Habíamos madrugado mucho para emprender el viaje, pero prometía ser de los
que dejan ascuas. A las siete de la mañana, partían dos autocares, con destino
en un principio a Malgrat de Mar, donde hicimos un alto para el desayuno.
Comenzamos llenando el buche con un buen almuerzo, que acompañado de una compañía
inmejorable, aún hacía más grata la degustación del mismo. El tiempo que hacía,
se asemeja al de verano, a tenor de que ya estamos a mediados de octubre y por
aquí, normalmente, en esa época las temperaturas son del todo más fresquitas.
Una musiquilla, sonaba al fondo del restaurante, para agradar a los allí
concurridos. Hubo valientes, que ya se pusieron a bailar, y no eran más que las
diez de la mañana, dada la alegría que existía y el ambiente festivo, era lo
que incumbía. Se reemprende el viaje y divinamente llegamos al hotel donde
alojaron al personal, en sus respectivas habitaciones dando una hora libre para
que cada uno hiciese aquello que se le antojara.
Paseamos por la Ciudadela de Roses, donde antiguos pobladores pasaron por estas tierras dejando su cultura, su sello impregnado en la zona. Maravilloso el trabajo que se está haciendo al respecto, en recuperar todo ese legado precioso, que los arqueólogos estan dándole luz, para que todo aquel que quiera disfrutarlo pueda hacerlo. Salas de exposiciones dan cabida a todo el turista que pasa por el centro de Roses, y frente a su bahía, se encuentra con la Ciudadela amurallada, con su espacio público, sus salas de exposiciones, el Museo de Historia y como no, su espacio escénico.
La desbandada organizada se
disipó y los más esforzados tuvieron que desenterrar el recurso del descanso
para encontrarse mejor y más fuertes antes
de la hora de la comida. Otros, salieron a dar un paseo por las calles de la
ciudad de Roses, que brillaba como el propio sol que la bañaba. El mar no
estaba nada lejos, se percibían los olores marinos y las gaviotas volaban a
baja altura, en los canales de algunas de las calles, permanecían apostadas
aquellas embarcaciones que lucían y enseñoreaban la parte alta de la ciudad,
donde se notaba el alto poder adquisitivo de sus moradores. Demostrado
físicamente por los yates, veleros, lanchas y demás barquichuelos varados.
Las dos y un poquito más, el comedor del hotel San Marcos, estaba abierto
para los recién llegados. Un amplio espacio, repleto de bandejas de comida,
debidamente colocadas y con una limpieza ejemplar, todos y cada uno de los
comensales, hicieron su respectiva espera y fueron pasando las veces que
necesitaron frente a aquellos recipientes del buffet libre del restaurante. Las
caras habían cambiado el semblante, todas satisfechas y conformes, esperando la
hora de partida hacia la frontera Francesa, para ir a visitar la ciudad de Collioure,
en la costa mediterránea. Los autocares fueron siendo abordados por los
excursionistas y en marcha se pusieron para poder arribar a buena hora a la
población costera, donde tantos artistas han residido por lo bello de la localidad
como: Picasso, Matisse, Derain, Dufy Chagall, Marquet y
Machado, este último insigne escritor, donde yacen sus restos en un mausoleo
del cementerio, siempre hay flores frescas y toda clase de detalles que las
gentes que suelen peregrinar hasta esa tumba depositan.
Un pueblo de postal, una playa de ensueño, alberga un castillo y una iglesia preciosa, sus calles ingenuas dejan transitar a las gentes, extasiadas por todo lo que encierran aquellas esquinas, sus tiendas, el turismo y la propia luz de ese lugar hacen de forma impensable, trasladarse a otro quicio de la tierra. No hubo momentos para el bostezo, para la queja, para el desconsuelo. Faltó tiempo y me atrevería a decir, que a la hora del regreso, todos miramos hacia atrás, pensando aquello de: “algún día volveré.”
Un pueblo de postal, una playa de ensueño, alberga un castillo y una iglesia preciosa, sus calles ingenuas dejan transitar a las gentes, extasiadas por todo lo que encierran aquellas esquinas, sus tiendas, el turismo y la propia luz de ese lugar hacen de forma impensable, trasladarse a otro quicio de la tierra. No hubo momentos para el bostezo, para la queja, para el desconsuelo. Faltó tiempo y me atrevería a decir, que a la hora del regreso, todos miramos hacia atrás, pensando aquello de: “algún día volveré.”
