domingo, 15 de junio de 2025

El sobrino del señor cura.

 

 Presumía de su pariente, como si fuera un gran hombre.

—Mi tío Manolo, es el que le reparte el correo al Papa de Roma. Es un gran tipo. Es algo más que Cardenal. El segundo de la curia. En el Vaticano lo quieren mucho. Decía Miguel apostado en la barra de la cantina a sus colegas, que dudaban de sus palabras.

—No será para tanto Miguel, amenazó el cantinero dudando y sin equivocarse. Sus comentarios eran normalmente falsos. Aquel camarero le conocía bien y sabía que Miguel adolecía de lealtad. Era cínico, embustero y traicionero con los que le rodeaban tan solo por darse el pisto que jamás tuvo.

—Anda vuelve a tu casa, que vas algo cargado y estás haciendo el pavo. Acabó indicando el mozo de la barra.

—Si yo os contara, —manifestó el sobrino. Haciéndose de nuevo el interesante ante una parroquia que lo despreciaba y sin remedio prosiguió.

—Toda la historia que me pasó mi madre, es auténtica. Si supierais algo de ella, aunque tan solo fuese la mitad, callaríais como bellacos. Repitió con contundencia esa frase, que le pareció tonificante.

—Que sois unos bellacos. Pero os puedo asegurar que mi tío es el brazo derecho del Papa.

Conjeturaba con bullicio y menoscabo. Dándole grandeza al hermano de su padre, su tío carnal. Manifestando detalles incomprensibles, sobre un sacerdote que ni su sobrino conocía y ahora lo rememoraba porque al morir le dejó parte del dinero que cosechó durante su ministerio. Propiedades terrenales y bienes amplios, que debería repartirse con el resto de los herederos. Entre ellos la que decían era prima de Don Manolo, y fue durante los últimos veinte años, la mujer que le calentó en la cama.

Miguel era un tipo que disimulaba bien ante las personas que no le conocían y en primera instancia, pasaba por leal y honrado. Cuando la realidad que lo soportaba era de ser un embustero y descastado personaje.

Inventando historias artificiosas, por sus ganas de resurgir ante sus allegados.

El tío era uno de los tantos sacerdotes que están perdidos en uno de esos pueblos abandonados. Enviados del cielo a mitigar las penurias de los pobres, debiendo procurar amparo a los feligreses. Sin prosperar ni enriquecerse.

Aparte de otras ganancias subrogadas que saborean algunos indignos confesores. Sin pensar en los necesitados, los descarriados, y los faltos de fe, que en todos los pueblos existen.

Ese ínclito religioso que tanto valoraba su sobrino, supo agradar al pueblo y agradecer a este, que con sus dádivas, regalos y pernadas vivir feliz sin penurias. Sin faltarle el sosiego y encariñar a más de una necesitada, pudiendo en nombre del espíritu santo concebir felicidad espiritual y sexual. Dejándolas satisfechas a espaldas de sus maridos, en un lugar que muchos catalogarían como “El culo del mundo.”

 

Los Garganta Carmena fueron en su día una familia de “Quinquis” de la parte alta de Albacete, que se dedicaban al trapicheo de los mercadillos. Pertenecían al grupo social y marginal, con atributo errante, que se dedica a la quincallería. Actividad habitual merodeadora, vendiendo o reparando ollas de segunda mano y baratijas por los alrededores de la ancha Castilla y parte de la alejada Extremadura.

La familia la componían los padres y sus cinco hijos que andaban en aquellos carruajes vendiendo toda clase de minucias habidas y por haber. Pollos de corral, gallinas ponedoras, de los corrales que asaltaban a su paso. Reparaciones y soldadura de toda clase de marmitas y pucheros. Vendiendo además toda la siega espigada en la cerrazón de la noche. Hurtos en las muchas granjas que encontraban en su senda. Aportando a su ferretería aquellos frutos secos y de temporada que dan los nogales, almendros, naranjos y manzanos que estoicos aguantan el clima, tormentas, pedrisco y a los mercheros que invadían los plantíos sin vigilancia. Al descuido y con cuidado en no tropezarse ni por asomo con el cuerpo de la Benemérita forestal. La que recorre como ellos, con ojos vigilantes los caminos, con un oficio completamente opuesto al de estos cosecheros de lo ajeno.

Todo sucedía en una época añeja, y trasnochada cuando Restituto y Gumersinda los padres de Micaela, Antonia, Rafaela, Manolo, y Tomás, buscaban solución para despegarse de alguno de sus hijos, por la falta de posibilidades. De mitigar la hambruna, poder descansar en la vejez y dar una salida aquellos hijos, que sin culpa inquirían caminos, sendas y lugares sin oficio ni beneficio.

