domingo, 4 de diciembre de 2022

Panchita, redentora.

 



Érase una vez en… Orihuela del Tremedal, un pueblo de la serranía de Teruel, vivía una preciosa niña, a la que apodaban “Panchita”, su nombre de pila era Lucrecia, y el mote le venía de parte de su mamá, ya que cuando la lactaba, su vientre se transformaba en puntiagudo y gracioso.

A la vez que hacía su nutrición. De ese modo y a base de repetirlo, sus allegados apostillaron con el calificativo, que la perseguiría durante toda su existencia.

Era hija de Facundo, un leñador, que a la vez sembraba los campos y se añadía a toda la recogida de las cosechas de sus vecinos, para poder llenar la cesta de la compra y ayudar en los gastos de la casa. Su mamá la tía Fuencisla, era un alma repleta de bondad y de escaso colegio, muy aficionada a la cocina. La que sin pensar atiborraba a sus hijos con los guisotes y papillas, que cocinaba, sin el cuidado de marcarles una dieta necesaria, ni pensar en que el organismo se deforma desde los inicios del desarrollo corporal.

Lucrecia había crecido entre la flora silvestre, los animalillos del bosque y los inviernos crudos de la serranía. Era muy obediente y pulcra y además de atender sus labores escolares, ayudaba en lo que podía a su mamá, la que a menudo iba instruyendo a su niña, en el aprendizaje de las labores domésticas.

En el tiempo de otoño, cuando crecían las setas del campo, los aficionados hacían antesala en aquellos sotos. Cantidad ingente de invitados en busca del preciado manjar que dan aquellos aledaños. Boletus, níscalos, amanitas o champiñones, trufas y hongos comestibles que se encontraban en aquellos bosques, de manera abundante, y “Panchita”, era una de las delegadas en llevarlos por los atolladeros y los riscos de aquellas separadas cordilleras, para que, en persona, recogieran aquel fruto, que tanto placer les daba.

Un buen día Facundo su papá, le dijo a Lucrecia, acompañara a unos montañeros que habían recalado en Orihuela, con la intención de llenar sus grandiosas cestas del fruto de aquella admirable floresta. Camino que no podían hacer en el gran y lujoso vehículo que llevaban, por tener que transitar por vericuetos inaccesibles para vehículos rodados. Con lo que todos muy a disgusto se dispusieron a caminar por las sendas y recovecos de aquella singladura.

Lucrecia, para no perderse y poder retornar a su casa de forma natural y sin sustos. Se hacía de un truco que le había enseñado su abuela Eulalia, y que consistía en dejar al borde de los barbechos, unas castañas pilongas pintadas de rojo, que serían a la postre su seguro de retorno, si olvidaba el enrevesado caminejo de vuelta.

Las nueces macilentas al estar tan pasadas y duras, ninguna de las bestezuelas del alrededor se agitaba por acopiarlas, habiendo frutos recientes mucho más gustosos y naturales. Aquellas pansidas castañas tintadas en color rojizo, siempre las guardaba en su delantal, para usarlas en esos menesteres, y aplicarlas en el momento preciso.

Sin imaginar ni creer, que ningún ser viviente, las haría desaparecer de los lugares, ya conocidos y preparados por ella, donde las colocaba. Atractivas, relucientes y muy a la visa, en el margen del sendero, esperaban ser recolectadas de nuevo por la niña.

En la creencia que al regreso servirían de señal muda, de buen camino y no existir error de tomar senderos equivocados que llevaran donde estaban las jaurías de lobos, zorros o perros salvajes de ese hábitat y produjeran mordeduras de esos depredadores.

De ese modo Panchita pudiera regresar a todos los andarines, sin más complicaciones al punto de partida.

Aquella expedición contaba con la experiencia del señor Salvador, donoso y erudito explorador a sueldo de la empresa de travesías de la ciudad de donde venían, que les hacía las labores de guía humorista y de soporte entre aquellas nubes y aquellos senderos.

