A la vez que hacía su nutrición. De ese modo y a base de repetirlo, sus allegados apostillaron con el calificativo, que la
perseguiría durante toda su existencia.
Era hija
de Facundo, un leñador, que a la vez sembraba los campos y se añadía a toda la
recogida de las cosechas de sus vecinos, para poder llenar la cesta de la
compra y ayudar en los gastos de la casa. Su mamá la tía Fuencisla, era un alma
repleta de bondad y de escaso colegio, muy aficionada a la cocina. La que sin
pensar atiborraba a sus hijos con los guisotes y papillas, que cocinaba, sin el cuidado de marcarles una
dieta necesaria, ni pensar en que el organismo se deforma desde los inicios del desarrollo corporal.
Lucrecia
había crecido entre la flora silvestre, los animalillos del bosque y los
inviernos crudos de la serranía. Era muy obediente y pulcra y además de atender
sus labores escolares, ayudaba en lo que podía a su mamá, la que a menudo iba instruyendo a su niña, en el aprendizaje de las labores domésticas.
En el
tiempo de otoño, cuando crecían las setas
del campo, los
aficionados hacían antesala en
aquellos sotos. Cantidad ingente de invitados en busca
del preciado manjar
que dan aquellos aledaños. Boletus, níscalos, amanitas o champiñones, trufas
y hongos comestibles que se encontraban en aquellos bosques, de
manera abundante, y “Panchita”, era una de las delegadas en llevarlos por los
atolladeros y los riscos de aquellas separadas cordilleras, para que, en
persona, recogieran aquel fruto, que tanto placer les daba.
Un buen
día Facundo su papá, le dijo a Lucrecia, acompañara a unos montañeros que
habían recalado en Orihuela, con la intención de llenar sus grandiosas cestas
del fruto de aquella admirable floresta. Camino que no podían hacer en el gran
y lujoso vehículo que llevaban, por tener que transitar por vericuetos
inaccesibles para vehículos rodados. Con lo que todos muy a disgusto se dispusieron
a caminar por las sendas y recovecos de aquella singladura.
Lucrecia,
para no perderse y poder retornar a su casa de forma natural y sin sustos. Se
hacía de un truco que le había enseñado su abuela Eulalia, y que consistía en
dejar al borde de los barbechos, unas castañas pilongas pintadas de rojo, que
serían a la postre su seguro de retorno, si olvidaba el enrevesado caminejo de
vuelta.
Las nueces
macilentas al estar tan pasadas y duras, ninguna de las bestezuelas del alrededor
se agitaba por acopiarlas, habiendo frutos recientes mucho más gustosos y
naturales. Aquellas pansidas castañas tintadas en color rojizo, siempre las
guardaba en su delantal, para usarlas en esos menesteres, y aplicarlas en el
momento preciso.
Sin
imaginar ni creer, que ningún ser viviente, las haría desaparecer de los
lugares, ya conocidos y preparados por ella, donde las colocaba. Atractivas,
relucientes y muy a la visa, en el margen del sendero, esperaban ser
recolectadas de nuevo por la niña.
En la
creencia que al regreso servirían de señal muda, de buen camino y no existir
error de tomar senderos equivocados que llevaran donde estaban las jaurías de
lobos, zorros o perros salvajes de ese hábitat y produjeran mordeduras de esos
depredadores.
De ese
modo Panchita pudiera regresar a todos los andarines, sin más complicaciones al
punto de partida.
Aquella
expedición contaba con la experiencia del señor Salvador, donoso y erudito explorador
a sueldo de la empresa de travesías de la ciudad de donde venían, que les hacía
las labores de guía humorista y de soporte entre aquellas nubes y aquellos
senderos.
Don Salvador
llevaba además una saetilla, que para él representaba la orientación. Una brújula,
que en un momento definido les debería indicar su regreso sin complicaciones,
al marcar siempre el norte. La comitiva partió monte adentro, y la jornada, en
principio era radiante de sol y hacía un calor que para la temporada que se
vivía, no era nada normal.
