En los “Años cincuenta y sesenta”, las comodidades no eran ni estaban al abasto de cualquiera, no se disponía de los servicios básicos que hoy en día se instalan.
Las familias obreras, se diferenciaban de las pudientes, eran de otro estrato y los contrastes se notaban de forma irrebatible.
Era ciclo de emigración y a la vez de inmigración en el país. Entonces las autonomías no existían, regiones todas perfectamente delimitadas en el mapa y con sus coordenadas establecidas. Una grande y libre, era el eslogan de moda.
Las gentes salían con sus sillas a la fresca, a la puerta de sus casitas, a charlar entre vecindad, los portones de las viviendas siempre permanecían abiertos, por si Maruja la vecina de la izquierda necesitaba sal, o la cercana de la derecha Isabelita, precisaba de un poquito de café molido.
En aquel tiempo, no había raterías ni timos, no había nada para robar, las puertas abiertas de par en par y el aire venteaba las miserias. El oficio de ladrón, embaucador, tramposo y estafador aún no se había inventado.
Escuchar la radio todas las noches después de cenar en vecindad. Era la meta de muchos de los sensatos de la época, se desconocían lo que es el Euribor, la bolsa de valores, los seguros de Vida y pensiones y el lifting de pechos o el cocolón de silicona dentro de los labios de las señoras.
Un telefunken de lámparas berlinés, que tenia la señora Paca, regalo de su cuñado que se la trajo de Alemania, una Navidad que volvía a visitarles, la orientaba en una de las ventanas y todos se acercaban a escuchar a Matilde Perico y Periquín y la noche de los jueves: Pepe Iglesias el Zorro, un humorista argentino que se había afincado en España, haciendo las delicias de los oyentes, los programas de concurso que dirigía Bobby Deglané, otro periodista llegado de Chile que tenía unas dotes especiales en su voz, encantando a los escuchadores.
En los cines, se veía: Lo que el viento se llevó, o la tan famosa proyección de “Esplendor en la hierba”, protagonizada por Natalie Wood, y Warren Beatty. Mientras se devoraban los cacahuetes salados y las pipas de girasol, en aquellas salas de sesión continua, con olor a humedad y a sobaquillos.
En los colegios las chicas estaban en clases separadas de los niños, se rezaba el rosario todas las tardes, se temía a los profesores por sus castigos y por sus regles de madera largos y engarrotados, que estrellaban en las piernas y espaldas a la menor oportunidad, Cuando no en los glúteos dejándonos el culito para un apuro.
En los talleres las modistillas seguían esperando a su “noviete”, que las iba a recoger a la salida del trabajo y en los comercios, llamados colmados o ultramarinos, se vendía el café el aceite y el petróleo a granel. La potencia de los contadores de la luz era de 125 watios, y aún existían restricciones de luz en cuanto caían cuatro gotas del cielo; ¡ale a la velita, que no se ve ni un pijo! No había problemas de circulación ni aparcamiento. La operación salida y retorno, no estaban inventadas. No existían segundas residencias ni fines de semana en la playa o en la nieve. Algunas personas creían que la crema solar, era para comérsela como si fuese mermelada.
De política no se podía hablar, estaba prohibido hasta pensar en ella y la democracia era una señora rubia y americana parecida a Marilyn Monroe que todo el mundo había escuchado hablar de ella pero nadie la conocía. Las mujeres no podían tener el carnet de conducir si no habían hecho el Servicio Social, cuando iban a bailar a los Ateneos, o salas de baile, las madres con las abuelas las acompañaban y se sentaban en el anfiteatro, para vigilarlas desde la altura. No fuera, que se escapara algún besito, o diesen algún apretoncillo al acompañante y fuesen pasto de la crítica. Las misa de 12, los domingos era obligatoria, las nenas con el velo, los nenes con los calcetines largos.
Estaba mal visto que fumaran y fueran simpáticas y agradables. No podían mirar a los chicos directamente a los ojos, era un pecado mortal y menos hacer insinuaciones naturales y humanas.
