capítulo Siete: Años de votos y dos abortos
Historia: Cuarentena entre Timadores
Capítulo anterior: Sutiles asesinas
Personas
decentes dentro de sus exigencias, pero que no estuvieron de acuerdo
en continuar llevando
el compromiso de aquellos hábitos,
por el
desaliento sufrido y por la evasión y fuga de
sus
creencias
en lo
piadoso.
Erosionado
por tantas veleidades sufridas en sus
propias existencias
y
por la ausencia
de la alegría necesaria para notar
y transmitir
toda
la verdad
y
esfuerzo,
con
qué
les habían vendido aquella espiritualidad. Falta de nutrientes en
sus comidas, descanso normalizado, eclipse
de sexo masculino y sobre todo el ahuyento de la fe, que
a medida que pasaban los años, se las iban robando los orondos
mandatarios de los diferentes conventos y abadías. Olvidando incluso
que
ellas deberían ser las
místicas esposas del Mesías.
Estas
compañeras del Redentor, fueron incapaces de soportar el celibato.
No quisieron vivir sin la compañía de un varón que las apretara en
los momentos de necesidad y las dejara satisfechas como lombrices en
las nalgas de un tocino.
El
propio obispado les agenció la marcha y les facilitó la salida casi
en silencio sepulcral y cuanto mas en secreto mejor, para evitar que
otras pudieran copiar ese sentimiento y la Santa Madre Iglesia notara
la baja de tantas novicias huidas.
Sabiendo de buena tinta esos “jalifas
de la iglesia”
que muchas de ellas, de las ermitañas
que no tomaban la decisión de abandonar, era por la vergüenza,
que
supondría para sus familias y
por
ello seguían en
ese falso
y nefasto voluntariado,
tan necesario para cubrir las necesidades del clero.
Todas
las
que protagonizaban el viaje a
Manila
habían
mantenido sus “estira
y afloja”
con discusiones disonantes en sus respectivos conventos, para
poder salir de forma inminente.
Tres
ermitañas de entre
las seis
que desertaron, huyeron
después de soportar vilipendios y
al cabo participar del soñado viaje a las Indias.
La
hermana
Luisa,
sor
Marta
y la reverenda
Remedios.
Cuerpos celestiales que se apagaban y enflaquecían al mismo ritmo
que les crecía su propio cabello moreno, tras haberlas dejado
rapadas cuando propusieron
su
deserción y
abandonar
la Orden para
alistarse y
afincarse en Filipinas;
todas
venían
del mismo lugar, la archidiocesis de Cáceres.
La
rubia
del pelo largo;
Felisa
era de Calatayud. A quien no pudieron someter los priores desde el
convento, por ser un carácter agrio y muy rudo, parecido al de la
maña de la copla. De las que plantan cara al más
pintado y
pueden sacar los colores con ejemplos y demostración de sus propias
cicatrices.
La
más joven y agraciada, Olegaria
venía de Calahorra y era natural
de Zarzosa,
un pueblito de Logroño, que sus padres de muy lactante
habían recluido en convento de Calagurris. Por falta de medios para
criar a tantos de los hijos que les habían nacido.
Una
castellana alta y seria por
traer ese sino de raíz y por
tantos agravios
y
peripecias como había tenido que sufrir y soportar a lo largo de su
corta vida y que, pretendía llegar a las Indias, a formar un hogar
decente.
La
mayor de todas ellas, Crescencia,
pero aún
en edad de merecer perfectamente,
procedía de Soria, del pueblito de San Esteban de Gormaz. Como les
ocurrió a
las demás, en su infancia
y juventud
los propios
padres,
por falta de medios, la regalaron
quitándosela
de encima.
Agregándolas
a la
mejor solución o al
primer postor que la admitiera. En el tiempo aquel, lo fácil es que
las encerraran o en un hospicio o en un convento o
las regalaran familias gitanas, errantes que se dedicaban a la
quincalla.
Sor
Luisa,
la extremeña, había alumbrado
una hija, sana y fuerte antes de que le raparan su larga melena, en
el mismo convento donde juró los votos de castidad. Después del
puerperio; se la arrebataron para
siempre.
El violador
de la religiosa y padre
de la criatura parida,
fue
el
prior del convento y
no tuvo necesidad de negar la paternidad por
quedar todo tapado como si no hubiese ocurrido jamás y creerse el
casi dueño de aquellas mujeres encerradas vestidas con su
hábito oscuro.
La
madre superiora
y las abadesas ocultaron aquella situación, porque
ellas mismas habían pasado por situaciones exactas.
En cuanto le creció la tripa a Luisa, la recluyeron en sus aposentos
hasta que parió con la ayuda de la madre sanitaria.
La
sin razón asumida y declarada por los indecentes del clero, quedó
desbaratada con la ayuda de los responsables de la curia, que no
dando importancia al hecho, hicieron lo que no está escrito para que
la madre se quedara sin hija.
Su
decisión y su verdad,
la
aducida por la hermana, ya en aquel mismo momento de
su cese fue,
dejar la orden y partir con su hija.
No
fue escuchada ni oída, siendo castigada por rebelión anticristiana,
en las celdas del incordio durante cuatro años, perdiendo toda pista
de su alumbramiento al quitarle a su niña,
para llevársela al hospicio municipal. Dejando acallado el suceso y
dándola de alta con padres de adopción.
La
reverenda Marta,
después de doce años de votos cumplidos y dos abortos, se cansó de
tanta infamia y tanto canto en los Maitines, que un día de buena
mañana, denunció a su confesor de violador nocturno, que
en un principio este haragán pretendía hacerle
entender a la monja que aquello era un
compromiso
divino
y
ella estaba obligada por cierto mandamiento de las tablas de Moisés
a quedarse
desnuda en colitates para ser montada sin
rechistar por
aquel
desgraciado
e
impotente
confesor,
sin sentimientos y
con su sexualidad endemoniada
y
anómala.
continuará.
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