Viene del Capítulo anterior : Los poetas lloran tinta
Nacieron tres hijos, dentro de la rutinaria felicidad de su matrimonio, les puso nombres mitológicos a cada uno de ellos, en contra de Reme, que prefería fuesen bautizados,
el mayor como el
padre; Lucas y la pequeña Remedios como la abuela materna, todos fueron
registrados a gusto del literato en conmemoración de algún Semidiós inventado.
El aislamiento del
escritor le fue ganando, y la presencia física aunque estuviera en casa, era
inexistente, por sus ausencias tácitas derivadas del libreto que atendía.
Detalles que le fueron
separando de Reme, que llegó a verle como un mueble más de la casa, teniendo un
contacto superficial y esporádico, ya que comenzó a vivir en su mundo y no
solía descabalgar de él fácilmente, con lo que se perdió la niñez de toda su
prole, que le veían tan raro como lo miraba su propia esposa.
Aún y llevando los hijos
al colegio, por aquello de compartir las tareas domésticas y por evitar que
Reme, dejara su trabajo fijo. No supo hacer de padre y llegar al núcleo de los
chiquillos, sin conseguir explicarles aquellas fabulosas historias que escribía
y que hubiesen saboreado juntos con vivencias imborrables.
Reme tuvo que buscarse
la vida fuera del mundo del marido a fuerza de ser fiel por falta de
oportunidades y sin posibilidad de divertirse con amistades que le hicieran
feliz.
Todo a lo inverso le
sucedía al cuenta cuentos, que sentado en estado vital de cesación placía de
las más bellas mujeres y las más divertidas historias. Sin esfuerzo físico. Saciándose
de imaginación, mojándose sin perder gota de gusto. Advirtiendo que su
progresiva desdicha le ganaba la partida.
La deserción
presencial iba ganando terreno fecha por fecha, y debido a los catálogos de
vinos que brindaba y las gacetillas especializadas, con cobro a noventa días,
los programas y planos de travesías didácticas, que dispensaba a las agencias
de viajes, con el pago contra reembolso. Los programas educativos e históricos,
para las firmas editoriales a las que prestaba el servicio, y sobre todo las indagaciones
de sucesos que ponía en claro, le tenían muy alejado de su propia persona y
llegado el ¡Boom! de la información masiva, ya le permitían cierta comodidad
económica.
Emprendía al final de
su madurez a casi ganarse la vida, con la abundancia que se regalaba en todos
los ambientes y negocios. Nuevas publicaciones, libros de entretenimiento,
catálogos que más bien parecían enciclopedias por su calidad y su buen gusto,
trípticos anunciadores de grandes rutas veraniegas, charlas de expertos en los
diferentes locales culturales. Ese desasosiego, hizo que repuntara con sus
novelas y ponencias en la ruta del turismo, de la erudición, de la cocina y
esparcimiento.
El excesivo meneo y el
poco reposo al que se veía sometido, le tuvo ensimismado al ver que en sus
bolsillos, por fin se llenaban con algo que no fuese solo esperanzas y deseos.
Comenzaban a florecer los duros tan esperados por Lucas.
A menudo por las
charlas o convenciones le concedían además de cierto premio en metálico, el
menú para él y su acompañante y el alojamiento compartido con su pareja.
Sin olvidar las
efemérides celebradas en lugares determinados, los viajes semanales, las
invitaciones a presentar géneros literarios, promoción de sus obras, charlas
sobre temas históricos, que le ofrecían unos ingresos no demasiado
espeluznantes, pero sí, mucho mejor que veinte años atrás y nada desdeñables.
Ocasión que aprovechó
Reme, para conseguir un despido negociado por exclusión anticipada, al padecer
desde hacía bastante tiempo, de una enfermedad crónica, que trataba de ocultar
y que le impedía movimientos normalizados en su sistema motriz.
Dándose de baja del
taller de ensamblaje de rotores. Con todas las ventajas que llevaba la oferta.
Manteniendo la paga, su cartilla del médico y todos los pormenores que producían
esas consecuencias tratadas.
Acompañando desde ese
instante a su enfrascado esposo a todos los eventos y descubrimientos que él
hacía y patrocinaba. Transformándose en pieza vital de su negocio literario.
Venta de volúmenes, control del gasto, compañías femeninas vigiladas, detalles
de infraestructura que la señora administraba magistralmente sin necesidad de licenciatura
que la instruyera.
Patrocinando sus
trabajos, a base de simpatía personal y siendo ella, quien los canaliza en las
librerías. Los sitúa en los estantes, los adecúa y los divulga para la
posterior firma de Lucas, que los dedica con agrado transmitiendo esa sonrisa
ya forzada.
Los años del ocaso llegaron,
Lucas sigue bajándose los pantalones para publicar, tiene agotadas las bases de
su conducta, está en el umbral de su pase a las vías del olvido y ni tan
siquiera tiene claridad para dar ese paso. No ha pensado en cómo y cuándo será
su entrada en esa senda, le cuesta asumir el adiós definitivo. Tampoco posee
una paga que le sostenga en la vejez. No cotizó en la Seguridad Social, ni tuvo
la previsión de pagarse un seguro de autónomos.
La relación con su
esposa está obsoleta, es de puro trámite, ella le aguanta simplemente. Sonríe
si es necesario en presencia de amigos y familia. Amor ya no les queda, aguanta
estoica porque no puede canjearlo como un boleto de lotería premiado con la
terminación, sin embargo le sigue cuidando y atendiendo, como lo hacía años
atrás, cuando vivía de realquilado en casa de Doña Encarna, bajando la calle
Montevideo.
El escritor lo sabe y
no puede reparar el tiempo perdido, aquel que le ha robado a su familia, para
regalarlo sin más a sus lectores, a sus seguidores y simpatizantes. En
definitiva a su sueño, y su causa. Su meta ha quedado lejos para conquistarla.
Gozando con el mínimo
reconocimiento y agradeciendo las deferencias recibidas, se conforma.
Prefiriendo que le besen el alma, que la piel.
Imposible abandonar su
sueño, a pesar de tantas vicisitudes, tantas carencias y tantos desprecios. Hasta
que la vida le ha regalado un inesperado fatal.
Lucas se encuentra
solo, tras tantas historias vertidas, Lucas ahora está sumergido en un cuento,
en el suyo propio, su Parkinson galopante. Aunque en su mirada, sigue aquella
ilusión desmedida que le hizo soportar lo que generó su propia vivencia.
El cuentista ha muerto
sin párrafos añadidos, el escribidor sigue comunicando, transfiriendo detalles,
hechos, singularidades, simplemente con su mirada agradecida y con su obra escrita,
que ahí queda para ser leída.
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