Nadie
pensó en lo que pudiera ocurrir con un posible y repentino cambio en el tiempo.
La naturaleza, que es caprichosa, inició una mutación súbita y cuando
transitaban entre las peñas más peligrosas, y los peores peñascos desnivelados,
en busca de tomar la ronda de la Masía de los Feroces, se produjo la eclosión borrascosa.
El cielo se cubrió de tinieblas y hosquedad, produciéndose una avenida de meteoros
que chispeaban sobre los pinos mas altos, dejando en el entorno una especie de toga
mortal, que aterrorizaba.
El atajo
que llevaba a la planicie de los laureles, se transformó en un alud de piedras
y barro que les evitó circular. Los pinos y casuarinas costeras, donde crecían
la mayor parte de los níscalos y demás especies de setas comestibles de aquella
provincia, eran parapeto del copioso herbaje y pasto verde arremolinado entre
los troncos, que con la fuerza del declive arrastraba a riscos y yuyos
silvestres ladera abajo.
Comenzó
una autentica hecatombe, diluviando de forma brutal, poniéndose aquel cielo de
un color pajizo negruzco que les hizo cobijarse bajo los sotos inmensos del
boscaje. Centellas y estruendos cayeron por docenas en pocos momentos, y un
brutal caudal de agua corría monte abajo por los andurriales donde ellos intentaban
resguardarse. Parecía ser el fin de su firmeza. El instante donde dejarían esta
vida para reunirse con el más allá. Era inaudito, equivalente al aluvión de los
márgenes iracundos de un cielo funesto, que les despedía del presente, para
acotarlos en la lista de las peripecias de la naturaleza.
Tempestad
inacabable y a ellos les pillaba bastante alejados de la población. Sin comida
ni medios para cobijarse del aguacero que caía a borbotones.
En un
despiste Don Salvador cayó por la ladera al tropezar con el matojo de un laurel
común y perder la bitácora.
Se lastimó
una pierna, tanto que el fémur, quedó dividido cual troncho astillado. No
pudiendo regresar con facilidad al camino. Aquella borrasca no cejaba en su
intensidad y el chaparrón mojaba sus juntas proveyéndolas de tanta humedad rigurosa
indeseada, que les hacía presentir lo peor.
Empapados
dieron tiempo al turno de su paciencia, en un lapsus prudencial, viendo que la
tarde les acechaba y las nubes tapaban al sol dejando en casi penumbra el sitio.
Don
Salvador, se quejaba del dolor que le causaba su extremidad y a falta de maletín
de primeros auxilios, decidieron suspender la recogida de las setas que tanto
ansiaban y retornar al punto de partida. Todos en grupo y al unísono no podían
hacerlo, ya que el herido no daría un solo paso, siendo una utopía pensar en un
traslado cómodo con una persona contusionada de gravedad.
Nadie poseía
intuición de medicina, ningún milagro podía asistirles en aquella incertidumbre,
por lo que Lucrecia, era la única solución y ella pronto lo comprendió, sin que
nadie tuviese que obligarla. La jovencita había vivido con su papá, situaciones
no semejantes, pero al límite de lo que se entiende por normalidad y se puso en
acción.
Cortando
con sus manos, un trozo de rama de un arbusto lindante y con la correa que
extrajo del pantalón de Salvador, el dolido y la del señor Paco, que era la persona
que los acompañaba en la búsqueda. Pudiendo hacerle una ligadura en el bajo
muslo, dejándolo aprisionado e inmovilizado, en la parte media de su pierna. Aquella
que presionaba la tibia, procurándola dejarla inmóvil.
Evitando
dañara el astillado del hueso al resto de nervios, ligamentos y tendones
circundantes.
Ninguno
de los componentes de la expedición, pretendía que una niña que no levantaba un
palmo del suelo, les mandara y creyendo que ellos serían más juiciosos,
quisieron apartarla, no si la queja de aquella personita, que pretendía arrimar
el hombro.
