martes, 5 de febrero de 2013

El botijo azul


Era una de las tardes, que Indalecio solía pasear por los alrededores del Castillo y de la iglesia parroquial, buscando con quien poder hablar de lo que fuese, con tal de distraer aquella vida monótona que le estaba consumiendo. Al llegar a la plaza, divisó que su vecino Manuel, estaba sentado a la fresca en la puerta de su vivienda, mirando a lo lejos, y con seguridad nutriéndose del pasado como se suele hacer, cuando la nostalgia se instala en el estado de ánimo.

Indalecio se había emplazado, no hacía demasiado tiempo en aquella villa y buscaba, distracción, romper ese hielo que en ocasiones a los habitantes de un lugar tanto les cuesta, admitiendo a los forasteros con agrado y naturalidad. Departir con sus vecinos y conocidos, después de haber salido de un largo invierno, extenso por la soledad de amparo y de fríos intensos. 

Manuel tendría entonces 78 años, había nacido en 1914, el día décimo, del tercer mes del año y estaba ya bastante apurado de salud. Padecía de enfisema pulmonar porque entre muchos lugares donde se había ganado el pan, hubo uno que le perjudicó de manera notoria. Las minas del bajo Teruel, yacimientos de carbón, de los que vivían por aquel entonces 40 familias de un pequeño municipio. No precisamente, su pueblo natal pero sí cercano; limítrofe a las serranías y aledaños de los puertos de Beceite, vertiente aragonesa. 

Al llegar al gran tronco de roble que cortado a modo de asiento, parapetaba su puerta, saludó con cortesía al abuelo, que tranquilo veía como cantaban los gorriones y pajarillos del latonero centenario que sobresalía del calvario, antiguo cementerio de aquella población. 

_ Hola Manuel, ¿Cómo le va? Le veo muy bien__. Le pronosticó Indalecio, sentándose a su lado, en aquel arbotante del portal.

_ Ya ves, amigo  ¡Solo como siempre!  con los misterios y engaños, de los pajarillos cantarines del calvario; como diría mi gran amigo Antonio Cerezuela, gran amante de las aves y de los pájaros.

_ ¿Ese tal Antonio Cerezuela, vive por aquí? _ Sondeó sin demasiada intención Indalecio, que ya sentado cruzó las piernas en busca de ponerse cómodo para seguir una charla amena con Manuel.  

Aquella tarde luminosa Manuel, estaba sentado en su silla de anea protegido con un par de almohadones, tocado con una boina de lona y muy abrigado aun y siendo estío, su respiración apasionada y dolorosa, el pitido que sonaba desde sus adentros cada vez que aspiraba, parecía que llegaba un tren de mercancías a su destino final y hacía comprender lo injusto y doliente de la supervivencia. Pies descalzos muy cuidados, metidos en unas alpargatas de esparto medio abrochadas y un botijo de plástico azul, lleno de agua templada, para calmar su sed provocada por los esfuerzos de aquella tos, imperecedera e infectada, haciendo que su parla, fuese cansina y perezosa.

Gran vocinglero, parecía tener más cerca, aquel tiempo caducado, que pasó en el frente, que este atormentado que le tocaba vivir, ya anciano y enfermo. Por lo que en cuanto le venía a tiro, sacaba, aquella época a relucir y a explicar momentos vividos, con fechas, nombres y detalles, propios de un historiador de gaceta.  

_ No vive por aquí. ¡Dios le tenga en la gloria! Fue mi cabo en el regimiento cuando la guerra. Cerezuela, más que mi cabo, fue mi amigo, llegamos a tomarnos mucho cariño, era buena persona, tanto que llegó a ser alcalde de Villafranca del Ebro, su pueblo. 

_ ¡Ah! pensaba, que se refería a algún vecino cercano__, yéndose Indalecio de una pregunta a otra, sin mediar descanso__. Entonces usted Manuel, entiendo ha manejado ¿armas de fuego? Por lo menos en la milicia, sin contar las escopetas de la caza normal, que solemos usar. 

