Con los años se comprenden mejor los sucesos, se reviven los episodios y se recuerdan los instantes pretéritos. En la mente de un niño no pueden asimilarse estilos que aportan terceras personas con las que se relaciona; porque es una práctica permitida desde el balcón de las vivencias, cuando ya has acumulado algunas decepciones y se vuelve la vista atrás en señal de contrición.
Su confianza frente a la vida, sus silencios sonoros, sus palabrosilusorios, sus jeribeques, ese enarcado de cejas, me obligaba a reír creyendo que lo hacía para darme ejemplo.
Aprendí de él; a tener sosiego, a leer parándome en las comas y puntos, deducir lo que pronunciaba. Tuve vivencias emocionales fantásticas, me dio pescozones y algún tortazo perdido aterrizó en mi cara para indicarme que tras las amonestaciones no cumplidas, llegan los correctivos disciplinarios.
Ahora le imagino sermoneándome, cuando me maldecía por cuestiones de distinción, de educación en definitiva por urbanidad. Con pura lógica de no permitir nada que no fuese menester.
Su voz grave llegaba a ser incluso estridente, cuando trataba de alzarla para ofrecer más severidad y conseguir con ello más crédito. No era un hombre dictatorial al uso de la época; pero en aquellos días los parámetros y los modos estaban impuestos. Tenía entre sus virtudes una: escuchar siempre; prefería callar cuando las alteraciones verbales se dislocaban. Esperando a que las aguas volvieran a sus cauces; jamás le vi discutir y no guardaba rencor en ningún caso.
Procurábamos encontrarnos los dos para disfrutarnos, yo; para preguntar siempre; y él para recitar esas leyendas preciosas que tanto me emocionaba; más que eso, llegar a lugares inesperados y disfrutarlos, sin la necesidad de menearme del suelo. Conseguía ciertamente, colarme en la ficción, en la patraña, en la conspiración. Esos instantes eran felices, los gozaba como nadie. Hizo de mí, que tuviera gusto por las pequeñas cosas, que me fijase en los detalles más difusos y degustara de la lectura en general.
Era mandamiento, o como se le llamaría ahora: ley. El que tuviera preparado uno de esos relatos; que sin duda los vivía en su cabeza y además de describirlos los transfería con su voz. Coexistían satisfacciones pintorescas, camufladas entre lo cierto y lo irreal; epopeyas de su propia vida, mezclados con destellos de ambición inconclusa; que de otro modo, si no hubiesen estado camuflados, no hubiera tenido valor para declararlo.
Sabía encubrir sus estimas imposibles , embelesos en batallas, y aguerridos sueños, con aquellos personajes, siendo él mismo protagonista de sus andanzas, y sus coqueteos con las princesas, o las grandes señoras que intervenían en sus fantasías, a menudo llegaban a hacerle cerrar los ojos y suspirar por aquello que de lo que podía haber sido… y no fue.
Me mostró las herramientas para imaginar despierto, compaginándolo con otras tareas simultaneas, a construir castillos en el aire y llenar mis alforjas de ilusiones, a tararear en las esquinas estribillos populares, a dibujar mi vida en cuadritos de colores, a ser este iluso que llevo dentro.
Aquel viejecillo, instruía, corregía, y regañaba; se hacía querer y valorar, más allá de lo que es el parentesco. Aquella dulzura agria que exportaba recalaba en lo más profundo del que le daba oídos.
Sin pretender ser un “siete ciencias”, carente de presunción y de protagonismo llegaba a convencer.
Que poca importancia se le da a lo relevante, o como se nos escapan esas sensaciones sin darnos ni cuenta; jamás se volverán a repetir.
¿Quien se ha parado un instante a pensar en él?
Realmente si no hubiese sido por esta circunstancia, no le recordaría y seguiría omitiendo a quien intentó que la fantasía, la fábula, la letra se enterrara en mí.
Depositó la semilla de lo que luego he intentado hacer. Que inventara pretextos e ilusiones.
Ahora que me lo habéis permitido destaco esos aprendizajes, ni siquiera valorados y que con nadie más llegué a cultivarlos.