En las casas, se carecía de casi todo, en muchas de ellas aún faltaba el agua corriente. Las neveras de hielo, el infiernillo con alcohol de quemar, y el brasero para la calefacción de la sala, el sifón para el vermut a granel y el sobre de litines para disolver en la botella de agua. En aquel tiempo el agua mineral era de la marca: Mi grifo; era la que salía de las tuberías municipales, con un gustazo a cloro que tiraba para atrás, nuestras madres decían aquello de: lo que no mata engorda
Aquel vecindario era sutil, y auténtico, no habían demasiadas casas en aquel barrio, porque las estribaciones del terreno hacían que las calles, además de no estar asfaltadas, no hubieran aceras, ni farolas, ni desagües, ni entradas para las urgencias. El barrio y la fuente de la esquina.
Dos docenas de viviendas las que conformaban el llamado “barrio Semper”, así se le llamaba entre la ciudadanía, dado el ambiente de medio pelo que se daba, auténtico y muy familiar tanto que nadie se ruborizaba por casi nada, viviendas de alquiler todas, allí no había ningún rico, millonario, o hijo de su papaíto que le sobreseía en los gastos. Allí se estilaba en la tienda aquella frase tan conocida de: “apúntalo, que a fin de mes te pago.”
Se compraba fiado, no habían sobras, la gente buscaba caracoles cuando llovía para comer, y boletos en los otoños, para saborear algo que lo daba la madre naturaleza y además de forma gratuita. A parte de ir a la llamada “espigolar” que no era otra cosa que ir furtivamente a requisar la fruta de los árboles frutales que lindaban con el canal. Siempre de madrugada o al anochecer para que el “Pagés” (agricultor), no les pillase.
Según se ganaba, se gastaba, y se derrochaba menos que nada, porque no se podía a penas subsistir, horarios en los trabajos interminables. El campo, la fábrica, el huerto, el tablón, la obra, el trapicheo. En los corralillos de las casas, se criaba el pollito o el conejo que después se vendía o se cambiaba, y el pavo navideño que se traía para engordarlo a finales de octubre.
Se acarreaba el agua a base de cubos, que se traían de la fuente de la esquina, los más avispados, colocaban una manguera por las noches y llenaban un depósito de cemento que habían situado encima de los tejados para suministrarse agua para la higiene y la cocina, otros se lavaban como los gatos, y en último extremo en la ferretería de la calle Mayor, la del señor Casado, vendían unas especies de regadoras que las llenaban y servían a modo de duchas cuando se tiraban el agua por encima. Un adelanto grandioso dado la tecnología del país.
El amigo del recuerdo se enfrascó en pensar cuántos y cuáles eran los habitantes más ardientes, necesarios, simpáticos y afines que tenía aquella barriada y el pensamiento salió de gira deteniéndose en tantos que le habían dejado huella en su recuerdo y en su niñez.
Desabrochando su fiel repaso mental y desempolvando unos posos, tan pretéritos, que jamás volverán, ni por turno, ni por épocas ni por casualidad; le llevó a estos resultados, donde sólo se podía dar en el sueño y la nostalgia.
Aquella mañana de domingo que salió de paseo, se ubicó bajo aquel chopo que aún hoy existe y dejó escapar sus recuerdos, pronto quedó inmerso en un tiempo, en un recuerdo a la vez que agradable necesario presto a derrocharlo a borbotones y no mejor que en esa mañana de festivo dejarlo salir para que aflorase…..aflójense los cinturones por favor: “Por aquellos tiempos y ……
En aquel suburbio había un barbero excéntrico, que tenía los clientes justos, tanto era así que, gozaba de tanto tiempo durante la jornada sin “pelar” a nadie, tan desocupado que el pobre Joaquín, pintaba el local de la barbería, con la brocha de afeitar de los parroquianos. La pintura que usaba era color verdoso, tan mala, que luego salías marcado del color de las paredes, porque al estornudar, saltaban los posos de la pintura al aire, y te manchaba la ropa.
