jueves, 3 de abril de 2025

Macario se enrolla, antes que arda Troya

 









Anselmo trabaja en un mercadillo. Es el propietario del tenderete que acarrea, con su furgón de medio tonelaje. Ofrece ropa de caballero y baratijas de ambos sexos. Le gusta vender y distribuir moda a precios bajos y aunque alguna de las prendas tienen tara. Con su bonhomía, ya que de simpatía carece. Trata de paliar el descosido, y se atiene a lo que el comprador necesita, sin más problema. ¡Jamás existe conflicto! Una vez reclamas y no la has usado. Te la regresan por otra pieza que interese, o te retorna el dinero.

Es un detalle, eso de devolver lo pagado. Ya que pocos mercaderes lo hacen. Te cambian la casaca o el artículo, pero te has de llevar algo a cambio. La pasta gansa no la sueltan. 

Adquirió el bueno de Anselmo, el oficio de su padre. Cosa que prefiere no recordarlo. Vendía por los pueblos y aldeas retiradas de las grandes urbes. A base de custodiarle en sus menesteres aprendió las formas. Los trueques, los mimos a las clientas y como no. Los engaños veniales y piropos a las parroquianas, para que las ventas fueran productivas. En una palabra. El oficio.

Sin embargo algo debía cambiar en esa dedicación de vendedor ambulante. Mutando el género y dedicarlo a un producto menos rígido y sin padecer de acopios de materiales costosos y pesados. Así que cambió la mercancía. Por las tendencias y modas actuales.

Su papá vendía artículos diversos. Cacharrería. Cuchillería, cazuelas y ollas de una marca muy registrada por la estampa del santo que mostraba su etiqueta.

San Macario de Secoya. Aprovechando el nombre y la calidad del acero hacían su juego de palabras. Un refranillo que pegaba con aquellas circunstancias. Que disfrutaban niños, y mayores por la sonora y chirriadora frase.

Que pronunciada con segundas. Las mujeres en edad de merecer, saboreaban y disfrutaban al escucharla. Argumento que el bueno de Crisanto padre de Anselmo, siempre entonaba como reclamo a sus clientas. Cantando así. ¡Cantándoles con mucho salero! Detalle el del canto, que su hijo, jamás usaría.

El santo Macario se enrolla, el mercader siempre apoya, y el buen cocido en la olla. Dejémoslo caliente y jugoso. Antes que arda Troya.

 En su vida personal Anselmo es algo timorato. No llegando a la gracia personal de Crisanto. Anselmo sería incapaz de cantarle a las clientas la coplilla del Santo Macario. Menos aún cerca de su esposa, que lo tiene más marcado al pobre marido, que el tatuaje que lleva la dama en el rabanillo. Entre el final de la espalda y su culito.

Anselmo se cabrea bastante, cuando le echan en cara la poca estima que se tiene, dejándose gobernar por su Moncada, que poco le falta que le pida que se cague, para manchar sus pantalones.

Sobre todo pierde los nervios cuando esas reflexiones de acomplejado, se las echa en cara su madre, que por cierto es muy a menudo. Sobre todo cuando se queja el bueno del hijo, de esto o de aquello, cuestiones variadas de poca monta o incluso, algunas que tienen su importancia. Que se suscitan obligadas por el capricho de Moncada, su mujer.

La que conoció en el colegio, cuando eran muy niños y desde entonces, como casi todas las muchachitas de pueblo chiquito. Por aquello de no verse solas sin plantador, buscan denodadamente al responsable que les riegue su particular jardín.

Por ello, amaestradas por sus madres, comienzan desde muy temprano a escoger si pueden, el ranchero que labre su íntima parcela. El que será el Gallo Morón en su corral. El piloto de fórmula plus, que insemine su tentadero. Con ello Moncada pensó como algunas de sus vecinas. “Este es para mí”.

Lo tienen amaestrado al bonachón de Anselmo, entre ella, la madre de ella y su suegro. Minándolo sin que el vendedor de ropa de moda lo perciba. Consiguiendo de él, sea un juguete de poca consistencia.

