En aquel año de 1967, en el
pueblo Valderror de Mentirones. No quedó prácticamente, señal de vida. Muy
alejado, demasiado retirado de la sociedad y el consumo. A excesiva distancia
de la primera urbe con ayuntamiento, colegios y almacenes de víveres. Situado
entre valles y montañas, colindante en el mapa, entre las altas, altísimas serranías
de Teruel y Castellón. Se cerró el pueblo a cal y canto por falta de savia.
Se había ido quedando sin
vecinos, sin prácticamente habitantes por el sencillo motivo que todos se habían
hecho viejos y morían, sin dejar descendientes y los hijos y familiares de
estos, habían huido de la población buscando su medio de subsistencia. Al
quedar el lugar, sin la más mínima posibilidad de sostenimiento.
Las heladas de aquel
invierno dejaron secas a las oliveras y almendros, las carrascas y alcornoques,
los nogales quedaron sin flora, incluso los pinos autóctonos, tan robustos y decanos
dejaron de florecer por la quemazón que les había provocado semejante helamiento.
Los campos de trigo
quedaron yermos, la alfalfa se desmayó, la cebada se la llevó la brisa, el
centeno revertió sus granas espigas por los bordes de los caminos rocosos y sin
cuidar. Los huertos de tomates y verduras sin control se tornaron silvestres y
los escasos redivivos de los rebaños de cerdos y ovejas fueron vendidos con
urgencia para que los propietarios de los mismos, pudiesen tener las manos
libres y poder emigrar, sin echar la vista atrás, para buscarse la vida en
otros lugares.
Los dos últimos habitantes,
que desertaban eran primos hermanos, antiguos amantes y en la actualidad no se
hablaban desde hacía muchos años. Matilde la madura y declina operadora del antiguo
telégrafo y Mariano, el ministril, monaguillo y juez de paz de la arcaica
población; emigraron: Matilde a Madrigal de las Altas Torres y Mariano a las estepas
de la ciudad de Córdoba. La Córdoba no sarracena, la bella ciudad argentina,
donde viven unos familiares que hace mil años no ve. Entregando antes el
testigo de todo lo que dejaban a Tacanagua.
Tan solo persistió una
persona, la que se quedó en aquellas laderas, aguantando las inclemencias de
toda aquella hipotética y desangelada situación. El único que quiso seguir en
aquellas serranías haciéndole frente a todo aquel escabecho.
Tacanagua, un japonés,
llegado a la villa, dos años antes, huyendo, ¡quién sabe de qué! Aseguró el
señor Martín el antiguo enterrador que el oriental perteneció a los comandos
guerrilleros del Ejército Rojo Japonés. Superviviente en tres guerras y persona
desabrida, desalmada, sin miedo y sin futuro previsto. Además, sin el
conocimiento completo del idioma de la zona; aquel castellano rancio, chapurreado
entre aragonés valenciano y antiquísimo latín.
Un japonés, que una vez al
año, bajaba a la ciudad más vital y cercana, a tomar el aire y a conseguir
esposa fiel y sumisa trabajadora, callada, solícita y a poder ser hermosa, que
llevarse al solitario Valderror.
Los inviernos eran
descorazonadores, por la cantidad de nieve caída, lo larguísimos y la
imposibilidad de seguir trabajando en las labores del campo, atender a los
pocos frutales que se habían salvado de aquella maldita erupción de la
naturaleza y mantener el pequeño terreno con trigo para poder recoger la mínima
cosecha de espigas, molerla y componer la harina y hacerse el pan diario y el
puñado de aceitunas y molerlas para conseguir el aceite necesario. La caza de
las aves torcaces, las trampas a los roedores, los medios para poder llevarse a
la boca el trozo de carne asada proveniente de la montería.
Los impracticables caminos
quedaban cortados por la altura de la nevisca y había que aguantar a que
derritiera y deshelara, para seguir haciendo las labores diarias. Simplemente
sobrevivir en un ambiente solitario, durísimo e insociable.
En el verano del sesenta y
nueve, en una de esas visitas a la realidad, y estando en un burdel del barrio
chino de la metrópoli, tuvo relaciones con una hermosa mujer de la que se enamoró
en el primer instante y convenció para que le acompañara, hasta Valderror para
hacerla feliz en la soledad de los montes, entre flores silvestres y plantas
medicinales.
Haruka, Así se llamaba la
amada de Tanaca que literalmente,
significa "lejos". Le siguió al fin del camino. Aquel
habitante enfervorizado entre la luna y la tierra, se acompañó con un amor
deseado. Volviendo a la población y perseverando dentro de las limitaciones,
siendo muy felices y teniendo nueve hijos.
Tanaca, supo poner en marcha y reparar el telégrafo que destrozado
permanecía en la centralita de llamadas del dispensario. La arcaica aula de transmisores
de la antigua villa y situar todos los mensajes telegráficos a sus amistades en
Tokio, Nagasaki. Amigos de los comandos guerrilleros, de su infancia, del
colegio y de los centros religiosos.
Haruka, hizo prácticamente igual con Katsumi, su prima
hermana lejana y afincada en un serrallo de Cádiz, Mamiko amiga de la infancia
en Tokio soltera y Takara, que era empleada de un médico en Valdepeñas. Todas
fueron a parar al pueblo de Valderror, para seguir poblando aquel olimpo, donde
solo llegaban las brisas y las estrellas perdidas.
Así fue vivificando aquella sociedad su vuelta a la
normalidad, que día tras día, se iba empadronando alguien arribado de Japón o
de cualquier lugar, pero de la raza Nipona. Tan solo habitaban, seguían llegando
personas asiáticas, que todas ellas eran admitidas sin más, que fueron
procreando en aquellas montañas y valles, poblando la villa, llegando a censar
entre sus vecinos más habitantes de los que jamás tuvo. Más que cuando la
poblaban los aborígenes de las montañas peladas de las sierras Castello
turolenses.
Ahora es el único pueblo de España, que no tiene ni un
apellido castellano, catalán. O gallego, ni de parte alguna de la península ibérica,
incluyendo los archipiélagos españoles.
Es el pueblo japonés en Iberia.
¡Si esta patraña!, Toda la narración que he expuesto, ¡esto que recién acabo
de relatar fuera realidad! Igual habría alguien que también protest
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