Un día afeitando al vecino, le corto una patilla más que la otra, y este al llegar a su casa y darse cuenta, volvió a la barbería a retocarse y tuvieron una discusión muy acalorada, porque el barbero, le decía que se había rascado tanto que se había hecho un “siete” en las sienes, dejando una patilla más corta que la otra.
Era un personaje pintoresco y gracioso, su carácter era cambiante como las temperaturas, se inventaba historias inverosímiles y saladas, era propietario de una moto de cilindrada media, Osa modelo 160 del año 1955, la cuidaba como a su propia esposa la Señora Moralina.
La tienda de la barriada, vendía absolutamente de casi todo, la bautizaron con el nombre de: los almacenes alemanes y estaba abierta veinte horas al día, sábados domingos y festivos incluidos. Boliche dotado para suministrar cualquier penuria, desde una aguja de coser sacos, hasta un purgante a granel para el estómago, vendido a litros, desde una cerveza de cebada hasta una lata de melocotón en almíbar sin fecha de caducidad y desde un litro de leche, en botella o a granel, hasta aquel vino rancio de la bota que se le mezclaba con (yuquet), hierbas para que tomara furor y supiera a Rioja.
Era un colmado de los de antes, con su máquina de medir el aceite, la nevera de puertas inmensas para guardar las barras de hielo, que luego se vendían a trozos, para las neveras caseras, con su bombilla de bajo consumo, por aquello del poco amperaje, y con las básculas de peso para los granos y forrajes. Se vendía tabaco suelto y en paquetes de picadura, hilos para coser rotos y agua de colonia para oler bien los domingos en misa de doce.
Como no recordar a Pepet, aquel albañil señor tan aficionado al futbol, que compraba vino a granel y lo escondía entre las hiedras de la casa del vecino. Con la idea que el relente lo refrescara para el día siguiente. Cuando lo iba a recoger, los niños traviesos se lo habían chupado y no le dejaban gota.
Uno de sus hijos llamado Esteve, era mofletudito y muy comilón, gracioso y bondadoso, en una ocasión el tendero le instó a comerse sin poder beber gota de agua, medio kilo de galletas de aquellas que son tan densas y pastosas, de las llamadas “marías” que dejan la boca tan llena de aditivos blandos, que parece tienes una lengua de cartón. El muchacho aceptó y comenzó a tragar bizcochos, uno tras otro sin parar, sin preocuparse y venga pa… dentro, ¡joer…con el nene! que tragaderas y dale que te pego, hasta que le quedaba una sola de aquellas cremosas marías, cuando se escuchó el silbido de su padre: Don Pepet; ¡chiiiiiiiiiiipssss! Y se volvió a escuchar el sonido claro del pitido: ¡chiiiiiiiiiiipssss!
Esteve, sin despeinarse y tragando aún el último de los bocados dulces de aquellas galletas tan gruesas, que se apalancaban entre la garganta y las campanillas de las anginas, dijo lentamente: He de apurarme a comer la última, que mi padre, me llama para ir a cenar y hoy no puedo perderme la cena, que tenemos farinetas con huevos y de postre mermelada de nabos. El tendero, aturdido le preguntó.
_ ¿Pero aún tienes apetito? _ Esteve le respondió con mucha educación.
_ ¡Señor Paco, si quiere, después de cenar, vengo! Y me invita a más galletas, que le prometo, no beberé nada de agua.
El tío Jesús, el animador, un follonero dispuesto a ser feliz a costa de lo que fuese. Famoso por sus grandes voces y discusiones, descubrió y aireó a todo el término con su tocadiscos, a todos los grandes cantaores de flamenco, de la rumba gitana y de los pasodobles en boga. Hombre sencillo, modesto y poco cultivado. Su familia para él, lo sagrado. Sus hijos lo primordial, los tenía de todas las edades. Su oficio peón albañil, gustaba de la cerveza fría y del trago fuerte y corto. Los domingos colgaba los parlantes en la calle y mientras preparaban la paella al aire libre, colocaba a todo trapo lo que daba el chisme del tocadiscos y dejaba sentir, aquella: “lágrima que cayó en la arena” y a: “Belén que no le llamen Belén” o al: “Toribio Carambola”.