En esta hora sea yo; el que con más posibilidades que tuvo él, pero con menos gracia, aptitudes y talento, realce su nombradía, y lo deje dónde siempre le correspondió; en mi recuerdo.
Su confianza frente a la vida, sus silencios sonoros, sus palabros
Aprendí de él; a tener sosiego, a leer parándome en las comas y puntos, deducir lo que pronunciaba. Tuve vivencias emocionales fantásticas, me dio pescozones y algún tortazo perdido aterrizó en mi cara para indicarme que tras las amonestaciones no cumplidas, llegan los correctivos disciplinarios.
Ahora le imagino sermoneándome, cuando me maldecía por cuestiones de distinción, de educación en definitiva por urbanidad. Con pura lógica de no permitir nada que no fuese menester.
Su voz grave llegaba a ser incluso estridente, cuando trataba de alzarla para ofrecer más severidad y conseguir con ello más crédito. No era un hombre dictatorial al uso de la época; pero en aquellos días los parámetros y los modos estaban impuestos. Tenía entre sus virtudes una: escuchar siempre; prefería callar cuando las alteraciones verbales se dislocaban. Esperando a que las aguas volvieran a sus cauces; jamás le vi discutir y no guardaba rencor en ningún caso.
Procurábamos encontrarnos los dos para disfrutarnos, yo; para preguntar siempre; y él para recitar esas leyendas preciosas que tanto me emocionaba; más que eso, llegar a lugares inesperados y disfrutarlos, sin la necesidad de menearme del suelo. Conseguía ciertamente, colarme en la ficción, en la patraña, en la conspiración. Esos instantes eran felices, los gozaba como nadie. Hizo de mí, que tuviera gusto por las pequeñas cosas, que me fijase en los detalles más difusos y degustara de la lectura en general.
Era mandamiento, o como se le llamaría ahora: ley. El que tuviera preparado uno de esos relatos; que sin duda los vivía en su cabeza y además de describirlos los transfería con su voz. Coexistían satisfacciones pintorescas, camufladas entre lo cierto y lo irreal; epopeyas de su propia vida, mezclados con destellos de ambición inconclusa; que de otro modo, si no hubiesen estado camuflados, no hubiera tenido valor para declararlo.
Sabía encubrir sus estimas imposibles , embelesos en batallas, y aguerridos sueños, con aquellos personajes, siendo él mismo protagonista de sus andanzas, y sus coqueteos con las princesas, o las grandes señoras que intervenían en sus fantasías, a menudo llegaban a hacerle cerrar los ojos y suspirar por aquello que de lo que podía haber sido… y no fue.
Me mostró las herramientas para imaginar despierto, compaginándolo con otras tareas simultaneas, a construir castillos en el aire y llenar mis alforjas de ilusiones, a tararear en las esquinas estribillos populares, a dibujar mi vida en cuadritos de colores, a ser este iluso que llevo dentro.
Aquel viejecillo, instruía, corregía, y regañaba; se hacía querer y valorar, más allá de lo que es el parentesco. Aquella dulzura agria que exportaba recalaba en lo más profundo del que le daba oídos.
Sin pretender ser un “siete ciencias”, carente de presunción y de protagonismo llegaba a convencer.
Que poca importancia se le da a lo relevante, o como se nos escapan esas sensaciones sin darnos ni cuenta; jamás se volverán a repetir.
¿Quien se ha parado un instante a pensar en él?
Realmente si no hubiese sido por esta circunstancia, no le recordaría y seguiría omitiendo a quien intentó que la fantasía, la fábula, la letra se enterrara en mí.
Depositó la semilla de lo que luego he intentado hacer. Que inventara pretextos e ilusiones.
Ahora que me lo habéis permitido destaco esos aprendizajes, ni siquiera valorados y que con nadie más llegué a cultivarlos.
En esta hora sea yo; el que con más posibilidades que tuvo él, pero con menos gracia, aptitudes y talento, realce su nombradía, y lo deje dónde siempre le correspondió; en mi recuerdo.
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