Rosenda, había sido una niña preciosa. Rubita, de ojos azules,
piel tersa y natural, que más bien parecía un espíritu celeste descendido del
cielo, que la hija de Pancracio y Eduviges.
Sus amigos de la calle, la buscaban para sus juegos y
distracciones por compasiva, piadosa y por aquel profundo perfume natural que
desprendía, que enamoraba ya, atrayendo a las personas, como si poseyera un
imán que magnetizaba desde la corta distancia.
Aquel tiempo de su inocencia, no fue demasiado agradable para
aquel pueblo trabajador y honrado, llegaron momentos tenebrosos, y se
complicaba políticamente cada vez más hasta que los hombres con sus envidias y
sus maquiavélicas artes, llevaron aquel país a la conflagración más cruenta vivida
jamás.
Los bombardeos del enemigo fueron incesantes, tanto que dejaron
la mayor parte de aquella montañosa población en los restos.
Personas, animales y edificios se convirtieron en ruinas.
Incluyendo el Hospital, Juzgados, y Ayuntamiento, como el conocido templo de
Santa Hermenegilda, parroquia de la iglesia. Totalmente convertido en un
amasijo de escombros difícil de enmienda posible, restando a aquella gente de
una forma u otra, sin pasado, indocumentada, sin papeles, sin certificados, sin
partidas de nacimiento, por haber quedado todos los registros entre las ruinas
y cascotes de los constantes cañonazos y bombas caídas desde el cielo.
Durante un periodo fue la tónica habitual en aquella cuenca, y
los días fueron consumiendo la paciencia y la fe de los vecinos, en volver a
recuperar todo lo que habían perdido.
Aquellas gentes, poco a poco y pasadas unas décadas, fueron
recuperando el ánimo para volver a emprender, tan solo la secuencia natural de
sus vidas, sabiendo que sin nada que les dejó el destino, solo podían permitirse
el consuelo de estar ahí, en la brecha, viviendo.
Las nuevas instituciones políticas y administrativas, tras
costar muchos esfuerzos, fueron rescatando la domiciliación, y la vecindad,
renovando los documentos, expoliados por la guerra, con nuevas partidas de
creación inmediata, que llegados a la personificación de Rosenda, hizo constar
en la fecha de sus documentos oficiales, que había nacido justamente diez años
más tarde, de lo que realmente fue alumbrada por su madre, sin que nadie
pudiese darse cuenta, ni familiares, ni amigos, ni personas que rodeaban a la
guapa Rosenda.
Acto que la presumida lozana, hizo creyendo que su juventud, no
decrecería y que siempre se mantendría exuberante y jugosa.
Llena de ínfulas de bella actriz, partió para la gran urbe, detrás
de un pisaverde, sin camisa, engañada, imaginando sería una de las mejores
actrices que ha dado madre, interpretando papeles en las más importantes películas
imaginadas. Siendo rifada por los más guapos actores de la parrilla del espectáculo.
La vida fue pasando en aquel pueblo, del que hacía años la tal
Rosenda había abandonado para ir a triunfar.
Ninguna de las promesas que le hicieron llegó a cumplirse, ni
tampoco participó en los ensayos de ningún teatro de renombre, ni tan siquiera
fue incluida en el reparto como vedette, en las barras de alterne de la ciudad.
La realidad es dura, constante y Rosenda, comenzó después de
tanto fracaso a ganarse la vida, como empleada en una fábrica de hilaturas,
donde le dieron trabajo de repasadora de trenzados, y dadas sus cualidades y
esmero, llegó a ser una simple tejedora, a pesar de tener una piel estupenda,
de tener un cuerpazo, y servir a más de uno como amante temporal.
Ser pareja de hecho de dos o tres tipejos achulados y trabajar
en casa como una esclava, además de cumplir con su horario en los talleres.
Nadie le dio apellidos a los dos hijos que había engendrado, en
el transcurso del tiempo, y su suerte no llegaba, y no triunfaba como ella en
un principio llegó a imaginar.
Cada vez que retornaba a su localidad de nacimiento, y se
juntaba con sus amigas, evitaba decir la edad, aunque ellas no les hacía falta
conocerla, todas eran de la misma leva y en poco podían diferir sus fechas de
la cartilla de titularidad nacional.
Se sucedieron los años indefectiblemente y se hicieron mayores todas
aquellas muchachas, que hacía ya unos decenios paseaban su palmito por la gran
plaza de la iglesia, rezándole a Santa Hermenegilda, ya eran ancianas.
Rosenda, que se había marchado, sin haber paseado por la plaza, creyendo
que a ella la esperaba la suerte, la fama y el dinero, fuera de aquella zona, tuvo
que volver, defraudada para definitivamente establecerse en la casa de sus
padres, junto a sus hermanos.
Allí con sus amistades, con hijos mayores, incluso con nietos
algunas, todas ellas con sus ilusiones de abuelas, todas ellas esperando la
tranquilidad que les había deparado el retiro.
Jubilación con honorarios, que les había concedido el gobierno,
por tantos años de trabajo en los diversos empleos. Donde cada una tuvo y
defendió al cabo de por lo menos cuarenta y cinco años de esfuerzo y trabajo.
¡Llegó!
Excepto para Rosana, que, era diez años más joven.
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