Que eran tres rumbitas de Peret, muy en boga en aquel tiempo. Sin contar con los pasodobles de Manolo Escobar, que además acompañaba en su canto del: “mi carro me lo robaron, o la otra muy pegadiza de: Yo no quiero que te pongas la minifalda”
Que eran tres rumbitas de Peret, muy en boga en aquel tiempo. Sin contar con los pasodobles de Manolo Escobar, que además acompañaba en su canto del: “mi carro me lo robaron, o la otra muy pegadiza de: Yo no quiero que te pongas la minifalda”
A media tarde del domingo, no había vecino que se preciara de tener oreja de no ir tarareando aquello de: “¡no estaba muerto, estaba tomando cañas!”
La Kols, la señora más quebrantada de salud, entrometida de toda la barriada, la habían operado mil veces, de todos los rincones del cuerpo, tenía más cicatrices que la barriga de “tarzán” pero sobrevivía a todas las dolencias, su marido el señor Xoakimet: un manitas de la reparación, buen hombre, culto; que obediente a ella sobrevolaba alucinando películas de colores para no alterarla. A falta de los periódicos de la época, y de los telecines o novelas interminables; ella; la señora kols: llevaba los chismes y milagros de la vecindad, granjeándose no muy buenas vibraciones por la cantidad de fardeles que montaba entre vecinos.
La casa de Moduño; Giuseppe, sobreviviente de la quinta del biberón, tenor templado y poderoso, aficionado a cantar ópera, de hecho con su potente voz, entonaba una sonata de la Zarzuela del: Huésped del Sevillano: La ¡fiel espada triunfadora …que ahora brillas en mi nano! Que siempre se la solicitaban los parroquianos, cuando estaban tomando el fresco debajo de las parras en aquellos veranos interminables y una vez que la radio dejaba de sonar. Personaje ilustre por su potencia personal, dureza y bondad allá donde la buscases, gran profesional del ladrillo, ilustre comedor en cantidad y degustador del buen trago de calidad y con mesura. Amenizado de tertulias con su potencia de canto, persona triunfal y afable
Los “Salva”, agricultores venidos del interior de la región, establecidos allí, jornaleros y trabajadores familia mediana no participativa, educados y labriegos no dados a las confianzas, debido a sus rudimentarias educaciones, desconfiados, nunca en la taberna, ni en la plaza, ni en la reunión, ni escuchaban, ni participaban. Siempre el campo, la azada y la burra para labrar, jamás se les vio reír y menos disfrutar. Ni siquiera aquella tarde de solana, cuando Salvador roncaba, haciendo su siesta, incluso antes de la comida y la chiquillería acercó al asno justo al lado dónde tenía parte de sus viandas y abriéndole apetito a la borrica, desatando el hatillo y preparándole el comedero a la bestia, se le comió toda la fiambrera que llevaba para pasar el día. Al despertar del letargo, buscó a los culpables de aquella fechoría y les cazó bien llevándoles de la oreja al cuartelillo, dónde quedaron prestos para ser recibidos por sus padres, con sendas correas y castigos varios.
Los “Salva”, agricultores venidos del interior de la región, establecidos allí, jornaleros y trabajadores familia mediana no participativa, educados y labriegos no dados a las confianzas, debido a sus rudimentarias educaciones, desconfiados, nunca en la taberna, ni en la plaza, ni en la reunión, ni escuchaban, ni participaban. Siempre el campo, la azada y la burra para labrar, jamás se les vio reír y menos disfrutar. Ni siquiera aquella tarde de solana, cuando Salvador roncaba, haciendo su siesta, incluso antes de la comida y la chiquillería acercó al asno justo al lado dónde tenía parte de sus viandas y abriéndole apetito a la borrica, desatando el hatillo y preparándole el comedero a la bestia, se le comió toda la fiambrera que llevaba para pasar el día. Al despertar del letargo, buscó a los culpables de aquella fechoría y les cazó bien llevándoles de la oreja al cuartelillo, dónde quedaron prestos para ser recibidos por sus padres, con sendas correas y castigos varios.
