Estaban en aquel barracón
militar, los reclutas del ejército de tierra. Eran voluntarios que se disponían
a hacer el campamento en aquel pueblo cerca de la frontera francesa. Ciento
diez hombres hacinados en aquel perímetro, donde únicamente había literas y un
olor a pies rancios que te echaba para atrás, mezclado con el bálsamo de la
sobaquina daba un cóctel perfumado que en según qué momentos podía llegar a matar
el hambre.
¡No había más!, obligados
por una parte a cumplir con la nación y soportando sin salida a aquellos que no
se husmean, ni piensan en que si no se lavan llegan a apestar.
Aquel recinto tendría unos
cincuenta metros de largo por treinta de ancho, barracas hechas de madera, con
techumbres de uralita y de prefabricados, recogían parte del grueso de aquella división, que voluntariosos todos, tendrían
que prestar su persona para el adiestramiento y puesta en forma.
Tres meses de instrucción
antes de que fueran repartidos por la geografía. Donde adquirirían aquel valor aparente
que se les supone a los soldados y estar al corriente, para usar todas las
herramientas armamentísticas caso de conflictos de guerra.
Nadie era nadie. No había
preferencias. Todos tenían un número de reclutamiento, todos eran bultos sospechosos,
a razón de la arenga que soltó aquel sargento primero. El genio y los cojones,
se podían quedar no, a la puerta del barracón,
a la entrada del Centro de Instrucción. Allí no había robos, podían
perderse objetos únicamente por extravío, por despiste o por dejación, pero
según el instructor que sermoneaba, no había chorizos ni mangantes ni
carteristas. No habían salvadores, ni advenedizos, ni hombres mágicos que hacían
milagros.
Todos estaban obligados a
obedecer las órdenes de cualquier superior, además sin rechistarlas, ni obtener
explicaciones por las mismas.
Un pasillo central amplio,
dejaba tras de sí, al portón amplio que vigilado constantemente por un
cuartelero, era la única entrada en aquel dormitorio de campaña. Adosados a las
paredes en forma longitudinal, unas literas de a dos pisos, numeradas y
vestidas con sábanas y una manta, que separadas cada par de ellas por unos
ventanales, recibían la luz, el frescor o el calor, según se mirara.
Sin taquillas, sin
armarios, sin nada absolutamente que pudiera camuflar los cachivaches de cada
cual. A la entrada una especie de receptáculo para el armamento, que una vez resguardadas
y pasadas por unas gruesas cadenas, quedaban suficientemente protegidas por las
baldas y por el ojo vigilante del soldado de puertas. Los petates_ sacos de los
reclutas, donde guardaban sus prendas y particularidades_, a los pies de cada camastro, asidos por un
candado a la parta del tálamo.
Absolutamente nada más que
imaginación y conformidad, cabían allí dentro, era el lugar para reposar_ es un
decir muy amplio y amable_, en las noches, estar vigilante siempre y soñar con
un ojo abierto. Despertar al toque de diana, y salir pitando como te
encontrases, vestido, desnudo, solo se obligaba a ir cada cual, con sus botas. Lo
demás era optativo.
Además de las bombillas que
lucían desde el techo del largo pasillo del barracón, en la parte superior del
acceso de entrada, había una lámpara roja, adosada al principio y al final del refugio
que servía para orientar en las noches. Prestación que se daba por los
vigilantes cuarteleros que a turnos, custodiaban las noches y trataban de poner
algo de orden. Serenos de la tranquilidad.
La retreta la había presidido
el Alférez en el escampado de la 13 Compañía. Pasando lista y leyendo las efemérides
del día, contando a todos los esfuerzos militares y las guerras, que habían
acaecido en tiempos pasados. El quinto batallón estaba formado y dentro de este
escuadrón, estaba el quinto pelotón, que es donde radicaban todos estos fieras,
amantes de las aventuras y de los imponderables, algunos venidos de la cena un
poco chispados y ayudados por los compañeros podían aguantarse semi derechos,
sin levantar sospechas hasta llevarles dentro del barracón para meterles en la
cama.
La noche estaba serena,
después de apaciguar a tanta juventud, tanta impertinencia y tanta alegría. Los
más efusivos habían acabado con sus chistes, otros ya se habían despedido de
sus novias cerrando el sobre de su carta quedando lista para el envío a la
siguiente jornada y los demás ya hacía tiempo que dormían. Se quedaba aquel
perímetro, con la luz difusa, únicamente lucían los dos pilotos rojos, aquellos
que únicamente servían para las urgencias y para dar situación. El centinela se
quedaba despierto y cada dos horas, era relevado por otro compañero que le permitía
a él descanso y dormir por espacio de algunas horas.
Ronquidos, ruidos
guturales, explosiones estomacales, siempre las habían pero dado el gran
ejercicio que llevaba la tropa durante las horas diurnas, lo normal era que el
más fuerte quedara como un tronco, en cuanto se apagaban las bombillas de
iluminación. Entonces es cuando aprovechaban los más traviesos para pintar a
los que dormían las uñas de los pies, o tintarles el pelo, con laca roja
inalterable.
