El
relato que les propongo ahora, no deja de tener sus puntos
interesantes y graciosos de inflexión, de los cuales los
protagonistas de la historia, en modo alguno pudieron ni siquiera
imaginar lo que dan de sí unas buenas almendras tostadas con una
salazón especial, que suelen comerse en uno de los encantadores
bosques playeros y paradisíacos de la población de Masca, en la
isla Tinerfeña.
Lugar
del nacimiento de una hermosa amistad, que perdura en el tiempo y que
estoy seguro perdurará siempre. El destino caprichoso, prepara el
lugar, dispone del momento y ofrece la casualidad.
Corría
el mes de noviembre de 2017, en el aeropuerto del Prat de Barcelona,
esperaban para embarcar turistas de los auténticos—recalco de
los auténticos. Ya que además de alegría y serenidad, segregan
un cierto halo de experiencia digna de mencionar en cualquier parte
que se encuentren. Por sus experiencias y sus edades, individuos que
entienden cuantos dilemas se les precipiten y se les ponga por
delante. Con una imaginaria especial, para saber leer entre bultos y
omitidos, aquello que el lenguaje gestual aboca.
Aquellas
personas, comenzaban en ese instante y en ese preciso lugar; su
episodio anual del Instituto de Servicios Sociales, lo que
vulgarmente se conoce como IMSERSO. Entre ellos se miraban y se
estudiaban sin precisar que lo estaban haciendo.
Otros
no lo hacían porque ya venían acompañados de los colegas de toda
la vida—amigos personales que compartían viajes desde el inicio—y
en ese caso era impensable pudieran estar pendientes del resto de los
tantos pasajeros.
Matrimonios,
parejas unidas, divorciados y viudos, cambalaches y separadas, amigas
disfrazadas, colegas reenganchados y algún soltero que otro. Un
batiburrillo de gente que de momento lo único que iban a compartir
es el vuelo hacia las Afortunadas, pero que de entrada entre ellos ya
existía un vínculo simpático de aceptación o de rechazo.
Los
había que se caían simpáticos tan solo por presencia y también ya
imperaba en otros casos lo contrario.
Todos
en el avión, con esas caras de alegría contenida por aquello de
<>.
Olvidándose
de nietos, hijos, familias y en algún que otro caso enfermedades que
sobrellevan como se puede, en el silencio de la incomprensión.
Navegaban
rumbo a la preciosa Tenerife, donde al cabo de casi cuatro horas
tomaban tierra en el quicio norte de la isla.
Suspiros
profundos, una vez las ruedas del Boeing rotaban a lo largo de la
pista de llegada. Bostezo y expelido de miedos naturales por saber
como ese bicho de hierro iba a aparcar sobre aquella isla preciosa y
regalarles siete días de ilusión y de olvido de tribulaciones
Sin
ni una incidencia que mencionar y habiendo disfrutado—entre
comillas— de las alturas y de los espacios reducidos de la nave.
Después de recorrer el pasillo de la aeronave en más de cinco veces
para miccionar, les daban el aviso de “quietecitos y sentados”
que iban a aterrizar.
Todos
“atrapaditos” con el cinturón de seguridad y los ojos cerrados
esperaban la maniobra de descenso con el consabido acarreo, hasta las
instalaciones de aeródromo.
Con
el dibujo de unas risitas contenidas, desempolvaban lo mucho que
pretendían disfrutar aquella buena gente.
El
puñetero suelo, la tierra firme, el aplomo de pisar en sólido, se
volvían a notar y con ello la tranquilidad de tener debajo de los
pies, el firme asfalto, que regalaba una cierta imaginación
fantasiosa.
El
susto de cruzar casi una cuarta parte del Atlántico, quedaba atrás,
ya era “episodio gastado”. Había comenzado la semana de la
ilusión isleña.
Una
—“gua-gua”, el autobús— esperaba al pie de llegada que
recogiendo a todos los intrépidos viajeros, les trasladaba al hotel
donde disfrutarían de siete días. Gozando a poder ser, de cuantas
cosas divinas tiene el Puerto de la Cruz y la isla de Tenerife en
general.
Los
organizadores habían repartido las instrucciones y los empleados del
hotel las respectivas habitaciones, para cada pareja. Indicando la
hora de la cena y algunos detalles que tenían que conocer de ante
mano.
Ya
se conocían de vista todos y algunos ya habían entablado charleta
con otros, que por vecindad en el viaje, en la fila de espera de la
“Guagua”, o del hotel se habían tratado levemente. Con ello sin
precisar ya se estaban montando los grupetos y las coincidencias que
servían para atraerse de entre los demás.
Como
es lógico los habían que de momento iban absolutamente embelesados
en sus cosas y aún no habían comenzado con ese capítulo de
búsqueda y asunción de amiguetes exprés, disolubles en el retorno.
La
primera reunión de los responsables de las Islas, con los recién
llegados fue para el endoso de las correspondientes excursiones a los
diferentes lugares y lo que no se podían perder de aquella isla los
turistas llegados. Algunos por cierto repetidores en destino y otros
que lo descubrían entonces.
Todo
pasó sin descuido, nada quedó grabado en nefastas huellas de
recelo, era todo amable, con un regusto de gratitud al clima, a la
naturaleza, a lo que descubrían y a la almendra mascada con aquel
sabor total, que le pusieron en los labios.
—¡Qué
almendra más sabrosa—¿Dónde la has encontrado?
—Nos
ha invitado aquella pareja, tan amables y simpáticos, me las han
ofrecido y como sé que te agradan, quiero que las pruebes—dijo Ana
con agrado—Son unos señores que ya hemos coincidido en algún que
otro lugar desde que embarcamos en Barcelona—comentó alegre y sin
detenerse informando con todo lujo de detalles—¡Mari Carmen y
Antonio!
¡Muy
buena gente y muy buenos amigos.
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