Amparar a siete personas a comienzos del siglo XX, en aquellos raquíticos años cuarenta y cinco. Se hacía muy cuesta arriba, cuando no tenías ni tan siquiera terreno, ni ubicación donde caerte muerto.  Incluso era costoso a los que no tenían que dar explicaciones a nadie y vivían de la rapiña y del menudeo por los caminos de España. Ellos eran quinquis del más puro estilo y costumbres. Sin embargo también pensaban y viendo que la vaca no daba para tanto se reunieron aquella noche alrededor de una fogata y masticando unas garrofas, decidieron.

Aquellos padres, muy a pesar suyo habían de soltar amarras por lo menos con tres de sus descendientes. Los hijos de la calzada, el barbecho y de la oportunidad, no necesitaban demasiadas explicaciones para convencerse que debían separarse para vivir. La conversación en el extrarradio de Tobarra, fue definitiva. Reunidos todos en la cena, bajo unos inmensos algarrobos, Gumersindo les dijo que Manolo sería recluido en el Seminario de Hellín, Antonia la más espabilada y descarada la colocarían en casa de alguno de los potentados de la ciudad de Archena, y Tomás, quedaría en Mazarrón cerca del mar, con una familia lejana, la que a cambio de su esfuerzo le daría cobijo hasta la mayoría de edad. Estos parientes tenían una carbonería, y no podían tener descendencia. Con lo cual sería atendido si lo merecía como un hijo sin faltarle oficio, pan y manteca.

Los padres se quedaron en el carromato con Rafaela y Micaela, que serían las que soportarían el peso del negocio ambulante que regentaban.

Tras aquella reunión nadie se atrevió a preguntar nada. Decidido estaba por parte de los padres y aquello era ley de mercheros y se debía cumplir a raja tabla.

En una semana llegaron a Hellín donde se quedó instalado Manolo Garganta Carmena, en las instalaciones del seminario. Sin una lágrima ni disgusto.

Se despedía de su linaje a los 12 años. Aquel muchacho sabía que a partir de entonces comenzaría una etapa completa y muy diferente que en su futuro le permitiría llegar al lugar, desde donde con el tiempo y a futuro, un sobrino suyo hijo de Micaela, presumiría de sus hazañas escuchadas con sus amigachos. 

Acto seguido y llegando a la zona de las famosas aguas termales de Archena, Antonia la segunda hija de los Garganta, una moza de diecisiete años, quedaba en casa de los señores de Planverdejo, regentes del Balneario Popular, como sirvienta y ayudanta de cocina. Una vez la señora de la hacienda dio el visto bueno a la muchacha, al reconocer su desparpajo y su falta de preparación académica, que es lo que les interesaba a los condes, para poder dominar a sus lacayos.

Camino hacia el mar y en unos días, llegaron a Mazarrón a casa de aquellos parientes carboneros, donde descargaron a Tomás de 11 años, pero que ya desarrollado, les serviría muy bien de mozo y de esclavo. A cambio de la manutención, escuela y comida.

 

De todo aquello habían pasado más de cuarenta años. Restituto el patriarca y Gumersinda, hacía décadas que faltaban. Al igual que Micaela, Rafaela y Tomás. Este ultimo murió en el presidio de Vigo, infectado por unas fiebres tifoideas que contrajo en su ultima condena.

Micaela se instaló con el tiempo en Barcelona. Se casó con Damián y tuvo tres hijos, Fernando, Miguel, el que presumía de su tío cura, y Florencia.

Tanto los padres y dos de los tres hijos murieron. Micaela en la Residencia de los Sauces de una población cercana del Llobregat, Fernando en Mallorca y Florencia en el barrio chino de la ciudad, asesinada por uno de los clientes del putiferio donde trabajaba.

Rafaela mujer prudente y nada continuadora de los apellidados Garganta Carmena, fue enfermera en San Pablo, dedicando la vida al prójimo llegándole su hora siendo soltera y devota.

Aquella moza, Antonia, la que se quedó en Archena, y el destino la envió a San Pedro del Pinatar, se casó y tuvo un hijo con Joaquín Patiño, un peluquero de la zona de la playa. Le perdieron la pista tanto los padres como los hermanos, y ninguno puso medios para saber que tal les iba la vida.

Ya viuda, en una de las excursiones que hacía Antonia, hacia lugares ignotos, creyó conocer al cura que daba la misa de doce en Canjáyar. Localidad de la provincia de Almería perteneciente a la Alpujarra en el Valle del Andarax.  

Era su Manolo. No tenía casi dudas. Se acercó y al llegar a su altura el cura se abrazó a ella, con unas lágrimas de sentimiento, tan profundas como reales. Comentando que la había descubierto entre la feligresía aquella mañana, y emocionado, creyó que Dios, había escuchado sus plegarias.


autor Emilio Moreno
Junio de 2025



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