domingo, 30 de junio de 2024

El baúl de los conflictos.

 







Suele pasar con frecuencia. La gente somos como somos. Cada cual hijo de sus padres y descendientes de nuestros ancestros, de los que por supuesto no todos tenemos referencias dignas.

Cada cual con su pensamiento y muy diverso. A la hora de defender causas ajenas, que quizás nos afecten de cerca, las obviamos por costumbre.

Preferimos mirar hacia otro lugar y no entrar en batalla.

Suele costar, ya que has de salir de tu zona de confort y eso no es nada fácil.

Preferimos seguir sin meternos en problemas y atenernos a aquello que decían los Cartagineses. “Que cada perrico se lama su pijico.

Sabiendo de cierto y si habláramos. A más de un sinvergüenza dejaríamos con el culo al aire.

Hoy quiero contaros una historia que dicen, pasó hace mucho tiempo. Tanto que quizás, me pondría en un brete tener le que poner fecha. Ya que a mí también me la relataron de chavalín y quedó grabada, para que os la pudiera narrar ahora.

 

Aquellos vecinos del río Pinto, afluente del Anchuelo del gran Valle de los Pendejos, tenían una rivalidad infundada. Tan solo porque en una de las familias de aquella villa, la de los Morunos, sobresalía uno de los componentes. Por su versatilidad y concepción de las cosas y por su justicia. Tanto era así que los que pertenecían a la familia de los Canos, esa condición les hizo tomarle una envidia tan grande que se transformó en odio.

Un día paseando por el puente de la Esperanza, uno de los hijos de los Morunos, agredió a otro de la familia contraria harto de ser insultado y vejado por sus rivales. Provocándole sin querer una herida letal, y en lugar de atenderlo tras la disputa lo echó vestido al caudaloso río.

El miedo que le atenazaba, lo dejó sin cohesión y sin el deber de asistencia para con los necesitados y se deshizo del cuerpo sin socorrerlo. Arrojándolo a la corriente desmedida del Pinto.

Perdiendo la vida el hijo de los Canos.

Aquella noticia de la muerte de Serafín trascendió a lo largo de la comarca. Incluso traspasó las fronteras de la región y llegó a la capital.

Nadie podía entender como ocurrió aquella tragedia. Al encontrar su cuerpo entre un cañizal curso abajo y con heridas no propiciadas por las aguas.

Mas bien eran fracturas provocadas por una fuerza externa. Daños en su físico, y magulladas visibles que provenían de las manos de algún descerebrado. Se concluyó que fue un asesinato.

Nadie daba razón ni al hecho ni al suceso y entre los habitantes de la villa se preguntaban quién podría haber sido el causante.

Casualmente en las viviendas colindantes a la ribera del Pinto, aquella tarde estaba mirando Angélica, desde su balconada el meandro que dibuja el río. Resistiendo bajo el soportal de su ventana la ira del cielo y el modo de caer agua por la tormenta. Que descargaba en aquellos instantes furibunda. Divisando sin más la senda por el puente, de Serafín, y el como fue agredido sin más por su agresor. Al que desde lejos conoció con claridad. El que le asestaba la muerte en circunstancia caprichosa y lo arrojaba al río.

Cuando la muchacha alertada explicó a la familia, lo que había presenciado, su padre le ordenó cerrara la boca y no acusara a nadie. Para no buscarse problemas, ni tener que ir de juicios y sobre todo para que las gentes del poblado no les marcaran con el dedo por delatores.

Jamás se acusó a ningún humano, por la muerte del muchacho que encontró su fin en el puente. Aquella tarde bajo los truenos y los rayos que volcaba la naturaleza.

El pueblo en general murmuró durante décadas. Sobre aquel incidente, que enconó todavía más a las dos familias en litigio.

Angélica mantuvo en secreto por orden de sus padres lo sucedido aquel día, por miedo a las represiones de aquella familia poderosa, por cobardía y porque en esta vida no existe la decencia. Intentando olvidar todo lo que vio aquella tarde desde su balcón, que fue además el origen de su infelicidad.

Mordiéndose la lengua y camuflando al remordimiento, sin jamás levantar la autenticidad. A pesar de tener que relacionarse con el asesino toda su vida.

Al único que se lo había comentado para purgar sus pecados era al señor cura Don Policarpo, que por secreto de confesión también lo depositó en el baúl de los conflictos humanos.

Hasta llegada la hora final de aquella mujer.

Cinco minutos antes de partir. Con el tiempo escaso, y que nadie le pudiera recriminar su acción. Sin tiempo para dar explicaciones.

Le confesó a uno de sus hijos, ya en el lecho de la muerte, que se había desposado con una mujer estupenda, limpia y generosa, pero el padre de Consuelito, con la que estaba casado era un criminal.





 final del mes de junio. 30-6-2024

 

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