Que sea la última vez que cuando
estemos de visita, pidáis nada_ decía un padre a sus dos hijos Onofre y Eliseo
de nueve y siete años de edad_, dando justificación a las prohibiciones que
estaba estableciendo y aclarando los conceptos bastante serio_. No hay detalle
más feo y de mala educación que a las primeras de cambio os comportéis como
unos hambrientos y mal criados jovencitos. Las normas de urbanidad siempre las
tenéis que llevar presentes.
Finalizó la matraca, mientras
aquellos chiquillos miraban a su padre. Convencidos que lo iban a cumplir.
Conociendo perfectamente como las gastaba Don Florencio, si no se obedecía.
_ Papá, y si es nuestra tía
Ambrosia, también decimos que no, siendo mi madrina_ presentó cara el menor de
los hermanos, Eliseo, que era el que menos podría entender aquellas órdenes.
_ He sido claro, no quiero que os
pueda la incorrección, sois unos niños y debéis saber en todo momento como
estar frente a los demás.
_ Entonces papá_, replicó Onofre,
no queriendo callar por una prohibición de la que no estaba muy de acuerdo y
defendiendo la postura de su hermano_. ¿Cómo decimos, que no lo queremos? ¿De
qué manera podemos ser más educados, si negamos recibir el regalo? Pueden
pensar que somos unos atontados.
_ No voy a repetir más lo que habéis
entendido perfectamente, no sois unos imbéciles y estáis recibiendo una
educación muy cara. Espero cumpláis como a mí me gustaría _. Resoplando acabó
aquel hombre de bigote exiguo y corto de talla su deseo.
Don Florencio era una persona infeliz
y con mal carácter, que nadie estaba a gusto cerca de él. Su propia esposa le
temía. Amedrentada por sus normativas y ahogada por su falta de libertad.
Teniendo ella otro proceder, además de su talante espontáneo y sincero, penaba
a menudo. Vivía dentro de unos márgenes falsos y carecía de placidez.
La habían casado a la fuerza con
Florencio, un hombre apenado que necesitaba más que una pareja una concubina en
la cama, para desahogar toda la presión sexual fisiológica y seguir concentrado
sin dar cariño a nadie.
Marciana había sido una joven
alegre y la mejor y más atenta hija de la familia de los Flórez. Una preciosa
mujer, que pretendía a un farmacéutico, y que por los caprichos de las familias
y los convenios estipulados por aquello del apaño, queda en nada, muriendo sus
ilusiones, como la de aquel boticario en las puertas de la realidad.
Gente venida a menos los Flórez,
por las dificultades económicas que atravesaban desde hacía años. Pretendiendo
colocar a sus tres hijas con lo más provechoso del pueblo. Aunque no hubiera
amor, ni atracción. No miraban títulos ni categoría, los padres de Mariana,
querían o aspiraban tan solo, gente con dinero.
Pretendientes para sus sucesoras
con la vida resuelta, para que una vez establecido el vínculo matrimonial de
las hijas, ellos pudieran aprovecharse de la situación y vivir de ellas.
Casando a Mariana con Florencio,
que este era un millonario con abolengo y propiedades en las Américas, un
potentado que había nacido en Veracruz, y que educado por los jesuitas, recaló
en el pueblo con vanidades de conquistador, para hacerse cargo del patrimonio y
heredades de sus antepasados. Un caballero sin gracia y sin experiencias en
mujeres, un tipo insípido y tenaz que se avergonzaba de lo mejor que ofrece la
vida. La propia existencia.
Un señoritingo que además de
afligir a su ralea, tenía al servicio de la casa, a los obreros, criados y como
no a su esposa e hijos, completamente tiranizados y a todos trataba como si no
fuesen humanos. Un imberbe que no satisfacía a Mariana en ninguna de las
principales necesidades de la pareja.
Mariana, era lo contrario,
absolutamente madre. Al revés que el brusco de Florencio. Era una mujer sensual
y seductora, una enamorada de la música, romántica, con ganas de ser amada y
que la satisficieran. Una revolución en el amor, un encanto de señora, que
sabía donde debían ir las caricias, y como distribuirlas para que parecieran
aquellas consecuencias amatorias, aún más deliciosas.
