Si les hubiesen apoyado, o ellos se
hubieran decidido a tenerse, ahora estarían separados, eran diferentes y nunca
lo supieron.
Cada cual, tenía sus obligaciones,
pero jamás se separaban en ese día, aunque igual durante el año se trataban haciendo
planes quiméricos a distancia.
Los meses pasaban y se convencieron
que aquella situación era la mejor que disponían para tratarse, y sin darse
cuenta se percataron que no iban a ninguna parte juntos.
Mateo soltero con más de cuarenta
años, y Gladys divorciada por tres veces, con dos hijos y no sé cuántos nietos.
Todas sus alegrías las disfrutaban
desde una pantalla, y al cruzar al otro lado, no había nada.
Sin tocarla, sin besarla, sin
olerla. ¡Nada, de nada!
Vivian en continentes distintos,
países muy diferenciados, muy alejados por la geografía. Sin amigos comunes, y
sin haberse palpado jamás. ¡En verdad! ni se conocían.
Tan extraños, cómo son aquellas
metáforas anónimas.
Ese mismo día, en el que ella, cumplía
cincuenta años, Mateo le dijo que era el último cumpleaños.
Había ingresado en un oncológico,
sin posibilidad de pervivencia.
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