Fue una de las noches
que más frío pasó. La recuerda ahora con nostalgia y bajo los beneficios de una
calefacción central. Explicándole la historia a su nieta de siete años, que le
encantan los cuentos y las fábulas de hadas. Los chismes anecdóticos y las
leyendas. Es un relato, que sucedió hace muchos años, tiempo en el que tantas
cosas han ocurrido entre hoy y el ayer de aquel día, que podríamos catalogarlo
como uno de los sueños acontecidos en casi una vida. Y ahora, el abuelo, la
recuerda y la traslada, haciendo memoria y desempolvándola de sus efemérides
mejor guardadas. Tras haber transcurrido todos esos lustros, que pertenecen a
sus propias vivencias, que las desentierra y es cuando se la relata a su
nietecilla Anna…
Érase una vez una época donde no había casi nada, para hacer que la felicidad, supiera dulce en la casa de los llamados pobres. Todo obedecía a un sufrimiento soportable nada más, por la juventud de los protagonistas, la ilusión que le ponían a lo poco que tenían y las ganas juveniles de vivir sensaciones maravillosas.
No sé bien el mes que
fue. Yo diría que principios del año mil novecientos sesenta y nueve, sobre
primeros de abril, que es cuando celebramos en aquella época la Semana Santa.
Los padres de mis amigos. Los hermanos Dinarés, Nuria, Narciso, Esteban y Eulalia, se habían comprado una casa muy abandonada y para reformar en una localidad rural del interior de la Comunidad, muy próxima a la Terra Alta. Vivienda que irían arreglando, ya que Pepet, el padre de todos ellos era albañil y entendía de modificaciones, reformas y construcciones. Con lo que para celebrarlo y estar acompañados en aquel lugar lejano invitaron a parte de los amigos más cercanos. Los mismos chiquillos que vivíamos cerca de ellos y compartíamos secretos, juegos y afectos.
¡Cómo no!... Por Dios. Fue una ilusión. Aceptar semejante aventura. Estar fuera de nuestra casa durante un fin de semana, sin los regaños de nuestros padres, sin la necesidad que nadie te exigiera hacer esto o aquello, y con la libertad de ser tu mismo y disfrutar de la lejanía de tu lugar habitual de concentración. A parte de toda la peña que íbamos a viajar en la furgoneta Ebro de Luis. Un pretendiente que tenía la jovencita y espigada Nuria. Hija primogénita, que tonteaba con el ya postulante panadero, y que siendo mayor que todos nosotros, era el dueño del vehículo que nos trasladaría al pueblo donde estaba la morada recién adquirida.
Además de todos nosotros, también viajaría Rosa, la prima carnal de los hermanos Dinarés, que era una mocita espigada, rubia y muy vergonzosa. La serenidad de ella, era la que ponía la guinda, entre tantos niños salvajes. Así que en aquella Ebro F100, viajábamos Pepet y Nuria, los padres, Rosa la sobrina, y los cuatro niños de la familia. Luis, el conductor y amigo de todos los componentes del trayecto y el que suscribe. Fue un viaje que comenzó a media tarde y lo pasamos “pipa”. Excepto el timonel que conducía y la señora Nuria, la madre, iban sentados en la parte delantera. Todos los demás, íbamos en la parte trasera de la camioneta, casi amontonados, pero pasándolo en grande. Disfrutando del riesgo, de ser sorprendidos por la Guardia Civil, por aquello de viajar en un transporte que estaba destinado al reparto de pan. La algarabía que llevábamos en la trasera, la falta de un seguro de transporte adicional que cubriera aquel viaje para tanta gente y otras circunstancias que de jóvenes ni siquiera se aprecian y no se ponen en valor.
Al entrar por las
puertas de la localidad, tan solo se divisaban las pobres luces que a un lado y
otro del puente romperían la penumbra, llegada la noche.
Se divisaba el río, y al
mirar hacia el cielo, en lo más alto, se presentaba la imagen de un magnífico
castillo medieval, medio derruido.
El sol había dejado de
lucir, y ya era media tarde. Aún había suficiente irradiación diurna para
disfrutar de la imagen de portada que mostraba la villa. Al ser jueves festivo,
y día Santo, la gente se apelotonaba en la plaza mayor. Llenando la calle
principal, que daba justo antes de llegar a la mencionada plaza del Ayuntamiento.
Estaba el alguacil dirigiendo el tráfico en una población tan pequeña, que
desbordada por los visitantes impedían la buena marcha de los coches que
accedían al interior del casco antiguo.
