domingo, 18 de septiembre de 2016

Un japonés en Valderror



En aquel año de 1967, en el pueblo Valderror de Mentirones. No quedó prácticamente, señal de vida. Muy alejado, demasiado retirado de la sociedad y el consumo. A excesiva distancia de la primera urbe con ayuntamiento, colegios y almacenes de víveres. Situado entre valles y montañas, colindante en el mapa, entre las altas, altísimas serranías de Teruel y Castellón. Se cerró el pueblo a cal y canto por falta de savia.
Se había ido quedando sin vecinos, sin prácticamente habitantes por el sencillo motivo que todos se habían hecho viejos y morían, sin dejar descendientes y los hijos y familiares de estos, habían huido de la población buscando su medio de subsistencia. Al quedar el lugar, sin la más mínima posibilidad de sostenimiento.
Las heladas de aquel invierno dejaron secas a las oliveras y almendros, las carrascas y alcornoques, los nogales quedaron sin flora, incluso los pinos autóctonos, tan robustos y decanos dejaron de florecer por la quemazón que les había provocado semejante helamiento.
Los campos de trigo quedaron yermos, la alfalfa se desmayó, la cebada se la llevó la brisa, el centeno revertió sus granas espigas por los bordes de los caminos rocosos y sin cuidar. Los huertos de tomates y verduras sin control se tornaron silvestres y los escasos redivivos de los rebaños de cerdos y ovejas fueron vendidos con urgencia para que los propietarios de los mismos, pudiesen tener las manos libres y poder emigrar, sin echar la vista atrás, para buscarse la vida en otros lugares.
Los dos últimos habitantes, que desertaban eran primos hermanos, antiguos amantes y en la actualidad no se hablaban desde hacía muchos años. Matilde la madura y declina operadora del antiguo telégrafo y Mariano, el ministril, monaguillo y juez de paz de la arcaica población; emigraron: Matilde a Madrigal de las Altas Torres y Mariano a las estepas de la ciudad de Córdoba. La Córdoba no sarracena, la bella ciudad argentina, donde viven unos familiares que hace mil años no ve. Entregando antes el testigo de todo lo que dejaban a Tacanagua.
Tan solo persistió una persona, la que se quedó en aquellas laderas, aguantando las inclemencias de toda aquella hipotética y desangelada situación. El único que quiso seguir en aquellas serranías haciéndole frente a todo aquel escabecho.
Tacanagua, un japonés, llegado a la villa, dos años antes, huyendo, ¡quién sabe de qué! Aseguró el señor Martín el antiguo enterrador que el oriental perteneció a los comandos guerrilleros del Ejército Rojo Japonés. Superviviente en tres guerras y persona desabrida, desalmada, sin miedo y sin futuro previsto. Además, sin el conocimiento completo del idioma de la zona; aquel castellano rancio, chapurreado entre aragonés valenciano y antiquísimo latín.
Un japonés, que una vez al año, bajaba a la ciudad más vital y cercana, a tomar el aire y a conseguir esposa fiel y sumisa trabajadora, callada, solícita y a poder ser hermosa, que llevarse al solitario Valderror.
Los inviernos eran descorazonadores, por la cantidad de nieve caída, lo larguísimos y la imposibilidad de seguir trabajando en las labores del campo, atender a los pocos frutales que se habían salvado de aquella maldita erupción de la naturaleza y mantener el pequeño terreno con trigo para poder recoger la mínima cosecha de espigas, molerla y componer la harina y hacerse el pan diario y el puñado de aceitunas y molerlas para conseguir el aceite necesario. La caza de las aves torcaces, las trampas a los roedores, los medios para poder llevarse a la boca el trozo de carne asada proveniente de la montería.
Los impracticables caminos quedaban cortados por la altura de la nevisca y había que aguantar a que derritiera y deshelara, para seguir haciendo las labores diarias. Simplemente sobrevivir en un ambiente solitario, durísimo e insociable.
En el verano del sesenta y nueve, en una de esas visitas a la realidad, y estando en un burdel del barrio chino de la metrópoli, tuvo relaciones con una hermosa mujer de la que se enamoró en el primer instante y convenció para que le acompañara, hasta Valderror para hacerla feliz en la soledad de los montes, entre flores silvestres y plantas medicinales.
Haruka, Así se llamaba la amada de Tanaca que literalmente, significa "lejos". Le siguió al fin del camino. Aquel habitante enfervorizado entre la luna y la tierra, se acompañó con un amor deseado. Volviendo a la población y perseverando dentro de las limitaciones, siendo muy felices y teniendo nueve hijos.
Tanaca, supo poner en marcha y reparar el telégrafo que destrozado permanecía en la centralita de llamadas del dispensario. La arcaica aula de transmisores de la antigua villa y situar todos los mensajes telegráficos a sus amistades en Tokio, Nagasaki. Amigos de los comandos guerrilleros, de su infancia, del colegio y de los centros religiosos.
Haruka, hizo prácticamente igual con Katsumi, su prima hermana lejana y afincada en un serrallo de Cádiz, Mamiko amiga de la infancia en Tokio soltera y Takara, que era empleada de un médico en Valdepeñas. Todas fueron a parar al pueblo de Valderror, para seguir poblando aquel olimpo, donde solo llegaban las brisas y las estrellas perdidas.
Así fue vivificando aquella sociedad su vuelta a la normalidad, que día tras día, se iba empadronando alguien arribado de Japón o de cualquier lugar, pero de la raza Nipona. Tan solo habitaban, seguían llegando personas asiáticas, que todas ellas eran admitidas sin más, que fueron procreando en aquellas montañas y valles, poblando la villa, llegando a censar entre sus vecinos más habitantes de los que jamás tuvo. Más que cuando la poblaban los aborígenes de las montañas peladas de las sierras Castello turolenses.
Ahora es el único pueblo de España, que no tiene ni un apellido castellano, catalán. O gallego, ni de parte alguna de la península ibérica, incluyendo los archipiélagos españoles.
Es el pueblo japonés en Iberia.

¡Si esta patraña!, Toda la narración que he expuesto, ¡esto que recién acabo de relatar fuera realidad! Igual habría alguien que también protest

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