lunes, 18 de diciembre de 2017

Los niños, vienen de París



La costumbre de Don Antonio, para con sus nietos era: contarles cuentos, historias y anécdotas, para mantener a raya a sus “dos balas de cañón”, hijos de su hija.
Unos niños traviesos como nadie podía imaginar y con unas imaginaciones tan fuera de aquel tiempo en que les tocó vivir, que cualquiera que se hubiese puesto a analizar aquellas andanzas, hubiere creído que aquellos dos zánganos venían avanzados a su globo y que no pertenecían a la misma tribu.
Por lo que Antonio, supo muy a prisa que es lo que les calmaba, qué les frenaba en la inquietud, a aquellos dos malandrines que albergaba a diario, consiguiendo su quietud y atención.
Tanto lo supo idear, que fueron los dos niños, los que le pedían con frecuencia al abuelo, les contase alguna de las mandangas que les llenaban de ilusión y de ingenio.
Por ello esta hazaña la contó mi abuelo materno, Don Antonio y ahora al cabo de los años, quiero dejarla aquí, reafirmada para que no se pierda olvidada como tantas andanzas bonitas, reales unas y, otras no tanto, que se suceden y que se desvanecen por la falta del recuerdo.
Por tantas y tantas prisas diarias y por la ausencia de hablar entre nosotros y no compartir más a menudo detalles, cuentos y explicaciones baratas.
Creyendo que después habrá momento. Con lo que al final se olvida y jamás se manifiesta.

Erase una vez que se cumplió un deseo imperceptible, imprevisto y bondadoso que nadie podía imaginar, antes de la fecha en que se materializó.
Todo sucedió alrededor de la zona del cauce del Llobregat, uno de los ríos que desembocan en el mediterráneo, justo en lo que ahora es el Delta, y que se encuentra muy cerca del aeropuerto de Barcelona, entre el Prat y Sant Boi.

Los muchachos miraban a las nubes, esperando que una cigüeña blanca, volara sobre sus cabezas aquella tarde, sin perder el tiempo y se detuviera en uno de los tejados para entrar por una de las chimeneas y entregar un atillo que llevaba la gran zancuda.
Esperando que alguien de la casa subiera a las nubes, a por la recién nacida.
Tan preciosa muñeca llegada en semejante valija fuera acariciada y que sus papás la cobijarían y le pondrían de nombre: María Rosa.
El alumbramiento de su niña que esperaban aquellos padres que residían en la calle catorce y que a todos los rapaces de la barriada menores de diez años, nos habían hecho creer que, los bebes venían de esa tesitura.
Traídos desde París, en las garras de un ave grandiosa, para contento de sus papás. Bendita imaginación la de nuestros mayores, para evitar la primera verdad, que deberíamos conocer. Así decían ellos, venían los niños a sus casas, desde París traídos por una cigüeña blanca de patas rojas.
Así nos informaron a nuestra generación, sobre cómo parían las madres a sus hijos.
Al poco se escucharon unos lloros muy fuertes en la casa de María Rosa.
El abuelo nervioso, nos dijo sin más__ ¡Ya ha nacido!
Ante nuestra mirada desalentada en preguntar y por donde ha pasado el gran pájaro, también se adelantó y manifestó benigno, regalándonos un caramelo de miel__ No hemos visto pasar a la Cicogna, la cigüeña, pero la niña ya nació. Son muy rápidas y a veces van como los rayos.
Pasados los años, no hace tantos, uno de esos muchachos, estaba en el papel del yayo Antonio, ocupaba el empleo del abuelo y recordaba aquel cuento, que dejó mella en su piel.
Sin cigüeña, sin chiquillos en la calle, sin historias que contar a nadie, porque nadie escucha.
La única verdad, que también nació una preciosa niña llamada Anna, que rompió a llorar como antes lloraban los nacidos, pero con más comodidades.

__¡Fíjate pensó__ Desde el cielo mi abuelo, me recuerda que en el chaleco, llevo unos caramelos de miel y a mi alrededor unos niños aburridos esperan que les cuente el cuento de la Cigüeña y la nena.






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