El
retorno hacia el hotel en Roses, se hizo, sin darnos cuenta, los entusiastas
viajeros, hablaban, cantaban, explicaban batallitas y fue un alegro, poder sintonizar
tantas emisoras originales, sin necesidad de radio frecuencias, sin trastear en
ningún dial, sin molestarte en buscar aquello que era del interés figurado. Todas ellas iban a bordo del autobús, pertenecían
a los propios viajeros, no era más que sus conversaciones en voz alta, para que
todo el que quisiera las atendiera y cada cual, escuchaba a placer lo que le
convenía, ya que todas se enlazaban sin interferir entre ellas y a todas se le
prestaban los oídos.
La cena
en el hotel, abundante y sin prisas. El baile daba comienzo a las diez de la
noche, los bailadores, ya preparaban sus meneos para saltar al tapiz y
desmelenarse con esos pasodobles, tangos, bachatas y boleros. Noche musical, oscuridad para conversaciones
intensas, penumbra para pensamientos románticos, cerrazón para sueños
volátiles.
Al día
siguiente estábamos citados a las seis de la mañana, lo cual quería decir que
se dormiría muy poco. Por lo que muchos, sobre las once y poco más,
desaparecieron para ir a hacerle sangre a la oreja doblada, o a cortar madera
sin sierra sobre la almohada blanca. Aquellas gentes desaparecieron y el
silencio hizo mella en ellos, mientras cada cual, hacía lo que podía y le venía
en gana.
Las cinco
de la madrugada y una alarma de la 131, sonaba, indicando que la ducha
esperaba, que el tiempo era justo para hacer maletas empacar y bajar al
restaurante a desayunar.
En marcha, sin darnos cuenta, sin prisa pero sin pausa, estábamos de nuevo sobre aquel gigantón con ruedas que nos transportaba carretera adelante. El mismo episodio del día anterior. Ana; la guía turística del autocar, no hacía comentarios, no abría la boca, la clásica música del artífice del clarinete, el gran Kenny G sonaba sobre nuestras cabezas, sin dueño, sin relieve, sin atrevimientos.
El chofer, despierto, sereno, hacia las maniobras prudentes para conducir a buen puerto aquel grupo de personas que le habían confiado aquella excursión. Tras unas curvas serpenteantes y unas calzadas estrechas, llegamos a Villefranche de Conflent, para visitar el Pirineo montados en el Tren Grog, ( Tren amarillo), visitando paisajes de la Cerdaña. Un viaje de 63 km, con una duración de tres horas, parando en las estaciones más sugestivas que nos podemos imaginar, con una velocidad, que no tiene nada que ver con la que traen esos meteoritos, que vienen sobre nosotros hacia la tierra.
El conductor del trenecito, se bajaba en todas las paradas para recibir información de buena mano del jefe de estación respectivo y a la vez saludarle de forma efusiva. Las mujeres, que no tienen aguante para conservar entre sus riñones el zumo sobrante del agua bebida, querían saber de buena tinta, si en la próxima parada podrían ir tranquilas a hacer “pipí” No sea que nos dejen olvidadas._ Decía una señora, que se sentaba cerca de la ventanilla del Tren Grog, con mucha gracia._ Sabe usted, yo tengo el muelle muy flojo y en cuanto bebo un poquito de más. ¡Ala a mear! Y no crea, que cuando viajo bebo muy poco, pero esta mañana como hemos salido del hotel tan temprano, pues casi ni me ha dado tiempo y antes de partir había una cola de mujeres muy grande haciendo cola en los retretes y he pensado: ¡Mira chica! ya vaciarás el depósito más adelante.
En marcha, sin darnos cuenta, sin prisa pero sin pausa, estábamos de nuevo sobre aquel gigantón con ruedas que nos transportaba carretera adelante. El mismo episodio del día anterior. Ana; la guía turística del autocar, no hacía comentarios, no abría la boca, la clásica música del artífice del clarinete, el gran Kenny G sonaba sobre nuestras cabezas, sin dueño, sin relieve, sin atrevimientos.