Pronto Paco
y Rogelia su esposa, quisieron poner en resguardo a sus dos hijos Javier de 14
años y Julián de 16, pretendiendo ir en busca de soluciones cercanas, en un
escenario brutal, donde su experiencia jamás practicó aquellos deseos pensados.
El lugar se dibujaba inhóspito, con una crueldad jamás vivida, que con
seguridad nunca retornara a figurarse. Tan solo podían rezar, sin decidirse a qué
atenerse dentro de aquella dantesca solución.
Ignorando
y apartando a Panchita, como si no contase. Siendo con seguridad la única persona
que podía echarles un apoyo, la que dándose cuenta de lo que acaecía y sin decir
ni media palabra y disimulada en silencio tomó el camino de la solución, sin
tan siquiera despedirse. Con el fin de requerir la ayuda necesaria en el lugar más
próximo de donde se encontraban.
Nadie echó
de menos a Panchita, pero tampoco se preocuparon por la vida de aquella mocita.
Entre discusiones y lamentos pasaron las horas y la noche los cubrió con ese
manto de ceguera que obliga a temer de los mínimos ruidos y de los aullidos de
los depredadores que sin duda olían el perfume que desprendían. Terrorífico hedor
desatado por aquellos humanos perdidos entre la frondosidad de una serranía sin
cobijo y sin medios cómodos para el regreso.
La
lluvia cejó en su brutal caída, dejando un chirimiri, que seguía calando los
huesos.
La
familia muy intranquila no podía olvidar el padecimiento del guía, que, al desplomarse
en aquel vericueto, había extraviado su compás, por lo que nadie podía
orientarse más que con las estrellas celestes que en aquel momento, tampoco resplandecían
en el infinito por la gran nubosidad existente.
Panchita
con acierto y sin ser atacada por ninguno de los fieros montaraces y dañinas alimañas,
arribó al cabo, donde dar la alarma, con mucha ilusión, por hacer aquel
servicio de salvamento. Pensando en que atendieran al señor Salvador, mal
trecho con una pierna rota y casi la crisma destrozada. Dándose cuenta que los
puntos de referencia que había dejado al borde del camino, ya no estaban para
poder marcarle su regreso.
Aquellas
castañas pilongas que había apostado a la vera del barbecho no existían. Las hormigas
y cigarras del bosque al notar que venía una gran tormenta fueron las que
retiraron a sus madrigueras aquellas vituallas que les serían muy favorables
para comer. Además, hubieran sido indetectables por la nocturnidad del monte,
al haber caído la noche. Guiándose por la intuición y por su innata predisposición
llegó sin titubeos, donde la atendieron.
Experiencia
que le hizo pensar, que nada de lo que se prevé se mantiene a lo largo del
tiempo. Ni tan siquiera se acerca a cumplir con las expectativas que cada uno
imagina.
En ocasiones,
cuanto más previsor eres más fallan los escenarios y todos los intentos
fracasan, para dejarte desamparado.
En el
punto de socorro, ya la esperaba Facundo, su papá y una patrulla de asistencia,
que de inmediato hubiese emprendido la búsqueda, viendo lo que se había
desatado en aquella incierta naturaleza.
Las fuerzas
de rescate y salvamento acudieron en busca del accidentado, y de la comitiva que,
al ver a Panchita, se avergonzaron de haberla infravalorado en la forma que lo
hicieron y todos comprendieron que la niña les había salvado de uno de los
peores padecimientos que soportarían a lo largo de la existencia. Notando y
advirtiendo que la vida siempre da segundas oportunidades siempre que se puedan
aprovechar.
En el
regreso y antes de partir para sus respectivos hogares el conductor del todo
terreno, aparcó su vehículo en el margen de la carretera y compró a unos
venteros, tantos níscalos como les entraban en las cestas. Volviendo a sus
hogares de origen presumiendo de un hallazgo estupendo de setas en un lugar
anónimo y de la aventura que contaron como si ellos hubiesen sido los Todopoderosos
de las bondades de gentes que siempre quedan ignoradas.
Colorín
para ti que has leído el cuento y colorado por las gracias que he legado.
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