lunes, 4 de mayo de 2020

La sal y el salero.





Sin idea de normas de cocina, por haber sido criado en el seno de una familia tradicional, de aquellos tiempos; quiso hacer una gracia y preparó un accidental desayuno, por enfermedad de la titular.
Su compañera, estaba con una fiebre espantosa, roja como un tomate de huerta y morada como un pimiento de la ribera del Matarraña.
Mientras venía el doctor, nervioso, fuera de sí, quiso atenderla, por lo menos con una aspirina y un café con leche dulce, para mejorar su estado.
Estaba aterrado, nunca se había visto en semejante ocasión.
Encontró como se encendía el ignorado fogón, y prend el fuego, adivinando el cazo oportuno de la leche y todos los pertrechos para preparar aquella bebida confortante.
No tardó, o por lo menos eso creía, en descubrir los secretos de aquella cocina, y por unos minutos, fue el Máster Chef de Pensilvania. El mejor cocinero, el salvador de aquellas calenturas.
Cuando tragó, el primer sorbo de café con leche la afectada, el brinco en la cama que dio, fue digno de un récord de olimpiada, majestuoso rebote en el aire. Un equilibrio propio de medalla de Oro, con pirueta atlética, la ofrecida sin derramar ni un chorrito de la leche del tazón, sobre las sábanas.

Le miró con ojos de querer fundirle y le acusó con bastante genio y sensibles alaridos, por haber echado sal en el café con leche, en vez de un par de azucarillos.
La fiebre se esfumó, bajó su temperatura y quedó serena, cuando llegó el médico, le inculpó de haberla, casi…..
¡Que recuerdos, en fin una pena lo de la sal y el azúcar. Son tan parecidas.













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