con la vida que llevaba.
Esclava y sujeta de la fe sin convicción ni esperanza, que había sido recluida a la fuerza en un convento de Carmelitas de la ciudad de los Calatravos. En el Alcañiz turolense de 1870, a sus trece años, para que sus padres tuvieran la posibilidad de subsistir y comer, a cambio de esa prebenda cambiada a la raquítica iglesia de aquel tiempo, con la idea de convertir a su hija mayor en una sumisa parecida a la beata y venerable de Ávila. La reconocida y santa Teresa de Jesús.
Adela, la que en secreto sufría por el desbarajuste sensual a la que estaba sometida y que disimulaba sus ansias carnales y sus tendencias al onanismo con un secreto y una ocultación propios de esa confesión oculta que resignada la envolvía en un mundo de pecado, al cual había jurado obedecer.
Esa resignación devota que la consumía desde hacía unos años, ahora, ya de madre superiora y en camino de su propio purgatorio la llevaba a las Indias para mitigar con sacrificios los castigos que ella misma se imponía. Aquella renuncia obligada por su juramento religioso debía quedar en desuso escondiendo debajo de aquellos jubones y túnicas negras escondidos aquel cuerpo precioso perteneciente a la mujer florida que embargaba. Desaprovechando su organismo femenino y su figura, sin apenas el convencimiento que debe poseer una esposa de Cristo 












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