Érase una vez un galán que huyó de su tierra, allende
los mares, buscando fortuna, o quizás intentando quitarse el hambre no solo de sed,
desterrar el apetito de tantas cosas que le faltaban.
Sin documentos, sin permisos de trabajo, sin
tarjeta de la seguridad social, sin ganas de prosperar, sin ilusiones, sin
papeles y sin donde caerse muerto.
Como no tenía ni oficio ni beneficio, ni ganas
de ser útil a la nueva sociedad a la que intentaba pertenecer, lo más fácil y
natural fue no buscar trabajo y dedicarse a dar lástima. Ejercicio y esfuerzo
demasiado pesado y serio como para que diese frutos inmediatos, dirigiendo sus
arranques a la recreación y seducción íntima.
Contando con su descaro, su facineroso
cometido y sus trazas de don Juan, fue a consagrarse a lo más sencillo para los
que no conocen la vergüenza. Enamorar a las mujeres faltas de aquello que le
llaman cariño, amor, o sexo.
Sabiendo que esa repercusión le daría como
mínimo gozo, además de sacarle de las penurias fisiológicas más acuciantes.
Si lo conseguía, ganaba un cobijo donde
poderse refugiar, alimento para vivir y placer nocturno al retozar.
Necesitaba hacerse de un halo de buena
persona, conseguir una aureola de: tipo sin suerte, y con ganas de prosperar en
esta vida tan cruda, que le había tocado vivir, tan a pelo y tan alejado de lo
primordial, que los demás vieran que buscaba denodadamente una ocupación para
integrarse en esta sociedad, para servirla y no para medrar.
Otro engaño más de los muchos que usaba, como comediante
patético y como tramposo profesional. Con ello practicaba una serie de
secuencias y de improntas que a la gente conmovía. Pasar por las iglesias y
santiguarse, ser empalagoso hasta lo indecible con los ancianos, poner cara de
agradecido aunque le estuvieran pisando, darse golpes de pecho al oír una
blasfemia. Detalles que a los inmutables pasan inadvertidos y a los que buscan
cariño o misericordia, reflejan.
Ante la imposibilidad inmediata, tampoco se podía presentar en ningún sitio a pedir ayuda, sin haber conseguido trabajo, por lo que se las ingenió para ocupar momentáneamente su tiempo en unos almacenes de materiales para la construcción, refugiado además por unos patrones indecentes, que sin seguro y sin contrato le permitieron ganarse unos dólares cargando y descargando camiones de cemento y mármoles de Carrara.
Todo le era válido para su fraude, urdiendo un
engaño que iba creciendo día a día, timando a toda mujer que se pusiera por
delante, y que le advirtiera aptitudes de ser candidata a su beneficio.
Aunque las pobres elegidas no fuesen
atractivas o guapas para su gusto, eran admitidas todas, a pesar de los
pesares, orondas, flacas, desagradables, impertinentes, poco aseadas, damas
indeseables, jamás les daba un desaire y se entregaba a seducirlas.
El requisito indispensable era, que tuviesen
trabajo, vivieran solas, y poseyeran un carácter
flojo y de fácil manipulación.
Se cuidaba muy mucho de sacar a lucir y airear
alguno de sus vicios; vago, bebedor, jugador, adicto a las hierbas
alucinógenas, ya que la licencia de depravado con las mujeres, a pesar de imputársele
como otro vicio, intentaba disimularlo y lo usaba con cierta maestría, explotándolo
sin dejar huella, sobre todo a las señoras que efervescentes esperaban aquellos
requiebros y favores que necesitaban y que él distribuía y gastaba.
Frases estupendas, preciosas, dichas con
aquella melodía criolla que imprimen los engatusadores, y que tanto gusta. Miradas
de consuelo, mohines de gratitud y toda una serie de acentos dichos en lenguaje
no verbal que se suele utilizar en el teatro y en los burdeles.
Hasta que conoció a Matilde, una mujer sencilla que la vida le había dado más
arena que ceniza de placidez y que ésta no dudó en poco tiempo llevarlo a su
casa, instalándolo a cuerpo de rey, para que la transformase en una asistenta
de sus afanes sexuales, orientándola en todas las posturas del Kama Sutra, le baldeara
la ropa, guisara a su gusto, llevara la cruz de sus discrepancias, distanciarla
de sus hijos y demás familia, paseara sus perros en las noches crudas de frío,
mientras él se resguardaba de las inclemencias y pudiera tratar como le venía en
gana en los aquellos momentos en los que ni él mismo podía soportarse por su carácter
maléfico y asqueroso.
Sin escuchar, sin querer oír aquellas voces de
sus amigos, que le decían a Matilde todo lo que le podía sobrevenir, dibujándole
la realidad y descubriéndole que debajo de aquella piel de cordero, se escondía
un redomado, un embriagado de crueldad y de inercias nefastas. Un tipo
corrosivo, que a cambio de un polvo, de un revolcón y un orgasmo cuando a él le
pareciera, le separaría de todo vínculo afín, amigos, trabajo, normalidad y
paz.
Todo lo que le pronosticaron se dio, punto por
punto y copa tras copa.
Embustes, engaños, poco trabajo, tratos
indeseables, desvío de dinero a otra familia existente que tenía en su país, y que
jamás confesó. Hasta que fue pillado en
una de esas actividades.
Cuando Matilde estaba distraída con amistades pasándolo
en grande, él creyó en su confianza de seductor, que nadie le descubriría mientras
cometía otro engaño, otra infidelidad propia de sus costumbres innatas.
Cuando intentó follarse sin que nadie se
percatara a la chica de la barra y mira por donde esa muchacha tenía novio y le
partió los dientes. El mal rollo que dejó a Matilde y a su familia todavía
colea.
1 comentarios:
Felicidades amiga, muy bueno...
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