viernes, 29 de diciembre de 2023

No trajeron carbón.

 

En aquel tiempo los Reyes Magos de Oriente, solo aparecían en los hogares de algunos niños con los sacos medio cargados de juguetes.

Era una suerte divina que nos visitaran aquella noche del cinco al seis de enero. Se proveía si los papás habían podido trabajar en el campo, recogiendo los cultivos.

En el taller o la fábrica haciendo muchos turnos de trabajo, cubriendo todas las horas extras que se presentaban y si habían tenido las estrellas de la salud de su parte. En otros domicilios, tan solo dejaban un poco de carbón, algunos mantecados y aquel chocolate terroso, con gusto a fénico, por la mezcla del cacao con un tipo de azúcar arenosa.

Incluso en alguna casa, pasaban de largo, sin obsequiar nada de nada. Dejando muchos disgustos a las niñas y a los chavalillos que se quedaban sin regalos.

Los que imaginaban no haber dado la talla, por haberse portado mal, que no habían obedecido en condiciones o que no fueron buenos durante el último año.

Aunque nadie les daba una excusa convincente, a tantos jovencitos que se quedaban esperando un detalle, un abrazo, o un presente.

No obtenían respuesta y su decepción siempre era callada y disconforme.

Todos se avenían en que los Magos eran muy listos y lo sabían todo. No necesitaban llaves, porque no había puerta que se les resistiera. Entraban por las chimeneas de los salones de las casas adineradas, por los ventanales de las haciendas, por las gateras de las viviendas modestas, por las lucernas de las barracas, y por las brechas menos insospechadas.

Decían los maestros de la escuela, que las condiciones debían ser cumplidas siempre que los niños ayudaran en casa a sus mamás con una conducta alegre, no decir palabrotas, ni mentiras y obedecer, aunque a veces no gustara.


 

Fortunato se lo había currado durante todo el año. Queriendo probar si de verdad las estrellas de oriente, se acordaban de todos los niños, o solo se fijaban en los más favorecidos, porque llevaba pidiendo una bicicleta de dos ruedas durante muchos reyes y jamás se la habían concedido. Siempre le dejaban un juego de bolos y una bolsa de papel marrón con trozos de un carbón, agrio y rancio.  

Sus padres tenían una botica reducida en el pueblo, donde para ganarse la vida, estaba abierta casi veinte horas al día, vendiendo leche, arroz, vino, patatas, alguna clase de frutas del tiempo y los nuevos víveres que iban llegando de ultramar.

Bebidas y comida, desconocidas hasta entonces para la gente humilde. Abastos comestibles que eran de otros pueblos y poco a poco llegaban al poblado para que las gentes que podían las fueran comprando y probando.



Fortunato y Jacinto, su hermano, debían madrugar y antes de ir a la escuela, andar durante media hora arrastrando de un carro muy molesto y pesado a recoger del mayorista la fruta que su mamá les encargaba. Unas veces dos cajas de naranjas, otras un costal muy grande de patatas, y en alguna ocasión, el saco de mandarinas, de las cuales ellos; probaban antes de llegar al tenderete.

Aquel año se dijo Fortunato, sería el definitivo. No dormiría en toda la noche para ver si el mago Baltasar, aparecía después de la carta tan amplia que le había mandado sin que su mamá supiera. Fue a la estafeta de Correos, con la carta dentro de un sobre, sin dirección, esperando que la señora Patricia, la oficiala, supiera donde mandarla. Fue a pagar el timbre con unos ahorrillos que guardaba y con mucho respeto le pidió a la empleada, dirigiera el escrito donde correspondiera y le cobrara el envío.

Patricia, viendo la decisión de Fortunato, le dijo que no se preocupara que ella enviaba la misiva y que se guardara las dos perras del importe, que ella la ponía en la valija preferente con los demás pliegos de todos los niños del pueblo.

 

Fue la única vez, qué en unas Navidades, fui feliz. Melchor y no Baltasar cumplieron con lo que pedía. Me trajeron una bicicleta marca Orbea de dos ruedas, con un cuadro azul celeste precioso como el capricho soñado.

Un manillar adaptable donde podía sentar cuando paseaba a Conchita. Un poco apretada, pero a ella le encantaba, que la abrazara en los paseos.

Siempre pensé en que hice bien en decidirme a pedir por escrito lo que quería como regalo para reyes, sin el conocimiento de mi madre. Que a menudo decía me portaba mal, y con la ayuda de la señora Patricia, la mamá de Conchita, lo alcancé; y fíjate lo que son las casualidades. Su padre se llama señor Melchor, como el rey que me concedió el preciado regalo.

Tan solo el Mago pedía una condición, que debía compartirla con mi hermano, y dar paseos con la Orbea y mi amiga Conchita, qué por una enfermedad de chiquitilla, anda un poco mal y casi no tiene amigos.

Fue una bendición, y a pesar de no haber visto como llegaban aquella noche sus Majestades desde el quicio de mi ventana, intuí que me acariciaban.

Noté su presencia cercana y pasmado con las musarañas me perdí la oportunidad de dar las gracias, mientras depositaron una de mis mayores ilusiones, junto a otros detalles en el zaguán de mi puerta.






 


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