El chofer, despierto, sereno, hacia las maniobras prudentes para conducir a buen puerto aquel grupo de personas que le habían confiado aquella excursión. Tras unas curvas serpenteantes y unas calzadas estrechas, llegamos a Villefranche de Conflent, para visitar el Pirineo montados en el Tren Grog, ( Tren amarillo), visitando paisajes de la Cerdaña. Un viaje de 63 km, con una duración de tres horas, parando en las estaciones más sugestivas que nos podemos imaginar, con una velocidad, que no tiene nada que ver con la que traen esos meteoritos, que vienen sobre nosotros hacia la tierra.
El conductor del trenecito, se bajaba en todas las paradas para recibir información de buena mano del jefe de estación respectivo y a la vez saludarle de forma efusiva. Las mujeres, que no tienen aguante para conservar entre sus riñones el zumo sobrante del agua bebida, querían saber de buena tinta, si en la próxima parada podrían ir tranquilas a hacer “pipí” No sea que nos dejen olvidadas._ Decía una señora, que se sentaba cerca de la ventanilla del Tren Grog, con mucha gracia._ Sabe usted, yo tengo el muelle muy flojo y en cuanto bebo un poquito de más. ¡Ala a mear! Y no crea, que cuando viajo bebo muy poco, pero esta mañana como hemos salido del hotel tan temprano, pues casi ni me ha dado tiempo y antes de partir había una cola de mujeres muy grande haciendo cola en los retretes y he pensado: ¡Mira chica! ya vaciarás el depósito más adelante.
Al llegar
a Mont Louis - La Cabanasse, bajaron las señoras en busca del excusado y alguno
de los dignos señores que iban apretados y soplando de ganitas de ir a evacuar.
Otros aguantaron hasta Font Romeu - Odeillo - Via, que fue la parada siguiente.
Donde ellos también tuvieron que
cambiarle el agua a las olivas. En este punto ya estábamos a 1533,83 metros
sobre el nivel del mar y aún nos quedaba un buen trecho hasta llegar a terminal.
En aquel punto el maquinista había bajado de la cabina y esperaba en la oficina
del jefe de estación a que el convoy que venía en sentido contrario pasara por
aquel cruce, donde ¡Sí!, había dos vías y en la intersección del apeadero uno
de los ferrocarriles esperaba, mientras daba paso al otro.
El
Canario, llamado también al tren amarillo, iba subiendo por aquellas laderas
del Pirineo, resoplando en las subidas a una velocidad muy baja, para entre
otras cosas que los pasajeros disfrutaran de los desfiladeros y de los puentes
y pasos estrechos del trazado de las vías. No tardamos demasiado en llegar a la
Tour de Carol – Enveitg, que era el punto final del trayecto.
Nuestros vehículos
terrestres de transporte que habían hecho el camino por las angostas
carreteras, ya esperaban al grueso de los pasajeros, que tras tres horas de
camino, alguno ya tenía buena gana de pasar a otra nueva sensación y seguir
conociendo lo bello de aquella tierra.
Marcos,
que era el chofer del segundo autocar, muy serio y audaz, ya circulaba en
sentido a Llivia, población española rodeada de terreno francés es un municipio español situado en la parte nororiental de la comarca de la Baja Cerdaña, en la provincia de Girona. Llivia está a 153 kilómetros de su capital de provincia, rodeado en su totalidad por territorio francés
como resultado del Tratado de los Pirineos del año de 1659.
Tras la visita relámpago a esta villa, nos dirigimos hasta Puigcerdà, donde
comimos tranquilamente en el Park Hotel.
Después de una sobremesa amena, con buenas personas, agradables y
simpáticas, tomamos rumbo a Barcelona, tras haber pasado un fin de semana de
auténtico placer en un territorio que estando cerca no solemos adentrarnos con
frecuencia.
1 comentarios:
Para mi la visita más entrañable hubiese sido la tumba de Machado (uno de mis poetas preferidos junto a Lorca, Miguel Hernández, ...)que ya visité una vez. No me considero fetichista, ni un nostálgico del pasado y menos del que le tocó vivir al poeta -supongo que los acontecimientos aceleraron el proceso de su muerte- pero hay veces en que necesitamos visitar lugares donde han pasado personas que han contribuído a fortalecer el espíritu y tomar fuerzas para seguir.
José Añez
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