La
costumbre de Don Antonio, para con sus nietos era: contarles cuentos,
historias y anécdotas, para mantener a raya a sus “dos balas de
cañón”, hijos de su hija.
Unos
niños traviesos como nadie podía imaginar y con unas imaginaciones
tan fuera de aquel tiempo en que les tocó vivir, que cualquiera que
se hubiese puesto a analizar aquellas andanzas, hubiere creído que
aquellos dos zánganos venían avanzados a su globo y que no
pertenecían a la misma tribu.
Por lo
que Antonio, supo muy a prisa que es lo que les calmaba, qué les
frenaba en la inquietud, a aquellos dos malandrines que albergaba a
diario, consiguiendo su quietud y atención.
Tanto lo
supo idear, que fueron los dos niños, los que le pedían con
frecuencia al abuelo, les contase alguna de las mandangas que les
llenaban de ilusión y de ingenio.
Por ello
esta hazaña la contó mi abuelo materno, Don Antonio y ahora al cabo
de los años, quiero dejarla aquí, reafirmada para que no se pierda
olvidada como tantas andanzas bonitas, reales unas y, otras no tanto,
que se suceden y que se desvanecen por la falta del recuerdo.
Por
tantas y tantas prisas diarias y por la ausencia de hablar entre
nosotros y no compartir más a menudo detalles, cuentos y
explicaciones baratas.
Creyendo
que después habrá momento. Con lo que al final se olvida y jamás
se manifiesta.
Erase
una vez que se cumplió un deseo imperceptible, imprevisto y
bondadoso que nadie podía imaginar, antes de la fecha en que se
materializó.
Todo
sucedió alrededor de la zona del cauce del Llobregat, uno de los
ríos que desembocan en el mediterráneo, justo en lo que ahora es el
Delta, y que se encuentra muy cerca del aeropuerto de Barcelona,
entre el Prat y Sant Boi.
Los
muchachos miraban a las nubes, esperando que una cigüeña blanca,
volara sobre sus cabezas aquella tarde, sin perder el tiempo y se
detuviera en uno de los tejados para entrar por una de las chimeneas
y entregar un atillo que llevaba la gran zancuda.
Esperando
que alguien de la casa subiera a las nubes, a por la recién nacida.
Tan
preciosa muñeca llegada en semejante valija fuera acariciada y que
sus papás la cobijarían y le pondrían de nombre: María Rosa.
El
alumbramiento de su niña que esperaban aquellos padres que residían
en la calle catorce y que a todos los rapaces de la barriada menores
de diez años, nos habían hecho creer que, los bebes venían de esa
tesitura.
Traídos
desde París, en las garras de un ave grandiosa, para contento de sus
papás. Bendita
imaginación la de nuestros mayores, para evitar la primera verdad,
que deberíamos conocer. Así
decían ellos, venían los niños a sus casas, desde París traídos
por una cigüeña blanca
de patas rojas.
Así
nos informaron a nuestra generación, sobre cómo parían las madres
a sus hijos.
Al
poco se escucharon unos lloros muy fuertes en la casa de María Rosa.
El
abuelo nervioso, nos dijo sin más__ ¡Ya ha nacido!
Ante
nuestra mirada desalentada en preguntar y por donde ha pasado el gran
pájaro, también se adelantó y manifestó benigno,
regalándonos un caramelo de miel__ No hemos visto pasar a la
Cicogna,
la cigüeña,
pero la niña ya nació. Son muy rápidas y a veces van como los
rayos.
Pasados
los años, no
hace tantos,
uno de esos muchachos, estaba en el papel del
yayo
Antonio, ocupaba el empleo del abuelo y recordaba aquel cuento, que
dejó mella en su piel.
Sin
cigüeña, sin chiquillos en la calle, sin historias que contar a
nadie, porque nadie escucha.
La
única verdad, que también nació una preciosa niña llamada Anna,
que rompió a llorar como antes lloraban los nacidos, pero con más
comodidades.
__¡Fíjate
pensó__ Desde el cielo mi abuelo, me recuerda que en el chaleco,
llevo unos
caramelos
de miel y
a mi alrededor unos niños aburridos esperan que les cuente el cuento
de la Cigüeña y la nena.
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