capitulo
cinco:
Levando
anclas en Cartagena
Historia
: Cuarentena entre Timadores
capitulo
anterior: Ninfómana
prudente
publicado
el 14-03-2019
La
tripulación estandarte de la
Doña,
la que iría en cabeza, estaba capitaneada por el Almirante Don
Francisco Garrote Punzón.
Natural
del municipio de Berja. Un almeriense con fama de valiente.
Descendiente
del aguerrido capitán
de fragata Don Aníbal Bermudez de Palafox, marqués de la Rinconeta
de Malagón.
Asistido
por los oficiales Cristobal Carvajal Marin, Teniente
de Navío y
Fabián Riquelme Tronchón, Alférez
de Fragata, ambos
de Alicante y
que serían los bastones
de apoyo del Capitan
de Corbeta Lucas López de Sariquiegui, natural de Vizcaya y el
Contralmirante Francisco Moreno Mojica, natural y afincado en la
ciudad del Arsenal.
Todo
el personal de mando
en la cabina
estaba
pertrechado. Suboficiales
y subalternos,
subtenientes,
sargentos cabos marinos y cadetes, todos
dispuestos con lo necesario
para surcar los mares con la garantía de
aportar
el
máximo
indispensable para que, cada
cual en su puesto, pudiera desarrollar su cometido, cumpliendo las
órdenes recibidas por los mandos. Consiguiendo en
cada puerto se descargaran las provisiones traídas desde
la península
y se almacenaran aquellas que se debieran transportar a otros
lugares, con el éxito
que
se esperaba de aquellos mercantes tan acostumbrados. Acariciando
siempre el
sueño de
poder
regresar en una fecha no demasiado lejana
y la esperanza clara de reencontrar
a
sus
seres
queridos en sus
hogares.
Rezando siempre al cielo y a la naturaleza para que se dieran las
condiciones optimas
en alta mar y
que las inclemencias del tiempo
fuesen
respetuosas con sus vidas.
El
ritual
y
protocolo establecido
seria siempre
el
mismo para las tres embarcaciones y en las dos naves restantes iría
un oficial de
rango superior al mando de
cada una de ellas, pero en la expedición tan solo habría un solo
Comandante, que había recaído en Don Francisco Garrote, y sería el
mandamás de aquella aventura hacia las Indias.
El
capellán asignado a la
Doña,
era un hombre de mediana edad, misionero de las antípodas que había
evangelizado parte de las Filipinas y Mindanao, un santo varón
natural de Camas de Sevilla, que sería el encargado de llevar los
rezos y las almas de cuantos fuera menester.
La
Dulce,
era la segunda embarcación en importancia de la botadura con destino
al continente asiático. Era
mucho más grande que ninguna de las que restaban la aventura. En
ella irían los mismos mandos
y especialistas
que en las demás, con la excepción del control
general, que navegaba en la nave La
Doña,
que a la vez era la nave nodriza.
Además
de la letrada religiosa, irían dos especialistas en labores de
Comisarias,
para
dar apoyo a la destinada como Jueza de la Nave.
Plácida
Matamoros Luque,
reverenda y estimada madre superiora a pesar de su juventud,
procedente del Noviciado de Vinaroz, donde ejerció desde su tierna
infancia primero, como novicia y después ya ordenada monja.
Ascendiendo
por méritos propios y con un prestigio inusual dentro del escalafón
eclesiástico, hasta llegar a ser nombrada “predilecta”
y que en su afán de cristianizar a indígenas, solicitó el poder
ejercer su beatitud en mundos lejanos, concediéndole la iglesia
permiso de evangelizadora y médico cirujano en la travesía
bautizada
como: Las
tres Marías de Cartagena.
La
portavocía de su trabajo en aquel viaje, iría sustentada por dos
expertas colegiadas. Elegidas entre las voluntarias que participarían
de la peripecia a las tierras no catequizadas.
Designadas
ambas como intelectuales
y educadoras,
sobresalientes en el espectro nacional, por sus prestigiosas
trayectorias, que fueron a
pesar de aquel tiempo encanijado que se vivía, imparables
en el seno de tanto machista convencido.
La
enseñante en precepto
policial Doña
Virtudes Calasancio, primera ejecutiva y directora de las cárceles
femeninas instauradas
en
el Nuevo Mundo, voluntaria y reclutada por los empresarios marítimos
de la nueva colonización, se encargaría de la instrucción y de la
urbanidad de las enviadas a las Indias y a Filipinas, procedentes del
Hospicio de San Joshué. Muchachas descarriadas que se habían criado
todas ellas en ese instituto. Sin el calor de madre alguna que les
pudiera aportar y enseñar atribuciones necesarias para compartirlas
con la sociedad.
La
otra académica sería Doña Eduviges Martínez Maroto. Virtuosa
mujer procedente de la Cátedra de señoritas
descarriadas
en la ciudad de Caspe, a la que le precedía una fama inigualable,
por sus cuantiosos esfuerzos,
todos ellos dirigidos y predestinados a la nueva mujer, que ya se
pretendía tímidamente; existiera en nuestras vidas.
Aquella
que parecía comenzar a despertar de ese sometimiento ancestral
practicado por los machos españoles. La
mujer, de entonces que ya comenzaba a despuntar y a reclamar de forma
timorata lo que le pertenecía.
La
precursora Eduviges. Invitada
a distintos foros referenciales
de la época, por sus conocimientos en la materia, en
defensa siempre del mal llamado sexo
débil,
que
hasta de
la casa Real, fue
llamada en diversas ocasiones para
solventar algunas inconveniencias del servicio de asistencia de la
propia Reina y
del comportamiento entre sus damas de honor.
Cinco
matrimonios compuestos por tres hijos cada uno de ellos, excepto la
pareja que llegaba desde Guadalajara, casados en segundas nupcias y
que estos aportaban, un hijo más al recurso.
Cuatro
niñas de diferentes edades. Dos las aportaba el marido, nacidas en
su primer matrimonio, y dos señoritas más las sumaba la esposa, del
enlace que tuvo del inicial desposorio.
Sumando
entre todos los menores dieciséis chavales, los
cuales además, recibirían instrucción por parte de las dos
comisarias de abordo.
Continuará
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