Su reloj marcaba las once y dieciocho de aquel martes de febrero.
Ya
había cenado y se había despedido de su familia. Al día siguiente tenía previsto
un viaje profesional y debía estar en el otro punto del globo en las próximas veinte
horas.
Miró
a sus hijos, y les recomendó que siguieran siendo buenas personas, ayudaran a
su madre y a los abuelos en su ausencia y aprovecharan la escuela. Aquel abrazo
le suscitó una especie de nerviosismo un tanto raro.
Era
un viaje profesional, importante para él y para la empresa donde trabajaba
desde hacía bastantes años. En la que tenía puesta toda su ilusión por el
ascenso que le habían prometido.
A
las cinco de la mañana un taxi lo recogería en la puerta de su casa, para
llevarlo al aeropuerto, que distaba a cuarenta y tres kilómetros.
Se
fue a dormir, inquieto y vacilante. Se levantó al poco, a tomar un medicamento
que conocía y tenía la seguridad que le concedería por lo menos descanso si no
algún momento de sueño profundo.
Las
horas se sucedieron en un lapsus inapreciable. Estando presto poco antes de la
llegada del vehículo que le llevaría a la terminal aeroportuaria.
Antes
de salir a la calle, entró en el dormitorio y miró a su esposa que dormía
plácidamente y después abrió la puerta del aposento de sus hijos y sin
encenderla luz, con un gesto les envió un beso que le sonó a una despedida
inquietante.
Desde
la ventana vio llegar el taxi que se detuvo entre la penumbra, frente a los
sauces que cubrían los rayos del sol en los días floridos. Dejó su maletín en
la cajuela de bultos y sin mirar entró en el espacio destinado a los pasajeros.
En los asientos ulteriores, justo detrás del conductor, y antes de percatarse y
poder hablar; escuchó un saludo de buenos días, con una voz femenina muy
cálida, que le daba los parabienes y le invitaba a que le dijera el sitio
exacto que pretendía descender para aproximarlo a la puerta de embarque más
cercana. Respondió al saludo sorprendido, porque no se esperaba fuera una
conductora la que lo llevara a destino.
-
Buenos días, puede dejarme en la terminal cinco, he de tomar un vuelo
transoceánico y allí me viene mejor y mas cerca la puerta de acceso.
-
Muy bien señor como desee, hacia allí nos vamos, el camino será rápido a esta
hora; la carretera de enlace está semi desierta y nuestro trayecto será breve.
El
hombre respondió con un vocablo y un gesto para agradecer la simpatía de la
taxista, la que sin dejar de hablar le preguntó sin más.
- ¿Usted
está seguro que debe viajar hoy en ese vuelo NY73 con las previsiones que han
dado los meteorólogos de la zona?
¿Se
atreve a cruzar el atlántico norte y llegar a la isla donde va, en la que no
hace más de tres días pasó el tifón Nosferatu y dejó a la mitad de la población
sin cobijo?
Aquel
pasajero quedó atónito. ¡Quien era la dama en cuestión!
Nadie
le había dado información de donde viajaba a la que conducía el transporte
local. Ni se le había dado el número del vuelo al país que iba a volar. Estaba
seguro que nadie le había dado datos sobre si volaría por encima del Océano.
Fue cuando intentó verle la cara sin conseguirlo, al ir sentado justo detrás de
ella y para lograrlo hizo un movimiento de traslado lateral, cambiándose de
acomodo en la plaza justo a su izquierda.
Pudo
ver su cara con claridad. Ese rostro lo conocía, sin apreciar en aquel instante
donde lo había visto por última vez. Aquellas ojeras penetrantes, el cabello
lacio y crino y los labios finos y equidistantes, le eran muy familiares, o por
lo menos sus miradas habían tropezado en algún lugar que no precisaba.
-
Puede usted decirme como tiene toda esa información y preguntarme si soy capaz
de volar sobre el mar y llegar al archipiélago que insinúa. Preguntó el
pasajero.
-
Podría hacerlo. - Le respondió la conductora. -pero no lo voy a hacer, tan solo
le digo que a usted aun no le ha llegado la hora y debería quedarse en tierra,
con Bernadette, Michel y Hamfry. Su esposa y sus hijos; y siguió argumentando.
Mientras aquel viajero se hacía cruces.
- Además,
ha de saber que ese ascenso prometido, jamás lo tendrá. Se lo han insinuado una
y otra vez, para distraerlo y aceptara el reto que lleva para conseguir, pero
hace bastante tiempo decidieron dárselo a Neil Paccino, sobrino de la esposa
del director financiero.
-
Tenga la amabilidad de decirme quien es usted. - inquirió el hombre-. No la
conozco de nada y me está dando datos que ni yo mismo soy capaz de procesar, ni
creo sean posibles se lleguen a cumplir.
Aquel
trayecto no se hizo interminable, pero cuando llegó a la ventanilla de
validación de boletos, la empleada le dijo que el vuelo había despegado a primera
hora del día. Le habían estado esperando y ya se sabe que los retrasos en
viajes aéreos no son compatibles. Al ver que no llegaba, el avión partió sin
más.
Se
miro la hora en su reloj de pulsera y no comprendió nada. Desde que lo había
recogido el taxi, habían pasado nueve horas, sin que pudiera comprenderlo, al
haber tan solo cuarenta y tantos kilómetros en una carretera de madrugada y
semi vacía.
Sin
otro vuelo que tomar, no pudo hacer otra cosa que regresar hacia su casa. Antes
en el restaurante de la zona comió un sándwich y pasado el tiempo salió fuera
del recinto de las dependencias y tomó otro taxi de vuelta.
Ya
en la carretera, la radio del vehículo, detuvo la música que emitía para dar
una información importante a los vecinos de la ciudad. Sobre un accidente aéreo
de ese mismo día.
El
vuelo NY73, que había partido del aeropuerto había sufrido un accidente, por
motivos mecánicos, motivados en gran parte por el tifón Nosferatu y la gran
tormenta atlántica.
Cayendo
al mar, y temiendo que tanto los tripulantes como los treinta y seis pasajeros
a bordo, hubieran sucumbido sobre el mar Océano.
Al
llegar a su casa, encontró a la familia llorando su pérdida. Todos lo daban por
muerto, al haberse enterado de la noticia dada por la emisora de radio. ¡Se alegraron
y dieron gracias! No pudo explicar con exactitud qué es lo que le había
ocurrido, pero al entrar y dejar su abrigo, su mirada tropezó con una imagen de
la Virgen Dolorosa situada encima del marco de la puerta del pasillo, que le
miraba sin pestañear. Reconociendo aquellas ojeras, aquella mirada y aquellos
labios sibilinos.
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