Moncada es hija de un agricultor de las marismas, propietario de vastas extensiones de invernaderos de plantación vegetal, donde se crían a miles los pepinos, melones, sandías y demás plantas comestibles verdes y amarillas. A las que después de atender su tenderete de “Modas”, se ve obligado a pasar por los aledaños sembrados del “suegrito”, y poner su grano de esfuerzo. Con ello mantiene contenta a Moncada y a Jesús, su suegro. Más conocido por Chucho el Cojonazo.

Vive el tontolo de Amadeo, únicamente a expensas de lo que le marca su suegro, que es su mecenas, y el que le concede una serie de ventajas, como ayudas para la compra de coche nuevo, o viajes a lugares exóticos muy alejados, que le permiten a ambos presumir de su poca preparación académica. Siendo el “hazme reír” de cuantos los escuchan.

De tener cultura y principios Moncada, ensancharía la visión del bobo del marido, que `para no discutir y que le deje arribar su sardina por las noches, con todo cede. Tanto que lleva meses sin ir a ver a sus padres ni hermanos.

Moncada con su desdicha tóxica de evitar que tenga contacto con su familia, se ha apoderado tanto de él, que no le deja pensar, en que el tiempo vuela, y algún día, se verá viejo dándose cuenta del pago que le ha dado a sus padres. 

La pareja de vendedores ambulante, se había rebozado por la tontuna, y por la pasta gansa que Jesús “el Cojonazo” padre de Moncada les pasaba. Para que su hija pudiera presumir en la población del éxito familiar. Que sumado a la falta de erudición y de costumbres honradas y coherentes, les hacía presentar ante sus vecinos, una postal de catetos y de gente poco sencilla. Simulando a ojos ajenos como una yunta de inexpertos.

Los que se creían entonces eran los nuevos marqueses de la zona de la Vera Mojil, no llegaban a ser felices de verdad. Tenían sus hijos pero el ego y la tacañería evitaba fueran padres dignos de mención.

Hasta que pensaron para alardear de su éxito tanto en las ventas, como con la labranza de pepinos que exportaban al mundo entero, en preparar un viaje fuera de sus fronteras.

De las inmediatas, y de las de más allá, para que todo su pueblo, pudiera entender que la presumida Moncada, estaba en el punto más alto de su disfrute.

La preparación del viaje fue espectacular, yendo a recalar a un lugar de veraneo permanente, sito en el golfo mexicano. Donde la buena de Moncada, comenzó a probar cosas que hasta entonces ni tan siquiera había considerado.

Una tarde en el salón de té, del gran hotel del Mohicano, mientras Anselmo presumía con un mozo del restaurante, de la extensión de los invernaderos del padre de su mujer, ella tropezó con Pancho Espina. Un animador de fiestas, embaucador de damas inexpertas y necesitadas de masajes con aceite de ricino en su rabanillo.

Espina, decía ser promotor de espectáculos diversos, y asesor conyugal estrepitoso, con el que mantuvo algo más que un revolcón. Por supuesto sin dar conocimiento a su Anselmo, protagonizó sendos encuentros muy particulares y a quema ropa.

Tanto arrimó su cántaro a la fuente del amigo Pancho, que a la vuelta y sin imaginarlo, la ingenua de Moncada venía en estado de buena esperanza.

Alegría que se llevaron en la familia, cuando dio la buena nueva y pasados los meses, y sin pensar que la inseminación fue en las playas de Cancún. Por una bacanal de Moncada y un animador de tez cobriza, apellidado Espina. Progenitor de la niña que vendría.

La paternidad se la adjudicaron al bueno de Anselmo, dándole las gracias al Dios de la fecundación, ya que la dichosa Moncada, contaba ya con una edad, en la que no imaginaban iba a poder traer más vida a este mundo. Después de haber parido en su matrimonio, cinco hijos.

Nació Cristina de Jesús conmemorando con esa nombradía al abuelo materno. Una niña con el cabello rizado y con el color del café, que la hacía preciosa. Fruto de una aventura de Moncada, que jamás nadie pudo averiguar, pero que por lo menos los padres de Anselmo, ponían en duda.













autor Emilio Moreno
3 de abril de 2025.

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