domingo, 6 de abril de 2025

Semillas venenosas.

 













Don Plácido Berruguete Cienfuegos, profesor de matemáticas en el colegio de la Santísima Trinidad, es un hombre leal. Muy serio, que siempre dice verdades como puños, a pesar de molestar bastante a sus amigos, familia y conocidos. Se viste por los pies, y pasa de zarandajas y fruslerías. A la usanza de los caballeros de la clásica mesa redonda. Aquella que bien se describe en las escrituras de cabalgaduras.
 
Es un egregio de la ciudad, que nadie valora por su modo de actuar. Muy diferente al resto de aquella población donde vive. Algunos lo valoran mal, y le ponen etiqueta de trasnochado, cuando la cabeza le rige mejor que al más pintado de sus colaterales.
A menudo y desde que se desunió de su amiga Virtudes. Una señora veinte años más joven que don Plácido, hace vida de ermitaño. Nada que se pueda catalogar como de amargado, pero sí, vigila muy mucho donde pasea, y con quien frecuenta. Ya que la gente del pueblo, como es habitual, daña por gusto. Confunde historias y personajes, debido a la falta de conocimiento que sobre ellos posee, y lo siembra todo con semillas venenosas.
Son aficionados a practicar aquel modo de ser, que a los ignorantes les ofrece su entelequia mezquina, vulgar e incompetente. Haciendo comentarios poco agradables sobre la vida de sus semejantes. Perjudicándoles con habladurías nada rigurosas.
 
Plácido sigue yendo al Casino a hacer su partida de dominó con sus cuatro amigotes de toda la vida y se toma su vermut cada mediodía. Los domingos solía ir acompañado, y ahora solo. A falta de Virtudes, que deshicieron su romance y parece estar muy tranquilo. El barrio, supone sin certezas, que la guapa Virtudes ha dejado en la estacada a Plácido. Abandonado en el quicio de la desesperación.  Sin el rigor que se necesita. Ya que todos van equivocados en cuanto a la ruptura de ambos.
 
Visita la iglesia, siempre en la misa de las diez, que es cuando él, cree sin dudar asisten las mejores y más guapas mozas. Las maduras del pueblo, aquellas que aún tienen esperanza en conseguir compaña. Él no deja de imaginar y como siempre esperanzado en que aparezca de un momento a otro su Clara.
Evitando en ese intervalo la hora punta, y tener que seguir dando ilustración a los quisquillosos por su ruptura con Virtudes. Soportando comentarios rancios, indecentes y baratos que la gente del vecindario, verte sobre opiniones del cese de relaciones con su ex.
 
Virtudes y Plácido se conocieron en un museo de arte, hace tres años, durante una excursión que hacía el Patronato Artístico a la pinacoteca. Donde una esbelta mujer hacía las veces de guía y dinamizadora con explicaciones de los magníficos óleos expuestos. Quedándose aquella experta cultural, muy sorprendida por las preguntas y comentarios que hacía sobre aquellas representaciones pictóricas el bueno del profesor Plácido. A los que les costó poco intimar, por cuestiones culturales y anecdóticas, de las cuales eran compartidas en modo superlativo.
Se vieron después de aquel momento del paseo por la galería en tres ocasiones, y enseguida se fueron a vivir juntos creyendo que sería un amor profundo y duradero. Virtudes ocupó el pisito del profesor y vivían en paz y armonía.
Ella era una licenciada de arte contemporáneo de cuarenta y ocho años, divorciada por tres veces. Sin hijos y con miras de llegar a ser empleada del museo más emblemático de la capital del país.
 
Una mujer muy europea, y con una practicidad extrema, sin haber dejado jamás signos de gratitud amorosa, con los que en algún momento compartieron su vida, de forma personal e íntima.
Don Plácido, era un romántico nada estúpido que sabía sacarle la punta más adecuada al lápiz que más le interesaba, y siempre esperaba su momento. Aguardaba su amor. Algo subliminal que había probado en su juventud, antes de desaparecer Clara. Su diva, su amor, su chica, su felicidad. Con la idea de mantenerlo de por vida. Aquella mujer de la que Plácido estaba enamorado desde bien jovencito y a la que le juró amor eterno, grabándolo en el tronco redondo y sólido de aquel roble.
El grandioso árbol que preside entallado la ilusión juvenil, por tantos y tantos anónimos que se leen en su corteza. El que legisla en el paseo de los Recuerdos. Aquel inamovible y consistente arbóreo que mira desde la alameda hasta el río. Que un día en compañía de la que creía sería su hembra, plasmaron sus nombres entre un corazón abierto y sangrante del “Quercus Robur”.
 
Mujer por la que dejaría, capital, salud y reino. Tan solo por morir a su lado. Sin más aspiraciones. A la que esperaba, y que con ayuda de su imaginación ponía sin dudar en sus sueños. A pesar de los muchos lustros que habían transcurrido desde aquel primer beso robado a Clara.
El profesor sabía muy de cierto que aquella unión personal y amorosa con Virginia, no llegaría a ser aguerrida ni sustanciada. Aquella agitadora cultural, no llegaba a ser lo que Plácido esperaba de una dama, y su relación duraría muy poco. Sin más, y en ello residía su convicción y su esperanza.
 
Aquel Domingo de Ramos, se echaron a la calle aquella pareja que no era feliz. Con la intención de ir a la bendición de los palmones y ramas de olivos. Que se celebraba en la feligresía de los Desamparados que es la de su jurisdicción. Oficiada por el vicario Don Tesifonte de la Fuente. De pronto, un ramalazo recibido en la psiquis de Plácido, le hizo detenerse y sin más mirando a Virginia le dijo.
—Perdona pero no puedo seguir fingiendo. No nos queremos y debemos dejarlo aquí y ahora. La mujer, sin aspavientos y con una sonrisa en los labios contestó sin más.
—Parece me hayas leído el pensamiento, eres brujo o te faltan cinco minutos para serlo. De hecho todas mis pertenencias las facturé ayer, con destino a mi casa. Le anunció casi con alegría Virginia.
 
No hubo más preámbulos, ni más disquisiciones. Se apartaron allí mismo, como amigos y antes de la despedida, Virtudes le preguntó a Plácido.
 
—Quien es Clara, que todas las noches desde que estamos juntos, buscas en tus sueños. Dando detalles corporales y virtuales que no llego a comprender.
 
—No puedo explicarlo con palabras. Dijo Plácido.
—Sé que me espera. Que de un momento a otro, tropezaré con ella, y no será tarde.
He de ser libre, para cuando llegue ese instante.
 
Virginia ya no accedió a la iglesia de los Desamparados, se dirigió a la estación y tomó el primer tren que salía, en dirección opuesta a donde estaba.













Autor: Emilio Moreno
fecha 6 de abril de 2025


 


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