lunes, 11 de enero de 2016

El estrago de la flaca


_ Sabes que debes hacer conmigo, ¿verdad?_ preguntó la anciana señora a su hijo, interrumpiendo su pensar.

_ Madre; lo hemos hablado mil veces. Sabe usted que ¡sí!, cuando falte; sus restos serán incinerados y yacerán colocados a la diestra de padre. Pero, a usted le falta bastante, no creo que de buenas a primeras se vaya a poner a " pensar en cómo desmoronar sus días sin pausas". Le veo buena cara y de la forma en que está devorando este pastel, no tiene pinta de tener prisas en que le visite la Flaca., ¿No cree?

_ Tú, escucha lo que te digo, y no te olvides. El pasado lunes cumplí 88 años, la edad en que  "palmó"  tu padre, y yo siempre he tenido ese presentimiento; que vendría a por mí, justo cuando rebasara esa frontera.

Además mientes muy mal, y te noto en la cara, que me miras como si quisieras aprenderte mis rasgos, con mucha prisa contenida. Sabes que no tengo ningún tipo de temor a esas cosas y si ha de ser que sea. A fin de cuentas que hago yo, aquí en este estado físico, que necesito ayuda para realizar cualquier cosa.

_ Ande madre, ¡Calle usted! No sea que le sobrevenga lo que no tiene, parece mentira, que se queje tanto. Si echara la vista hacia atrás en este mismo instante, vería la cantidad de personas, que a falta de salud se aferran a la vida como un clavo ardiente, por no dejarla y usted, parece que desprecia el despertar de cada día.

_ Está muy sabroso este cafecito, me ha sentado de maravilla, ¡cómprame! otro croissant para llevármelo a la residencia, que esta tarde me lo merendaré con un zumo de piña_, le ordenó a su hijo, como si desechara las palabras de aliento que el hombre había pronunciado momentos antes_. Ya la veo, ¡vamos que me visita desde hace días!_ continuó exponiendo detalles a su primogénito, aquella señora con más resignación que si estuviera consumada la acción.

_ ¿Quien le visita? _ interrogó el caballero, que seguía observando las manos de su madre, tan delgadas. Visionando unas gruesas venas azules tan prominentes y descaradas, recorriendo como un río desde la ante palma de las mano en un camino serpenteante, en dirección a las muñecas para quedar encubiertas por las mangas de su camisa_. Me visita ella_, dijo con desprecio la anciana, mirando a los ojos al hijo, queriendo despedirse por etapas de él. La tipeja del pañuelo negro, la misma que se llevó aquella mañana de febrero a tu padre, dejándome sola como una loba desesperada.

Aquel hombre empujaba la silla de ruedas, donde iba cómodamente sentada la viejita, camino de la Residencia, tras el paseo matutino mientras escuchaba el relato que su madre le repetía y que se conocía de memoria, por haber sido atendido tantas y tantas veces. Recitación que no cesaba en narrar, como para que quedara en la memoria de aquel varón, para siempre jamás.

Llegaron a la cancela del edificio y las enfermeras les ayudaron a acceder a las instalaciones del complejo. Llegando a la amplia sala de visitas, bajo aquel arqueado ventanal de cristales tintados en rosa, cuando la madre le preguntó

_: ¿Estáis todos bien en casa?

_ Claro, que sí, estamos bien. Mañana nos volvemos a ver primer hora_ le participó el hijo convencido_ Mi hermano, quiere verte, llevaba días indispuesto, de ahí su ausencia. 
Sin creerse, aquella excusa hizo ver que no entendió lo que escuchaba y, preguntó interesada:

_ ¿Tú crees, en los milagros, nene?

_ No existen los milagros madre. ¡Existen las medicinas!  y todas ellas tienen un cometido.

_ ¡En eso tienes razón!  Alargan el sufrimiento, porque de curarte no lo hacen.

Se despidieron como lo hacían de costumbre, la veterana madre, recibía un par de besos pero ella, no regalaba ninguno. Miró a su sucesor mientras caminaba por aquel pasillo inmenso. Al llegar al quicio del vestíbulo, el caballero, se volvió a mirar a su madre, y observó que ella lo había seguido en su trayecto, como si no le fuera a ver más. La anciana levantó la mano en señal de cesantía y no lo perdió de vista, hasta que él, desapareció por el umbral del pasadizo.

Pasaron unas horas, cuando el teléfono de aquel hombre sonó corto y agudo, dejándose ver en la pantalla un dibujo humectante  de la llamadora umbrosa del recado. La flaca. Aquella premonición que su madre le explicaba horas antes, que transformada en la voz de la enfermera más agraciada de la Residencia, le decía al descolgar y atender_:  

¡Señor; derivamos a su madre, al Hospital Central, con una insuficiencia respiratoria.

Ninguno de los dos, ni la madre ni el hijo; pudieron volver a mirarse, ni a escucharse. Murió sin padecer, ayudada por los potentes fármacos, que auxilian en el tránsito hacia la otra dimensión.












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