Don Salvador llevaba además una saetilla, que para él representaba la orientación. Una brújula, que en un momento definido les debería indicar su regreso sin complicaciones, al marcar siempre el norte. La comitiva partió monte adentro, y la jornada, en principio era radiante de sol y hacía un calor que para la temporada que se vivía, no era nada normal.

Nadie pensó en lo que pudiera ocurrir con un posible y repentino cambio en el tiempo. La naturaleza, que es caprichosa, inició una mutación súbita y cuando transitaban entre las peñas más peligrosas, y los peores peñascos desnivelados, en busca de tomar la ronda de la Masía de los Feroces, se produjo la eclosión borrascosa. El cielo se cubrió de tinieblas y hosquedad, produciéndose una avenida de meteoros que chispeaban sobre los pinos mas altos, dejando en el entorno una especie de toga mortal, que aterrorizaba.

El atajo que llevaba a la planicie de los laureles, se transformó en un alud de piedras y barro que les evitó circular. Los pinos y casuarinas costeras, donde crecían la mayor parte de los níscalos y demás especies de setas comestibles de aquella provincia, eran parapeto del copioso herbaje y pasto verde arremolinado entre los troncos, que con la fuerza del declive arrastraba a riscos y yuyos silvestres ladera abajo.

Comenzó una autentica hecatombe, diluviando de forma brutal, poniéndose aquel cielo de un color pajizo negruzco que les hizo cobijarse bajo los sotos inmensos del boscaje. Centellas y estruendos cayeron por docenas en pocos momentos, y un brutal caudal de agua corría monte abajo por los andurriales donde ellos intentaban resguardarse. Parecía ser el fin de su firmeza. El instante donde dejarían esta vida para reunirse con el más allá. Era inaudito, equivalente al aluvión de los márgenes iracundos de un cielo funesto, que les despedía del presente, para acotarlos en la lista de las peripecias de la naturaleza.

Tempestad inacabable y a ellos les pillaba bastante alejados de la población. Sin comida ni medios para cobijarse del aguacero que caía a borbotones.

En un despiste Don Salvador cayó por la ladera al tropezar con el matojo de un laurel común y perder la bitácora.

Se lastimó una pierna, tanto que el fémur, quedó dividido cual troncho astillado. No pudiendo regresar con facilidad al camino. Aquella borrasca no cejaba en su intensidad y el chaparrón mojaba sus juntas proveyéndolas de tanta humedad rigurosa indeseada, que les hacía presentir lo peor.

Empapados dieron tiempo al turno de su paciencia, en un lapsus prudencial, viendo que la tarde les acechaba y las nubes tapaban al sol dejando en casi penumbra el sitio.

Don Salvador, se quejaba del dolor que le causaba su extremidad y a falta de maletín de primeros auxilios, decidieron suspender la recogida de las setas que tanto ansiaban y retornar al punto de partida. Todos en grupo y al unísono no podían hacerlo, ya que el herido no daría un solo paso, siendo una utopía pensar en un traslado cómodo con una persona contusionada de gravedad.

Nadie poseía intuición de medicina, ningún milagro podía asistirles en aquella incertidumbre, por lo que Lucrecia, era la única solución y ella pronto lo comprendió, sin que nadie tuviese que obligarla. La jovencita había vivido con su papá, situaciones no semejantes, pero al límite de lo que se entiende por normalidad y se puso en acción.

Cortando con sus manos, un trozo de rama de un arbusto lindante y con la correa que extrajo del pantalón de Salvador, el dolido y la del señor Paco, que era la persona que los acompañaba en la búsqueda. Pudiendo hacerle una ligadura en el bajo muslo, dejándolo aprisionado e inmovilizado, en la parte media de su pierna. Aquella que presionaba la tibia, procurándola dejarla inmóvil.

Evitando dañara el astillado del hueso al resto de nervios, ligamentos y tendones circundantes.

Ninguno de los componentes de la expedición, pretendía que una niña que no levantaba un palmo del suelo, les mandara y creyendo que ellos serían más juiciosos, quisieron apartarla, no si la queja de aquella personita, que pretendía arrimar el hombro.

