Sin
idea de normas de cocina, por haber sido criado en el seno de una
familia tradicional,
de aquellos tiempos;
quiso
hacer una gracia y
preparó
un accidental desayuno, por
enfermedad de la titular.
Su
compañera,
estaba con una fiebre espantosa, roja como un tomate de huerta y
morada como un pimiento de la ribera del Matarraña.
Mientras
venía el doctor, nervioso, fuera de sí,
quiso atenderla, por lo menos con una aspirina y un café con
leche dulce, para mejorar su estado.
Estaba
aterrado, nunca
se había visto en semejante ocasión.
Encontró
como se encendía el ignorado
fogón,
y prendió
el fuego, adivinando
el
cazo oportuno
de la
leche y todos los pertrechos para preparar
aquella bebida confortante.
No
tardó,
o por lo menos eso creía, en
descubrir los secretos de aquella cocina, y por unos minutos, fue
el Máster Chef de Pensilvania. El
mejor cocinero, el salvador de aquellas calenturas.
Cuando
tragó,
el
primer sorbo de café con leche la
afectada,
el brinco en la cama que dio, fue digno de un
récord de olimpiada,
majestuoso
rebote
en
el aire. Un
equilibrio propio de medalla
de Oro, con pirueta atlética,
la ofrecida sin derramar ni un chorrito de la leche del tazón, sobre
las sábanas.
Le
miró con ojos de querer fundirle y le acusó con bastante genio y
sensibles alaridos, por haber echado sal en el café con leche, en
vez de un par de azucarillos.
La
fiebre se esfumó, bajó su temperatura y quedó serena, cuando llegó
el médico, le inculpó de haberla, casi…..
¡Que
recuerdos, en fin una pena lo de la sal y el azúcar. Son tan
parecidas.
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