_ ¡Sí! En mis tiempos fui un buen tirador, no nos ha faltado carne en casa, en todos los años de penurias. En el monte, siempre daba con alguna liebre, o algún tordo, que hacia buenas ligas con las migas y el aceite. 

_ Ahora que habla de las liebres, he de dejarle, me ha recordado que me esperan en la carnicería de Margarita, en la calle del medio. Debía recoger un par de conejos y un queso curado__,  ¡me marcho! __  Al regresar, paso y seguimos con la charla, que es muy interesante y me apasiona el tema__. Levantó su cuerpo del tronco Indalecio, y con un gesto cariñoso se despidió de Manuel, que quedó inmerso en sus pensares. 

Los Andreu, iban y venían por la zona, trabajando en aquellas masías, ya como mayordomos, sirvientes o lacayos.  En diversas plantaciones y heredades, como agricultores medianeros. Su familia, humilde y honrada, no tenía posesiones y debían buscarse las lentejas, allá donde se abriera la posibilidad de hacer peonadas interminables y dolorosas, a cambio de un jornal, una hogaza de pan y un jergón de paja para pasar la noche. 

Había estado en la guerra civil, como francotirador en el bando de la República, el popular o rojo, no por ideologías, si no por circunstancias geográficas, al estar ubicado en aquella zona y dividirse la península en dos mitades. La primera republicana y la segunda, la revolucionaria o golpista por los militares castrenses insurrectos.  

Estos jóvenes, los de la leva de Manuel, en el frente turolense, tuvieron que combatir cuerpo a cuerpo en las famosas batallas del Ebro, que es donde quizás más víctimas mortales se contabilizaran en aquella maldita aventura. Trincheras, combates, hambre, los interfectos caídos por Dios y por España en los dos extremos y penas de muerte, al ser capturados como prisioneros de guerra, que en su mayoría eran pasados por las armas, con juicios sumarísimos y poco objetivos. Sin salvar de aquella ferocidad a ninguna de las partes.

Manuel nacido en el seno de una familia de cinco hijos, tuvo la responsabilidad desde muy niño, de traer a su casa un jornal, para que unido con el resto de los hermanos, pudiesen medio vivir en aquella época de escasez y de  insuficiencia, cuando las oportunidades tan solo les sonreían a unos pocos privilegiados y el resto se conformaba con las migajas que despreciaban estos. 

El campo, el corral, la caza menor para comer, la caña y el anzuelo para la pesca en el río, los gallineros para criar a los pollos y los cerdos, la cosecha, la siega del trigo y maíz, el frío, la inclemencia de aquellos lugares, lo sagrado de su familia, eran sus metas y no existían otras diferentes. Desde su niñez, todo fue trabajo, esfuerzo y precariedad.

No había más actividades previstas para aquellas gentes, que buenas y honradas, estaban destinadas para sacarles el trabajo duro a los señoritos, capataces y amos de aquellas plantaciones. ¿Sería el peaje que se pagaba al nacer en familias poco pudientes y alejadas de las grandes ciudades? o era el resultado de una nación poco evolucionada, con legañas y con un retraso cultural enorme. Inexplicable situación general en el país; dados ya, los principios del siglo XX, tan nominados por la excelsitud y mientras que en Europa, todo era lujo y tecnología. En la ruralidad del país profundo, se daba lo anverso: pecado, prohibido y malicioso.  

Única razón de ser: ¡Comer hoy!  Mañana ya se verá, según fuese la peonada o la suerte de estar en el lugar acertado para que te contrataran.

Al capricho de la cosecha, del tiempo, del frío intenso, de las tormentas y de la tan traída y llevada providencia, que de existir esa señora, solo reinaba en las casas de los poderosos y desapegados terratenientes.  