Tuvieron dos hijos estupendos,
que estaban siendo educados por dos caminos: el serio, sin márgenes, sin apego,
con poca comprensión por parte del padre; la otra vereda: la amena, la
cariñosa, edificante y tierna de la madre, que gracias a ella, los hijos en
todo momento estaban amparados y consolados.
Aquellos niños, habían regresado
de unas minis vacaciones desde Londres, de donde solían ser enviados por
aquello del perfeccionamiento del idioma y aquella misma tarde los esperaba el
doctor Bernabé, para pasarles la rutinaria revisión médica a los recién
llegados.
Trayecto y visita que hicieron
acompañados de sus padres, Mariana y Florencio. Cada vez que los Valdeblanquez
Bordíu, aparecían por la consulta de la Clínica, les recibían con una especie
de devoción inusual, haciendo el recibimiento en los propios salones de la
consulta privada, Don Bernabé Chulíes y su esposa Laura Villacoñosa. Preciosa
enfermera y esposa del doctor, con una armonía para los enfermos, en especial
para los niños, que brotaba fuera de lo común. Cariño exclusivo para estos
amiguitos, Onofre y Eliseo, que ella misma había ayudado a su esposo el médico
a traerlos al mundo.
Onofre y Eliseo formaban una
fiesta, cada vez que se encontraban entre las atenciones de Laura, como si del
cielo hubiesen caído los estados emocionales más divinos para un encuentro. Por
su confianza, su familiaridad y seguridad al estar con ella.
Una vez recibidos, los papás
quedaron perfectamente en la sala de espera y los dos niños, acompañando a
Laura, siguieron el camino del gabinete de auscultación y control de salud.
Una vez revisado el estado
general de los hijos de la familia Valdeblanquez Bordíu y entre tanto que el
doctor preparaba los correspondientes documentos para entrevistarse in situ con
los padres, Laura, les ayudaba a vestirse y acompañaba para que se sintieran lo
más entretenidos posible, acercando a sus manos un par de caramelos, por si les
apetecía degustarlos.
_ ¡No! _ contestó Eliseo, de
forma categórica_, no nos gustan, ni nos apetecen
_ ¿Desde cuando, no te gustan los
dulces? _ Preguntó extrañada Laura, con mucho tacto hacia el niño, viendo el
nerviosismo que presentaba.
_ Te digo que ni queremos
caramelos, ni regalos_, muy serio respondió de nuevo Eliseo, mirando a su
hermano e interrogándole ¿Verdad, que no nos gustan Onofre?
_ ¿Qué ocurre Onofre? _ preguntó
Laura_. Siempre os han gustado los caramelos y con mucho gusto os los he
ofrecido, desde que erais bien chiquitajos. ¿Por qué este desprecio tan
tajante? ¿Ocurre alguna cosa, que desconozca? _. Volvió a interrogar preocupada
Laura, ya más en su papel de enfermera.
_ No es nada, Laura. Nos ha
prohibido mi padre, que aceptemos nada, que esos detalles nos hace ser muy mal
educados, y nosotros debemos obedecer a papá, para no vernos metidos en una indisciplina.
Aquella mujer, Laura, llenó los
bolsillos de golosinas a los dos mozalbetes, sin perder la sonrisa y
acariciándoles con aquel cariño, que tan solo puede distribuir una persona,
buena y generosa.
_ Si quieres Laura, no se lo
decimos a papá y será nuestro secreto ¡vale!_, asintió Eliseo, el más pequeño
de los dos hermanos.
_ Decidle a vuestro padre, de mi
parte, cuando se entere del regalo, que estos caramelos son como medicinas que
os ha recetado Laura, que no es un regalo, que son medicamentos infantiles que
entran dentro de la visita al médico.
Y que de seguir así, tendremos
que llamarle a él, a Don Florencio, para pasar una revisión obligatoria de
comportamiento, para que el propio doctor Bernabé, pueda recetarle algunos de
estos estupendos medicamentos, que toman los mayores para ser más graciosos: caramelos
medicinales sin azúcar.
3 comentarios:
UNA HISTORIA ENTRAÑABLE.NIKITTA.
Una historia muy bonita...
Emilio, muy linda la historia, gracias por compartirla.
Guillermina.
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