miércoles, 9 de abril de 2025

El hechizo de Romina.

 



—Nena pareces bruja. Le aseguró la abuela. Después de la última mirada que le regaló su nieta.

—Por qué me dices eso. Sabes que me molesta. Advirtió Romina sabiendo la próxima reacción de Amarilda.
—Pues aunque te moleste que te lo diga estoy segura que has nacido con los mismos poderes o incluso mayores que tu bisabuela Madrona.
—No lo sé. Yaya. A qué viene todo esto.  Disfrutas comparándome y además parece me lo estés imputando de forma gratuita.
Romina le dijo a su nana con una sorna espectacular, y aquella anciana, comprobó que aquello que imaginaba, sobre los poderes paranormales de su joven sucesora, se hacían evidentes.
—Aunque trates de disimular, que sé que lo haces mi niña. Para mí no es muy difícil de entender. Yo sé que vas por delante de todos nosotros con ventaja.
De lo qué me alegro, porque ese poder te ayudará a llegar donde tú quieras. Siempre y cuando lo sepas administrar, y lo uses en el beneficio de la justicia.
 
Romina es la nieta más avispada de Amarilda. Siendo una niña en etapa de aprender por su corta edad. Es una mocita de siete años qué despunta dejando atónitos a los que la atienden y rodean. Desde que inició su lactancia se queda con todas las impresiones que escucha alrededor de ella, sabiendo a que corresponden las diferentes expresiones hechas por los demás.
Sin que estos estén al corriente, que una baby tan sumamente jovencita, esté controlando y entendiendo, coloquios de mayores. Sin haber participado jamás en los momentos que se produjeron.
Comprende los secretos dichos a medias tintas. Entendiendo perfectamente todas las reacciones hechas por los dialogantes y con los subterfugios que completan. Disipando su importancia. Nota los celos que vierten los envidiosos, y los miedos entre la gente que la rodea. Fuera o dentro de su propia familia.
Conociendo muy bien a las personas que pertenecen a su estirpe.
Intuyendo virtudes, caso de tenerlas y definiendo sobre todo, la clase de defectos aportados. Desdeñando sus detalles ocultos, que les ahogan en secreto y en el más absoluto silencio.
 
Desde prematura edad disfruta de semejante facultad. Un suceso insólito, difícil de creer. Decir que era precoz a los siete años, es definir el asunto como imposible e impensable. Dado que desde su nacimiento, atendía coloquios delicados, que sus mayores con gracia disfrutaban. Como si fueran cosas extraordinarias, sin saber, a lo que realmente correspondía.
—Mira cómo te conoce. Concibe lo que decimos. Nos entiende la chiquilla cuando hablamos. Se reían sin imaginar, diciendo.
—Parece una vieja esta niña. Que graciosa es Romina. ¡Va a ser lista, esta chavala!  y no se equivocaban, porque concebía a la perfección de lo que se estaba tratando.
 
Comenzó a hablar y a caminar, con tan solo ocho meses. Sin pronunciar las clásicas palabras sueltas de <agua, papá, o mamá>. La buena de Romina, una mañana le dijo a su madre, sin que esta lo esperara.
 
