jueves, 15 de marzo de 2018

Alboroto en la mente.

Èrase una vez, un lugar alejado, donde las ilusiones se cumplían y los milagros existían.
De eso ya hace muchísimos años— contaba una abuelita a sus dos nietos—,sentados al  borde de la acera, mientras se comían su merienda.
Aquella anciana narraba uno de aquellos relatos de su juventud. Convencida que en la vida hay detalles y sucesos incomprensibles.
Una vivencia de su propia carne, un recuerdo inolvidable que lo llevaría impregnado en su memoria mientras viviera. 
Tendría yo unos veinte años— recordaba la yaya— y estando en las playas, despues de haber bajado de la barcaza, desembarcando todo el pescado que habíamos conseguido la noche anterior, cuando comenzó a llover de forma impulsiva. No era lluvia para hacer el bien, era una tormenta que nos sorprendió con un fuerte tornado que se nos llevó la barca entera, con el pescado y cuatro de los seis pescadores de los que habíamos vuelto de faenar.
Tan solo quedamos, mi amiga Escarlet y yo misma, muy dañadas por el fuerte vendaval sin sentido, tendidas en la arena, completamente desnudas y rebozadas de aquella arena fina y pegajosa. Arenadas y con vida, gracias a unos salientes de la misma costa, que hicieron de parapeto y de freno a la furia del mar, del viento, de la lluvia y de Dios. Evitando caer por el desfiladero sobre el rocoso del mar, donde hubieramos muerto con seguridad.

De las cuatro personas que se llevó el tornado, junto con la barca y el pescado, iba Humprey, mi mejor amigo, con el que sin duda me hubiera casado de no desaparecer y creer que estaba muerto. Dos primas mías Yacarta y Fedosia y un abuelo llamado Judas, que a la vez era el propietario de la barca. Un hombre muy huraño del que casi todo el pueblo recelaba, por su caracter y que a la vez, daba de comer al necesitado que se acercaba y le solicitaba su ayuda.

Cuando volvimos al pueblo y contamos lo ocurrido, nadie podía creerse lo que había pasado, ya que en el interior del poblado, aquel dia, no había dejado de lucir el sol y la temperatura no bajó de los treinte y ocho grados, sin una gota de agua de lluvia y menos aún un viento tan doloso como es el que lleva un tornado,

Nadie supo jamás de Humprey, de Yacarta y de Fedosia, ni de Judas, la barca no apareció y ni yo ni Escarlet, pudimos explicar realmente que es lo que nos había pasado, ni por supuesto aparecimos con la pesca realizada en la noche anterior.
Cuando explicábamos lo sucedido, nadie creía lo que les referíamos, aún y sin haber encontrado los restos de la barcaza, ni los cuerpos de las personas que se llevó aquella tragedia.

Decían que era cosa del espíritu de los mares y que no entendían como nosotras dos habíamos quedado en tierra indemnes de todo daño. Algunos llegaron a creer, que nosotras éramos protegidas de los dioses y por ello, habíamos quedado con vida.
Las autoridades de la isla, no quisieron saber nada y no abrieron ninguna batida para buscar a las personas, ni siquiera saber que es lo que había sucedido, y encontrar una respuesta a todo aquel dilema, tan doloroso para las familias de los desaparecidos.

Pasó el tiempo y los habitantes de Isla Mosquito, se olvidaron de todo lo que aconteció aquella noche trágica, hasta que lo lograron, con la rutina todo volvió a ser normal.
Un buen día un barco procedente de Madagascar, que a su vez provenía de Cabo San Prudencio. Con una compañía de artistas del Circo Mortimer, atracó muy a las afueras del embarcadero y bajaron de esa embarcación, mis primas Yacarta y Fedosia, como integrantes del harem de uno de los califas dueños del espectáculo.
Humprey las acompañaba y en aquel entonces era el domador de las grandes fieras de aquel monumental circo. Judas, había rejuvenecido y se había transformado en un hombre mucho más joven desde que partió aquella noche nefasta a pescar. Ahora era un gran personaje y propietario de todo cuanto llevaba aquel inmneso buque.

Algo había pasado en aquel tiempo, porque ni Judas, era él, ni atendía a ese nombre.
No recordaba tampoco que él había nacido en la isla Mosquito. Mis queridas Yacarta y Fedosia, no eran ellas mismas. Habían cambiado tanto que no respondían ni tan siquiera a los nombres con que se les había designado a la hora de nacer. No saludaron ni conocían a sus padres ni hermanos.

Aquel entorno que les había visto nacer y que tantas veces les sirvio de escenario de juegos, recordaban en modo alguno. 
Humprey, que de toda la vida había sido una persona simpática y alegre, se había vuelto en un tipo de los que no puedes acercarte, por estar siempre por encima de la verdad. De su verdad, que no quería decir fuera la auténtica. Todo era un galimatías y nadie entendía nada.
Se instaló el circo en la explanada de la plaza del mercado y las lonas del gran circo, lo cubrian todo, para dar espectáculo a los setenta y tres pobladores de isla Mosquito.

Los fieros leones no parecían  fieras de temer, en vez de bajarlos atados o en jaulas los tenían tomando el sol, a los pies de un gran barreño con agua para que bebieran y en vez de ponerles grandes pedazos de carne, para que comieran hasta hartarse, les pusieron tan solo una fuente con hierbas y flores. 
Los trapecistas eran gigantes de dos metros y medio, no necesitaban red, ni escalera para acceder al trapecio de la gran sala de espectáculos, tan solo con levantar los brazos, podían asirse a los bártulos que proporcionaba aquel espectáculo.
Me acerqué a mi antiguo amigo, para ver si me reconocía, y uno de los leones se abalanzó sobre mi y comencé a gritar—uno de mis nietos saltó de la acera—. Me sujetó por las muñecas y me sacó del centro de la calle para evitar me atropellara cualquier vehículo.
Cuando desperté, estaba ingresada en el Manicomio de San Pretencioso, aquejada de una dolencia grave de cambio de personalidad, nadie conocía a mis primas, Yacarta y Fedosia. Ni tengo nietos, ni jamás existió un circo llamado Mortimer, con leones amaestrados que comían flores.
Gracias a mi enfermera Escarlet que me cuida sigo y quiero "Volver a empezar".

















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