_ Sabes que
debes hacer conmigo, ¿verdad?_ preguntó la anciana señora a su hijo,
interrumpiendo su pensar.
_ Madre; lo
hemos hablado mil veces. Sabe usted que ¡sí!, cuando falte; sus restos serán
incinerados y yacerán colocados a la diestra de padre. Pero, a usted le falta
bastante, no creo que de buenas a primeras se vaya a poner a " pensar en
cómo desmoronar sus días sin pausas". Le veo buena cara y de la forma en
que está devorando este pastel, no tiene pinta de tener prisas en que le visite
la Flaca., ¿No cree?
_ Tú, escucha
lo que te digo, y no te olvides. El pasado lunes cumplí 88 años, la edad en
que "palmó" tu padre, y yo siempre he tenido ese
presentimiento; que vendría a por mí, justo cuando rebasara esa frontera.
Además mientes
muy mal, y te noto en la cara, que me miras como si quisieras aprenderte mis
rasgos, con mucha prisa contenida. Sabes que no tengo ningún tipo de temor a
esas cosas y si ha de ser que sea. A fin de cuentas que hago yo, aquí en este
estado físico, que necesito ayuda para realizar cualquier cosa.
_ Ande madre,
¡Calle usted! No sea que le sobrevenga lo que no tiene, parece mentira, que se
queje tanto. Si echara la vista hacia atrás en este mismo instante, vería la
cantidad de personas, que a falta de salud se aferran a la vida como un clavo
ardiente, por no dejarla y usted, parece que desprecia el despertar de cada
día.
_ Está muy
sabroso este cafecito, me ha sentado de maravilla, ¡cómprame! otro croissant
para llevármelo a la residencia, que esta tarde me lo merendaré con un zumo de
piña_, le ordenó a su hijo, como si desechara las palabras de aliento que el
hombre había pronunciado momentos antes_. Ya la veo, ¡vamos que me visita desde
hace días!_ continuó exponiendo detalles a su primogénito, aquella señora con
más resignación que si estuviera consumada la acción.
_ ¿Quien le
visita? _ interrogó el caballero, que seguía observando las manos de su madre,
tan delgadas. Visionando unas gruesas venas azules tan prominentes y
descaradas, recorriendo como un río desde la ante palma de las mano en un
camino serpenteante, en dirección a las muñecas para quedar encubiertas por las
mangas de su camisa_. Me visita ella_, dijo con desprecio la anciana, mirando a
los ojos al hijo, queriendo despedirse por etapas de él. La tipeja del pañuelo
negro, la misma que se llevó aquella mañana de febrero a tu padre, dejándome
sola como una loba desesperada.
Aquel hombre
empujaba la silla de ruedas, donde iba cómodamente sentada la viejita, camino
de la Residencia, tras el paseo matutino mientras escuchaba el relato que su
madre le repetía y que se conocía de memoria, por haber sido atendido
tantas y tantas veces. Recitación que no cesaba en narrar, como para que
quedara en la memoria de aquel varón, para siempre jamás.
Llegaron a la
cancela del edificio y las enfermeras les ayudaron a acceder a las
instalaciones del complejo. Llegando a la amplia sala de visitas, bajo aquel
arqueado ventanal de cristales tintados en rosa, cuando la madre le preguntó
_:
¿Estáis todos bien en casa?
_ Claro, que
sí, estamos bien. Mañana nos volvemos a ver primer hora_ le participó el hijo
convencido_ Mi hermano, quiere verte, llevaba días indispuesto, de ahí su
ausencia.
Sin creerse, aquella excusa hizo ver que no entendió lo que escuchaba y, preguntó interesada:
Sin creerse, aquella excusa hizo ver que no entendió lo que escuchaba y, preguntó interesada:
_ ¿Tú crees,
en los milagros, nene?
_ No existen
los milagros madre. ¡Existen las medicinas!
y todas ellas tienen un cometido.
_ ¡En eso
tienes razón! Alargan el sufrimiento,
porque de curarte no lo hacen.
Se despidieron
como lo hacían de costumbre, la veterana madre, recibía un par de besos pero
ella, no regalaba ninguno. Miró a su sucesor mientras caminaba por aquel
pasillo inmenso. Al llegar al quicio del vestíbulo, el caballero, se volvió a
mirar a su madre, y observó que ella lo había seguido en su trayecto, como si
no le fuera a ver más. La anciana levantó la mano en señal de cesantía y no lo
perdió de vista, hasta que él, desapareció por el umbral del pasadizo.
Pasaron unas
horas, cuando el teléfono de aquel hombre sonó corto y agudo, dejándose ver en
la pantalla un dibujo humectante de la llamadora
umbrosa del recado. La flaca. Aquella premonición que su madre le explicaba
horas antes, que transformada en la voz de la enfermera más agraciada de la
Residencia, le decía al descolgar y atender_:
¡Señor; derivamos a su madre, al Hospital Central, con una insuficiencia
respiratoria.
Ninguno de los
dos, ni la madre ni el hijo; pudieron volver a mirarse, ni a escucharse. Murió
sin padecer, ayudada por los potentes fármacos, que auxilian en el tránsito
hacia la otra dimensión.
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