<Mamá. Te quiero mucho. Has de saberlo siempre>. Desde ese instante aquella niña, hablaba y se hacía entender, mejor que alguno de sus hermanos mayores.
Al saberse dueña y poseedora de semejante poder, callaba con disimulo sin dar rienda a sus poderes. Al ser protagonista directa de situaciones que jamás había vivido, y comprender las reacciones tenidas del prójimo, como si en alguna vida anterior hubiera sido copartícipe de aquellas vivencias.
A pesar de sentirse superior a los que la rodeaban. Disimulaba continuamente y escondía ese poder, que la predestinaba a saber de buena tinta el remoto pretérito. Y sin lugar a dudas prever el futuro inmediato. Lo que se suele llamar vulgarmente, “Verlas venir”.
En cualquier reunión establecida con ella presente, jamás perdía el relato, ni el punto diferencial, que ofrecían los ponentes. Sin abrir la boca, entendiendo, pero mostrándose como si fuera muda. No pronunciaba ni una sola palabra. Extrayendo sus propias conclusiones. Caso de no llegar los oradores más lejos, en sus declaraciones, por vergüenza o por mentiras, y tapar cortedades, la propia Romina, acertaba en la conclusión final, y determinaba donde estaba la verdad.
Callando para sí sus opiniones y catalogando a cada cual, en el lugar que le concernía.
Además y en charlas sin relevancia, siempre sacaba alguna conclusión del porqué se decía aquella frase. Dándole el sentido con el que se asentaba.
Si la conversación era por críticas, y el palabreo, la miga o el meollo acababa en clave de discusión para navegantes. Ella para no levantar suspicacias, y que fluyeran los secretos no pronunciados y escondidos o enterrados, se levantaba y sin hacer ruido, se desplazaba a otro lugar. Dejando que sus mayores discutieran o revelaran anónimos. Escuchando atenta mientras disimulaba con algún juguete.
Si tocaban un tema inoportuno, estando presente la jovencita. Sin esperar a que nadie se percatara, desaparecía y se ubicaba en lugar preminente, para seguir en la brecha, enterándose con disimulo.
A menudo la familia juzgando que la niña no estaba capacitada para comprender por su edad. Conversaban creyendo que Romina, estaba en otra fase.
Tranquilos seguían en sus chácharas, y ella toda esa información la recibía con placer.


 
Entre la charla de la abuela y la nieta, hubo una interrupción comedida, que aprovecharon ambas para definir posturas. Poniendo los puntos sobre las is. Hasta que Amarilda, irrumpió sin timidez preguntando a su retoño, apretándole para conocer, hasta qué punto dominaba la historia familiar.
Aquellos secretos de su propia abuela. Referentes a su desquiciada juventud y la de sinsabores que tuvo que soportar Amarilda. Al haber abandonado la casa paterna, cuando no tenía la mayoría de edad.
 
—Dime cariño. Que sabes tú de mis aventuras de juventud, porque si nadie te ha explicado nada, igual soy yo la que debe contarte. Romina se miró con expectación a Amarilda y replicó.
 
—No creo hayas de explicarme nada. Abuela deja las cosas en paz. En este tiempo he sabido todo aquello de lo que quizás no estés orgullosa y creo no ser quien, para hacerte reproches. Tengo siete años y no debo. La interrumpió la yaya con aspereza, matizando.
 
—Tienes siete años, pero parece que disfrutes de setenta. ¡que sepas! Que nadie lo ha advertido, pero yo, si qué sé, que eres algo bruja.
 
—Ahora no es la expresión correcta. Le advirtió Romina, interrumpiéndola como si fuera una persona madura.
 
—En estos momentos nos denominan Videntes, y mejor lo dejamos ahí.  ¿Quieres?
 
—No quiero. Hasta que me digas que es lo que has llegado a saber de mis inicios de juventud.
 
—Te gustaría que empezase por decirte que tus hijos son cada uno de padres diferentes. Cosa que desconocen todos ellos, y creo sin duda, que es preferible para su buena relación. O quizás escoges que te refresque la memoria, cuando te escapaste de tu casa, con dieciséis años, y te fuiste a la ciudad.
No trabajaste en una lavandería, como declaraste al volver a los ocho años de ausencia. Desconocen que pertenecías al lupanar de Doña Casilda.
Rubias morenas y todas son casi como Amarilda.
¿Quieres que siga? Interpeló su nieta.
 
—Quien sabe todas estas cosas. Preguntó Amarilda un tanto alterada. Replicando Romina, muy serena y discreta. Poniendo cordura y sensatez ante los nervios de Amarilda.
 
—Solamente tú, Abuelita. Y tú conciencia. La niña persistió evidenciando fechas, que para Amarilda, estaban desechadas, y continuó escuchando aterrada.
 
—Estoy segura, que quieres dejar de hablar de este asunto peliagudo y olvidarlo para siempre. Además de mantener el secreto.
Amarilda, su yaya, santiguándose, aseguró no sin ruborizarse y decir.
 
 —Te das cuenta Romina, como nunca me he equivocado contigo. Eres la viva imagen de tu bisabuela. Aquella criatura, sin querer insistir advirtió.
 
—No te equivoques yaya. Madrona no era hechicera ni vidente, era monja de clausura y tuvo cinco hijos, además de ti. Todos engendrados en el Convento, que por supuesto, esa historia jamás te la contaron.



 
 






Autor: Emilio Moreno
09 de Abril 2025

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