En el turno de escolta para
aquella ocasión le tocaba como tercera imaginaria a Martín Tórtola, por lo que
delante de él, le precederían dos compañeros: Agustín Vives y José Yeste, y
cerraría el turno de centinela, Diego Salazar, más conocido entre ellos como: el
colilla. Amigos ya todos, por provenir del mismo lugar, de la misma ciudad y
que además ellos irían con el destino fijo, quedándoles una vida por delante,
tanto militar como individual.
El silencio imperaba, eran
en el reloj del albergue las tres de la madrugada, Yeste, se acercó al jergón
de Martín y le despertó, diciéndole, que le tocaba hacer su turno de
imaginaria. Este se levanto rezongando, mientras José se estiraba vestido sobre
su colchón, quedando fuera de órbita. Martín se alzó sin premuras, ni despeluzamientos,
y sin más quedó tocado por el gorro de faenas, yendo a ocupar en la entrada de
la barraca, el lugar que el cuartelero utilizaba para leer, bajo aquella luz
roja, sentado sobre un taburete mas viciado que un pesebre.
Todo estaba en calma, dio
un paseo por el pasillo central y observó que todos descansaban, dormían sin más,
una vez que tocó con la realidad, se dirigió a su puesto, muy cerca de donde se
custodiaban los fusiles, que todos debidamente atados por sus cadenas,
esperaban las prisas del día siguiente. Rellenó el formulario de sin novedad en
el cambio de guardia y se sentó tranquilo bajo aquella difusa luciérnaga roja
que le adormecía más que le llevaba a estar franco.
Al pronto, escuchó un
susurro procedente de las literas del centro izquierda del albergue, voces
claras de alguien que hablaba solícito y apresurado. Sin mediar espacio de
tiempo, salió en busca de lo que ocurría y se encontró con una conversación,
que mantenía Carlos Rosa, en solitario consigo mismo. Plantado al pie de su
cama, en calzoncillos hablaba solo, con los ojos cerrados y gesticulando como
si fuera realidad. Le sobrecogió un susto a Martín, que tardó breves segundos
en reaccionar, tratando de no despertar a aquel hombre que sonámbulo, charlaba
y trataba de pasear quien sabe por dónde y creyendo sería bueno dirigirle hacia
su camastro, le interrogó con voz tenue_: ¿Quién eres un espíritu?_ dirigiéndose
hacia el dormido y este sin pereza y con descaro le contestó sin abrir los
ojos_ No soy ningún ángel, soy el mediador entre tu conciencia y la mía.
El imaginaria Martín
Tórtola, creyendo era una broma de Carlos Rosa, le instó con gracia a que
depusiera su burla y se acostara en su camastro_. ¡Anda Carlos acuéstate!, no
me jodas que esto me da mucho “yuyo” y después tiemblo de miedo, ahí sentado
solitario, esperando que me releven. Deja de hacer putadas y acabemos esto por
favor.
Antes que acabara la frase,
Carlos completamente ido le hizo una pregunta a Martín, que lo dejó atacado.
_ ¿Por qué vas descalzo,
del pie izquierdo?, y tu bota la llevo yo colocada y atada, ¿aún sigues
creyendo que esto es una comedia?
Desaparece de aquí y ve a tu guardia, que me caes bien.
Martin se miró los pies y
no iba calzado de ninguna forma, se había levantado de la cama cuando le habían
indicado y sin más, se colocó la gorra de lona y se puso a su quehacer en la
imaginaria. Despreocupado de todo, ya que Martín sabía que esta guardia, le
finalizaba a las cinco de aquella madrugada y sería relevado por “el colilla”,
volviendo a dormirse. Sin embargo, cuando miró a los pies del sonámbulo Carlos
Rosa, llevaba colocadas unas zapatillas blancas de bailarina, y unos
sujetadores en el pecho, que relucían entre aquella penumbra, dejándole extasiado
incrédulo y con zozobra.
Martín cagado de miedo y
con las prisas de dejar aquella conversación cuanto antes, le preguntó al
dormido con temor.
_ ¿Qué quieres de mi? _
_ ¡La pala! _ expresó el sonámbulo
andante, con mucha convicción y sin disimulo
_ ¿Para qué quieres ahora
una pala?
_ La quiero para enterrarme_
Tórtola, no creyendo lo que
estaba viviendo, se dio la vuelta, y con pasos acelerados llegó a la altura de
su puesto en la entrada del barracón, tratando de olvidar aquel episodio, bajo
la luz apagada y traicionera, cerrando los ojos y esperando una explicación mental
a lo que acababa de vivir.
Invocando estaba, cuando una
mano le tocó el hombro derecho y le sobresaltó con un medio grito apagado. ¡Ayllu!
_ Que pasa machote_ le señaló
Diego, “el colilla”, sacándole de aquella experiencia, que ocultaría a todos, para
siempre _. No me vas a avisar del relevo, o es que quieres comértela tú toda la
imaginaria.
_ Anda, ve a dormir, que estás
temblando.
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