Se lo llevaron del Más de Cames a los 23 años, cuando comenzaba 1937, de donde estaba sirviendo en los últimos tiempos con sus padres y hermanos. Al estallar la guerra, lo vinieron a buscar como a tantos mozos de las serranías y del pueblo,  para llevarlos al frente a defender algo que ellos ni tenían nada que ver, ni sabían cuál era el motivo por lo que tenían que disparar, a gentes de la otra ribera del Ebro.  

Cuando llegó Manuel Andreu al acuartelamiento, un hombre rudo, pero bueno y agradable llamado Antonio Cerezuela Barceló, cabo del pelotón lo admitió de buen grado y al verle tan joven y noble no tardó en tenerlo en gran estima y consideración. Cerezuela, aragonés de pro, nacido en Villafranca del Ebro, lo instaló y pertrechó para que dominara lo que sería su cometido en aquella guerra fratricida, hasta que lo hirieron y tuvieron que trasladarle al hospital general en Valencia. 

Aquel día en la trinchera, los obuses caían por todos lados, estaban cumplidamente desbordados por las balas que silbaban alrededor de los oídos, tenían la batalla y la guerra perdida, amigos combatientes muertos por doquier, el olor de la sangre de compañeros heridos, hacía que la desilusión se uniera al terror de perder la vida en aquel agujero, sin lograr despedirse de familia y sin haber disfrutado de la juventud, tras aquella contienda civil entre hermanos. El miedo les atragantaba las gargantas y hacía ennudecer y flaquear, viéndole la cara a la muerte, que esperaba tranquila y sosegada. 

Al despertarse Manuel aquella mañana estaba en la cama de un hospital de campaña valenciano, con heridas de metralla por todo el cuerpo, antes de ingresar en el campo de concentración de La Pobla de Masaluca__. Ensimismado estaba cuando de pronto volvió a la realidad, tras el saludo de Indalecio que volvía a acomodarse al lado del abuelo Manuel. 

_ Hola de nuevo Manuel__, Indalecio, abordó a aquellos pensamientos que dibujaba aquel buen hombre, desde que lo había dejado para ir a la carnicería__, prosiguiendo en su palabrería, mientras volvía a sentarse en aquel trozo de tronco que había estado aposentado momentos antes.
_ He llevado el fato a casa y he imaginado que aún seguía aquí, por eso he vuelto, quería preguntarle algo que hace mucho me ronda y usted debe saberlo. 

Manuel volvió a la realidad, y mientras tomaba un trago de aquel botijo azul de agua templada, escuchaba la pregunta que le hacía su vecino Indalecio__. Mi padre, que el pobre ¡Dios lo tenga en la Gloria! Estuvo también en ese frente, combatiendo en filas republicanas. Le llamaban el sargento “trullero” y fue el sargento de un grupo de soldados procedentes del bajo Aragón, ¿igual usted ha escuchado ese apodo? 

_ Como si lo he escuchado, ¡Claro que sí! ¡Muy bien!  Ángel Trullenque era su nombre, natural de Bujaraloz y además mi sargento. ¡Un home mol templat!  __. Adujo Manuel, con alegría y regocijo__. Lo queríamos mucho, ¡mol pito!, era valiente y arrojado, buena persona__, ¿Qué ha sido de él? ¿Vive? 

_ ¡No! Murió hace unos años, pero siempre me contaba estas historias que le quedaron fijadas a sangre y fuego en su memoria, y cuando me ha dicho que le conocía y que era valiente, me he emocionado, tanto que me han saltado las lágrimas. 

Quedaron aquellos hombres, recogidos en aquella pena, mientras en las campanas de la iglesia, tocaban tres cuartos de ocho y Manuela esposa de Manuel Andreu, le llamaba para darle la medicina.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

PERFECTO, COMO SIEMPRE INSUPERABLE. NIKITTA

amparo dijo...

Me ha encantado, fantastico además de que algunas de esas tierras me son conocidas

Saludos

Amparo

SHE dijo...

Me han parecido fragmentos cortos de una gran historia vivida, podría llegar a la vera del camino, sentarme con esos hombres
y escuchar interminables e interesantes relatos.

fasinante! me encanta tu vena narrativa! felicidades!

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