Pronto Paco y Rogelia su esposa, quisieron poner en resguardo a sus dos hijos Javier de 14 años y Julián de 16, pretendiendo ir en busca de soluciones cercanas, en un escenario brutal, donde su experiencia jamás practicó aquellos deseos pensados. El lugar se dibujaba inhóspito, con una crueldad jamás vivida, que con seguridad nunca retornara a figurarse. Tan solo podían rezar, sin decidirse a qué atenerse dentro de aquella dantesca solución.

Ignorando y apartando a Panchita, como si no contase. Siendo con seguridad la única persona que podía echarles un apoyo, la que dándose cuenta de lo que acaecía y sin decir ni media palabra y disimulada en silencio tomó el camino de la solución, sin tan siquiera despedirse. Con el fin de requerir la ayuda necesaria en el lugar más próximo de donde se encontraban.

Nadie echó de menos a Panchita, pero tampoco se preocuparon por la vida de aquella mocita. Entre discusiones y lamentos pasaron las horas y la noche los cubrió con ese manto de ceguera que obliga a temer de los mínimos ruidos y de los aullidos de los depredadores que sin duda olían el perfume que desprendían. Terrorífico hedor desatado por aquellos humanos perdidos entre la frondosidad de una serranía sin cobijo y sin medios cómodos para el regreso.

La lluvia cejó en su brutal caída, dejando un chirimiri, que seguía calando los huesos.

La familia muy intranquila no podía olvidar el padecimiento del guía, que, al desplomarse en aquel vericueto, había extraviado su compás, por lo que nadie podía orientarse más que con las estrellas celestes que en aquel momento, tampoco resplandecían en el infinito por la gran nubosidad existente.

Panchita con acierto y sin ser atacada por ninguno de los fieros montaraces y dañinas alimañas, arribó al cabo, donde dar la alarma, con mucha ilusión, por hacer aquel servicio de salvamento. Pensando en que atendieran al señor Salvador, mal trecho con una pierna rota y casi la crisma destrozada. Dándose cuenta que los puntos de referencia que había dejado al borde del camino, ya no estaban para poder marcarle su regreso.

Aquellas castañas pilongas que había apostado a la vera del barbecho no existían. Las hormigas y cigarras del bosque al notar que venía una gran tormenta fueron las que retiraron a sus madrigueras aquellas vituallas que les serían muy favorables para comer. Además, hubieran sido indetectables por la nocturnidad del monte, al haber caído la noche. Guiándose por la intuición y por su innata predisposición llegó sin titubeos, donde la atendieron.

Experiencia que le hizo pensar, que nada de lo que se prevé se mantiene a lo largo del tiempo. Ni tan siquiera se acerca a cumplir con las expectativas que cada uno imagina.

En ocasiones, cuanto más previsor eres más fallan los escenarios y todos los intentos fracasan, para dejarte desamparado.

En el punto de socorro, ya la esperaba Facundo, su papá y una patrulla de asistencia, que de inmediato hubiese emprendido la búsqueda, viendo lo que se había desatado en aquella incierta naturaleza.

Las fuerzas de rescate y salvamento acudieron en busca del accidentado, y de la comitiva que, al ver a Panchita, se avergonzaron de haberla infravalorado en la forma que lo hicieron y todos comprendieron que la niña les había salvado de uno de los peores padecimientos que soportarían a lo largo de la existencia. Notando y advirtiendo que la vida siempre da segundas oportunidades siempre que se puedan aprovechar.

En el regreso y antes de partir para sus respectivos hogares el conductor del todo terreno, aparcó su vehículo en el margen de la carretera y compró a unos venteros, tantos níscalos como les entraban en las cestas. Volviendo a sus hogares de origen presumiendo de un hallazgo estupendo de setas en un lugar anónimo y de la aventura que contaron como si ellos hubiesen sido los Todopoderosos de las bondades de gentes que siempre quedan ignoradas.

 

Colorín para ti que has leído el cuento y colorado por las gracias que he legado.

 


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