La “Mantons”, una mujer enlutada, áspera, afilada, demacrada que decían era un poco maga y hechicera, que hacia premoniciones y semejaba realmente esperpento figurín de las que usan bola de cristal incluida. Mirada de dolor cadavérica o de temor contenido. Procuraba dar miedo a los chavales, que no los podía soportar y para que no la molestasen, les enviaba improperios e insultos varios y recios. Propietaria de cuatro docena de gatos que maullaban como la cantante María Callas, pero sin armonía.
Dicen los que la vieron, hacer pócimas benditas y realizar curaciones. Ahí queda eso.
Un día desapareció, sin mediar palabra y jamás se supo de la dama.
El •”Brillant” gordito y ramplón, personaje más de película de James Bond, que el caballero de un matrimonio sin hijos que no hacían el mínimo ruido, y el siempre iba en camiseta mostrando su gran panza voluminosa. A los chavales les chocaba puesto que no tenía ni un solo cabello de tonto en la cabeza y en la espalda parecía se le habían reproducido en cantidades exigentes. Podía tomarse un barril de cerveza de un trago, y no enterarse, debía tener un peso aproximado a los cien kilos y la estatura era la de un paraguas recogido, sus grandes ante ojos le hacían sobresalir por lo pequeños que se le quedaban los ojos. Explicaba historias penetrantes a los zagales, de amores imposibles y decisivos, de los cuales había siempre sido protagonista principal. Con ello se subía el caché de artista en ciernes que es de lo que presumía.
La “campeona”, señora Jacinta, mayor con mil hijos, mil sobrinos y una cantidad ingente de nietos, sobrinos y apadrinados. Cada uno de un carácter, de una fisonomía y de un temple. Sus labores y algo dada a sus refrescos y regodeos, con bataholas y noticias para los más curiosos del barrio. En su mundo, La más feliz de todos. Una de las más normales, iba cuarenta años por delante de las modernidades de la época. Persona que no tenía tiempo para perderlo. Alta morena, decidida, emprendedora y defensora de las causas más lesionadas que pudiesen imaginar. Fue campeona de todo y por todo, detalles arrogantes la mantuvieron mientras duró firme y serena. Se apagó como la velilla de un candil, solita y en silencio.
“Montse Clotas”, con su marido el mejor ciclista mellado de los circuitos y carreras de la región, presumía de tener una dentadura portátil, lo mismo le servía para comer el rancho con garbanzos que para sacarte de un apuro y abrir una cerradura atascada, desataba cordones de botas de la nieve y servía de abrelatas para conservas y para las botellas de cerveza, quitando la chapa que las cerraba, lo que se llama hoy una multiherramienta. Dejaba su dentición medio amarilla al relente para que le diera el aire encima de una ventana a no mucha altura del suelo y un gatillo chiquitín, la rechupeteaba sin cesar. No se inmutaba, decía con humor que al final, cuando se la encajaba entre las mandíbulas, esa descarga que dejaba Krispín, que era como se llamaba el gato, le hacía de pegamento para la fijación permanente.
Entre la iglesia y el cruce, vivían los del Auxilio; eran criados de unos adinerados, que los alojaron en unos aposentos, más bien cuadras para animales de acarreo, que habían apañado para que pudiesen vivir en ellas, más o menos decentemente.
La señora Socorro, con toda su plebe. Incluidos hijos, nietos hermanos y cuñados hacía de capitana de la familia, dando órdenes a diestro y siniestro, mandaba más que el pirata “pata palo”. Tenía dos nietos gemelos, o mejor dicho mellizos, más traviesos y movidos que el Mármara, un buen día los envío a comprar al colmado y jugando se echaron por encima un saco de harina molida, quedando níveos, parecidos a pescaditos prestos para rebozar. Al volver a su casa, la abuela al verlos como venían y el estropicio que la buena mujer veía le había caído encima, les daba tortazos de los sonoros que al golpearles, la propia velocidad del impacto hacia que la molienda que llevaban superpuesta en la cabeza, saltara al aire, provocándole una pasión por estornudar a la abuela a la par que también se iba quedando blanca y demacrada.