Me impresionó todo el
sabor medieval que desprendía aquella villa. Y al ser un pueblo tan pequeño,
tuviera el criterio de la gran ciudad. No siendo habitual que en su calle
principal, hubiera una persona del ayuntamiento dirigiendo el tráfico. La Ebro
F100, aparcó donde pudo, ya que para acceder a la casa, teníamos que ascender
por unas escaleras y recorrer cierto tramo. Aquel domicilio estaba en pie. Mostrando
una antigüedad de pronóstico, con su puerta de acceso de una madera robusta y
con ciertas rendijas por donde entraba, además de la luz, todo el frescor y
relente del otoño.
La calleja angosta y medio solitaria, con las chimeneas de los hogares lindantes echando humo y percibiendo aquel olor tan energético y nutritivo por el olfato. Tres plantas habitables, todas ellas para remendar a conciencia. Vigas de madera que soportaban perfectamente el peso de aquella robusta mansión. Sin calefacción a tenor del fogón que en la cocina pronto fue cosechada de leños para dejar un calor soportable. Nos acomodamos de momento como pudimos. Saliendo a cenar a la calle, ya que recién llegados no había absolutamente nada para poder mitigar el apetito. No fue problema encontrar una cantina, para satisfacernos. En la calle plana, fuimos atendidos con unas lonchas de jamón prodigioso y unas hogazas de pan de tamaño superlativo, las que acompañadas de una gaseosa y al final un café con leche, nos desterraron el deseo hambriento que llevábamos.
Frío a borbotones. Mucho
y para la mayor parte de nosotros, desconocido. Volvimos a recorrer la calle y
ascendimos por las escaleras hasta llegar a la casa. Helada, y casi petrificado
el porche, por los rigores del hielo. Al penetrar desde la cocina, se notaba el
calor que desprendían aquellos troncos que quemaban a placer y que nos
percatamos que tan solo nos calentaban o te abrigaban la parte frontal del
cuerpo. Quedando el resto desguarnecido si no llevabas una prenda que evitara
el fresco. En el resto de la casa frío inhóspito. Nos sentamos alrededor del
hogar y el señor Pepet y la señora Nuria, explicaban historias de su juventud,
que de tan emocionantes, se nos escapó el tiempo y teníamos que ir a la cama,
por las horas intempestivas que nos tocaron.
Nuria la mamá, repartió las estancias y como no podía ser de otro modo las mujeres iban con las niñas y los caballeros reunidos y juntos también.
Tocó dormir en un lugar
que debía haber sido el trastero en su tiempo, con rendijas por todas partes y
vías de aire por entre las paredes. Compartiendo el lugar con Luis y repartiéndome
con él, todo el frío que hacía en aquella estancia.
Donde un catre de seis
palmos, con un par de sábanas de cretona y una mantita diminuta de cáñamo, nos
esperaba para pasar aquella gélida noche, con el cometido de abrigarnos a los dos.
En el aposento semi
iluminado, un termómetro antiguo y preciso por su mecanismo artesanal, ubicado
en un recodo, nos declaraba que no conciliaríamos el sueño. Marcando tan solo 6
grados y en descenso, lo que prometía ser una noche de estremecimientos y tiritones
salvajes.
A medida que entraba la
madrugada, el relente en aquella cámara fue descendiendo, hasta rozar los tres
grados centígrados, igual que si estuviéramos dentro de un frigorífico de
conservas.
Con una temperatura,
seca, pálida y desmedida. Temblábamos como papelillos de caramelo. Los dientes
nos repiqueteaban como martillos descorazonados. ¡Que frío!
Luis en la parte de la cama
que le había tocado, estaba ido. Lucía un color azul pálido, alarmante y escrupuloso.
Sin moverse parecía estar muerto. La postura que tomó fue la de una momia del
antiguo Egipto, semejante a la de un congelado y difunto repugnante en la cima
del Everest.
Lo zarandeé enérgicamente,
con toda mi alma para despertarlo, y sin fuerza me miró hasta que reaccionó. Cuando
vio que yo estaba congelado y me estaba vistiendo para volver a meterme en la
cama, abrigo y guantes incluidos. Copió mis pasos, y reaccionó de forma
inteligente. Soportando medio entumecidos en aquel tálamo inmoderado.
Aguantamos hasta las ocho de la mañana, que apareció el padre de familia, el
señor Pepet, con un termo de leche caliente con cacao, sabiendo que nos
hallaría desmaquillados a punto de transformarnos en estatuas de sal. Nos encontró
adheridos, vestidos como si estuviéramos cazando alondras. Con la gorra calada
hasta las orejas, la bufanda tapándonos el cuello y la boca, cuales asaltadores
bancarios y con las manos vestidas con los guantes, debajo de aquella manta que
nos cubrió durante nuestra nocturnidad.
y colorín colorado, amarillo y merengado. Este relato del recuerdo que ya es un cuento, el que os he contado, al llegar a su final. ¡Se ha acabado!
autor: Emilio Moreno
noviembre 2024.
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