lunes, 18 de febrero de 2019

Masca, la almendra



El relato que les propongo ahora, no deja de tener sus puntos interesantes y graciosos de inflexión, de los cuales los protagonistas de la historia, en modo alguno pudieron ni siquiera imaginar lo que dan de sí unas buenas almendras tostadas con una salazón especial, que suelen comerse en uno de los encantadores bosques playeros y paradisíacos de la población de Masca, en la isla Tinerfeña.
Lugar del nacimiento de una hermosa amistad, que perdura en el tiempo y que estoy seguro perdurará siempre. El destino caprichoso, prepara el lugar, dispone del momento y ofrece la casualidad.
Corría el mes de noviembre de 2017, en el aeropuerto del Prat de Barcelona, esperaban para embarcar turistas de los auténticos—recalco de los auténticos. Ya que además de alegría y serenidad, segregan un cierto halo de experiencia digna de mencionar en cualquier parte que se encuentren. Por sus experiencias y sus edades, individuos que entienden cuantos dilemas se les precipiten y se les ponga por delante. Con una imaginaria especial, para saber leer entre bultos y omitidos, aquello que el lenguaje gestual aboca.
Aquellas personas, comenzaban en ese instante y en ese preciso lugar; su episodio anual del Instituto de Servicios Sociales, lo que vulgarmente se conoce como IMSERSO. Entre ellos se miraban y se estudiaban sin precisar que lo estaban haciendo.
Otros no lo hacían porque ya venían acompañados de los colegas de toda la vida—amigos personales que compartían viajes desde el inicio—y en ese caso era impensable pudieran estar pendientes del resto de los tantos pasajeros.
Matrimonios, parejas unidas, divorciados y viudos, cambalaches y separadas, amigas disfrazadas, colegas reenganchados y algún soltero que otro. Un batiburrillo de gente que de momento lo único que iban a compartir es el vuelo hacia las Afortunadas, pero que de entrada entre ellos ya existía un vínculo simpático de aceptación o de rechazo.
Los había que se caían simpáticos tan solo por presencia y también ya imperaba en otros casos lo contrario.
Todos en el avión, con esas caras de alegría contenida por aquello de <>.
Olvidándose de nietos, hijos, familias y en algún que otro caso enfermedades que sobrellevan como se puede, en el silencio de la incomprensión.
Navegaban rumbo a la preciosa Tenerife, donde al cabo de casi cuatro horas tomaban tierra en el quicio norte de la isla.
Suspiros profundos, una vez las ruedas del Boeing rotaban a lo largo de la pista de llegada. Bostezo y expelido de miedos naturales por saber como ese bicho de hierro iba a aparcar sobre aquella isla preciosa y regalarles siete días de ilusión y de olvido de tribulaciones
Sin ni una incidencia que mencionar y habiendo disfrutado—entre comillas— de las alturas y de los espacios reducidos de la nave. Después de recorrer el pasillo de la aeronave en más de cinco veces para miccionar, les daban el aviso de “quietecitos y sentados” que iban a aterrizar.
Todos “atrapaditos” con el cinturón de seguridad y los ojos cerrados esperaban la maniobra de descenso con el consabido acarreo, hasta las instalaciones de aeródromo.
Con el dibujo de unas risitas contenidas, desempolvaban lo mucho que pretendían disfrutar aquella buena gente.
El puñetero suelo, la tierra firme, el aplomo de pisar en sólido, se volvían a notar y con ello la tranquilidad de tener debajo de los pies, el firme asfalto, que regalaba una cierta imaginación fantasiosa.
El susto de cruzar casi una cuarta parte del Atlántico, quedaba atrás, ya era “episodio gastado”. Había comenzado la semana de la ilusión isleña.
Una —“gua-gua”, el autobús— esperaba al pie de llegada que recogiendo a todos los intrépidos viajeros, les trasladaba al hotel donde disfrutarían de siete días. Gozando a poder ser, de cuantas cosas divinas tiene el Puerto de la Cruz y la isla de Tenerife en general.
Los organizadores habían repartido las instrucciones y los empleados del hotel las respectivas habitaciones, para cada pareja. Indicando la hora de la cena y algunos detalles que tenían que conocer de ante mano.
Ya se conocían de vista todos y algunos ya habían entablado charleta con otros, que por vecindad en el viaje, en la fila de espera de la “Guagua”, o del hotel se habían tratado levemente. Con ello sin precisar ya se estaban montando los grupetos y las coincidencias que servían para atraerse de entre los demás.
Como es lógico los habían que de momento iban absolutamente embelesados en sus cosas y aún no habían comenzado con ese capítulo de búsqueda y asunción de amiguetes exprés, disolubles en el retorno.
La primera reunión de los responsables de las Islas, con los recién llegados fue para el endoso de las correspondientes excursiones a los diferentes lugares y lo que no se podían perder de aquella isla los turistas llegados. Algunos por cierto repetidores en destino y otros que lo descubrían entonces.
Todo pasó sin descuido, nada quedó grabado en nefastas huellas de recelo, era todo amable, con un regusto de gratitud al clima, a la naturaleza, a lo que descubrían y a la almendra mascada con aquel sabor total, que le pusieron en los labios.
¡Qué almendra más sabrosa—¿Dónde la has encontrado?
Nos ha invitado aquella pareja, tan amables y simpáticos, me las han ofrecido y como sé que te agradan, quiero que las pruebes—dijo Ana con agrado—Son unos señores que ya hemos coincidido en algún que otro lugar desde que embarcamos en Barcelona—comentó alegre y sin detenerse informando con todo lujo de detalles—¡Mari Carmen y Antonio!
¡Muy buena gente y muy buenos amigos.









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