Los “zapateros”, José y Pacífica, con sus hijos el nene y MayCarmen, Se dedicaban a la reparación del calzado. Que a la postre eran los que primero tuvieron televisión.
Dejando que todo el vecindario pudiese asistir a los partidos de futbol, a los programas de concursos los miércoles por la noche. Eran tan buena gente, que al final tuvieron que decirles a según qué vecinos se trajesen la silla de sus casas, porque llegaban de tal forma y en bandada, que alguna de las noches que pasaban la serie de Perry Mason, los propios de la casa, se encontraron que no podían sentarse
En aquel momento y de empellón, el amigo de los recuerdos despertó bajo un estruendoso ruido que se produjo dentro de sí. Chocando dos tiempos el pasado y el presente.
Ya no estaba bajo el chopo verde del paseo, había llegado a la placita, taciturno y recordando parte de lo que en el vecindario era lo más sobresaliente y que su memoria le producía por las razones del recuerdo, nostalgia o encanto. Viendo sin estar dormido a todos aquellos personajes, que de un modo u otro le habían dejado cuño.
Se había trasladado sin más en el túnel del tiempo con la marcha atrás puesta en la memoria, cuarenta y tantos años hacia ese camino pero a la inversa, dónde por un buen rato, volvió a ser chiquillo, tornaba a recorrer aquellas calles en pantalón corto, con heridas en las rodillas de las caídas, tirando piedras y comiendo fruta verde hurtada y algarrobas de los arboles conurbanos, que estaban dentro de aquellas huertas, que más bien eran bandejas sustentadoras de los que pasaban si no hambre, penuria.
A todos ellos, un recuerdo, el mío personal, jamás serán olvidados, todo lo contrario han ayudado a forjar a toda la muchachada de entonces, en el carácter, en la forma de ser y en el comportamiento. La mayor parte de ellos, no nos acompañan en este valle de lágrimas, en la travesía del desierto de las excentricidades, porque un día fueron llamados a mejor hacienda y nos dejaron. Fueron reclamados para formar parte de la asamblea de sabios y felices que existen en una galaxia llamada SINRUIDO en el barrio de: “El Terrenito de los Callados” A todos ellos, hombres y mujeres de aquel tiempo el respeto más sincero y la gratitud, sin contar por supuesto todo el cariño que en su momento tuvieron de esta parte.
A todos ellos, un recuerdo, el mío personal, jamás serán olvidados, todo lo contrario han ayudado a forjar a toda la muchachada de entonces, en el carácter, en la forma de ser y en el comportamiento. La mayor parte de ellos, no nos acompañan en este valle de lágrimas, en la travesía del desierto de las excentricidades, porque un día fueron llamados a mejor hacienda y nos dejaron. Fueron reclamados para formar parte de la asamblea de sabios y felices que existen en una galaxia llamada SINRUIDO en el barrio de: “El Terrenito de los Callados” A todos ellos, hombres y mujeres de aquel tiempo el respeto más sincero y la gratitud, sin contar por supuesto todo el cariño que en su momento tuvieron de esta parte.
¡Gracias, algún día nos reencontraremos nuevamente y brindaremos por esta vida y por la otra!
1 comentarios:
Maravilloso relato, Emilio. Un retrato vivo del pasado, que ha aflorado recuerdos dormidos, pero no olvidados. Tiempos donde la felicidad se basaba en las pequeñas cosas, el cromo en la bolsa de pipas, el baño con la manguera en el patio, durante las calurosas tardes de verano, el deleite de “els fideus con conejo” los domingos; bailar una rumba a la guitarra de aquel primo alegre y guapetón … ¡qué felices éramos!, aunque no lo sabíamos…
Publicar un comentario