Suele pasar con frecuencia. La gente somos como somos. Cada cual
hijo de sus padres y descendientes de nuestros ancestros, de los que por
supuesto no todos tenemos referencias dignas.
Cada cual con su pensamiento y muy diverso. A la hora de
defender causas ajenas, que quizás nos afecten de cerca, las obviamos por
costumbre.
Preferimos mirar hacia otro lugar y no entrar en batalla.
Suele costar, ya que has de salir de tu zona de confort y eso no
es nada fácil.
Preferimos
seguir sin meternos en problemas y atenernos a aquello que decían los Cartagineses.
“Que cada
perrico se lama su pijico.
Sabiendo de
cierto y si habláramos. A más de un sinvergüenza dejaríamos con el culo al
aire.
Hoy quiero
contaros una historia que dicen, pasó hace mucho tiempo. Tanto que quizás, me
pondría en un brete tener le que poner fecha. Ya que a mí también me la relataron
de chavalín y quedó grabada, para que os la pudiera narrar ahora.
Aquellos vecinos del río Pinto,
afluente del Anchuelo del gran Valle de los Pendejos, tenían una rivalidad
infundada. Tan solo porque en una de las familias de aquella villa, la de los
Morunos, sobresalía uno de los componentes. Por su versatilidad y concepción de
las cosas y por su justicia. Tanto era así que los que pertenecían a la familia
de los Canos, esa condición les hizo tomarle una envidia tan grande que se
transformó en odio.
Un día paseando por el
puente de la Esperanza, uno de los hijos de los Morunos, agredió a otro de la
familia contraria harto de ser insultado y vejado por sus rivales. Provocándole
sin querer una herida letal, y en lugar de atenderlo tras la disputa lo echó
vestido al caudaloso río.
El miedo que le atenazaba,
lo dejó sin cohesión y sin el deber de asistencia para con los necesitados y se
deshizo del cuerpo sin socorrerlo. Arrojándolo a la corriente desmedida del Pinto.
Perdiendo la vida el hijo
de los Canos.
Aquella noticia de la
muerte de Serafín trascendió a lo largo de la comarca. Incluso traspasó las
fronteras de la región y llegó a la capital.
Nadie podía entender como
ocurrió aquella tragedia. Al encontrar su cuerpo entre un cañizal curso abajo y
con heridas no propiciadas por las aguas.
Mas bien eran fracturas
provocadas por una fuerza externa. Daños en su físico, y magulladas visibles
que provenían de las manos de algún descerebrado. Se concluyó que fue un
asesinato.
Nadie daba razón ni al
hecho ni al suceso y entre los habitantes de la villa se preguntaban quién
podría haber sido el causante.
Casualmente en las
viviendas colindantes a la ribera del Pinto, aquella tarde estaba mirando Angélica,
desde su balconada el meandro que dibuja el río. Resistiendo bajo el soportal
de su ventana la ira del cielo y el modo de caer agua por la tormenta. Que descargaba
en aquellos instantes furibunda. Divisando sin más la senda por el puente, de
Serafín, y el como fue agredido sin más por su agresor. Al que desde lejos conoció
con claridad. El que le asestaba la muerte en circunstancia caprichosa y lo
arrojaba al río.
Cuando la muchacha alertada
explicó a la familia, lo que había presenciado, su padre le ordenó cerrara la
boca y no acusara a nadie. Para no buscarse problemas, ni tener que ir de
juicios y sobre todo para que las gentes del poblado no les marcaran con el
dedo por delatores.
Jamás se acusó a ningún
humano, por la muerte del muchacho que encontró su fin en el puente. Aquella tarde
bajo los truenos y los rayos que volcaba la naturaleza.
El pueblo en general
murmuró durante décadas. Sobre aquel incidente, que enconó todavía más a las
dos familias en litigio.
Angélica mantuvo en secreto
por orden de sus padres lo sucedido aquel día, por miedo a las represiones de aquella
familia poderosa, por cobardía y porque en esta vida no existe la decencia. Intentando
olvidar todo lo que vio aquella tarde desde su balcón, que fue además el origen
de su infelicidad.
Mordiéndose la lengua y camuflando
al remordimiento, sin jamás levantar la autenticidad. A pesar de tener que relacionarse
con el asesino toda su vida.
Al único que se lo había
comentado para purgar sus pecados era al señor cura Don Policarpo, que por
secreto de confesión también lo depositó en el baúl de los conflictos humanos.
Hasta llegada la hora final
de aquella mujer.
Cinco minutos antes de
partir. Con el tiempo escaso, y que nadie le pudiera recriminar su acción. Sin tiempo
para dar explicaciones.
Le confesó a uno de sus
hijos, ya en el lecho de la muerte, que se había desposado con una mujer estupenda,
limpia y generosa, pero el padre de Consuelito, con la que estaba casado era un
criminal.
final del mes de junio. 30-6-2024
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