_ ¡Hola Javi! ¡No digas nada! Parece sea la calle tuya, vengo mirándote
desde hace rato y he visto que vas pensando en las musarañas.
_ ¡Qué tal
Perico! ¡Amigo mío! No creas, ni la calle es mía, ni
mucho menos. Iba pensando ensimismado en mis cosas y no me percataba de que
venías a mi encuentro, ¡Lo siento! ¡Qué
tal os va la vida! Hace ya, mucho que no
asisto a vuestros encuentros y reuniones.
_ Tú desde,
que frecuentas moradas comprometidas de moralidad popular, parece que has
dejado a los amigos de lado. Por lo menos es lo que se dice_. Le disparó Pedro,
sin monsergas.
_ ¡Qué va! Perico. Si yo te contara, te quedarías
perplejo de tanto como me ha pasado en tan corto espacio de tiempo. ¿Llevas prisa,
nos tomamos un café?
_ ¿Pero? ¿Te ha ocurrido tanto… tanto? Según me han contado; tú mismo te metiste en
la boca del lobo, bueno de la loba. ¡Por
lo menos, eso dicen! _.Sin dejar que
contestara Javier y a bote pronto, asintió con la cabeza que esa invitación
recién propuesta le apetecía._ ¡Sí; me apetece, ese café! Invita y ponme al corriente, antes de que te
corran a boinazos_. Recalcó Perico.
_ ¡Pues vamos!
_. Cruzaban la calle, en lo que el semáforo cambiaba a verde se puso a
pensar a solas Javier, en las últimas conjeturas de Perico, a la vez que caminaban
en busca de esa cafetería que les apiñaría durante un buen rato y repasarían
las últimas incidencias de sus vidas...
El mes de
abril en Sevilla es fabuloso, abierto y claro, con esa brisa que huele a azahar
y sus gentes extrovertidas, simpáticas que hacen de sus paseos una grata
manifestación de cordialidad y agrado, con esas paradas en las tascas, para
gozar de ese tapeo generoso que sienta al cuerpo como una bendición de la
Macarena.
Javier y
Pedro, no se veían desde hacía tres meses y de Javi se contaban supercherías de
faldas que no podían ser de un crédito real, conociendo la formación religiosa
del chico y de la familia tan estupenda de donde procedía.
El apellido
familiar, no es cualquier cosa en la ciudad, vamos que muchos lo quisieran para
sí, dado que para circular, pasear y
comprar por la zona, no se precisan ni documentos acreditativos, ni casi
dinero, ya que tienen cuenta abierta con todos los comercios, además con pago
fluido y sin retrasos. La flota de coches que poseen es de calidad, un vehículo
para cada ocasión, en su residencia, un mayordomo es el que sirve al padre y
una doncella persigue a su madre por todos los lugares para que la señora, no
se manche, ni se moleste, ni por supuesto pudiera romperse las uñas.
El matrimonio ocupa
uno de los lugares más distinguidos en la iglesia y en las preciosas
procesiones del Santo Entierro, El silencio, La Esperanza de Triana, El Gran
Poder, La Macarena, y el Calvario.
No hay una
fiesta sonada, en la que falten, por su prestigio y su donaire. Aunque dicen
que el padre, hizo la fortuna de una forma poco ortodoxa, con unos negocios
relativos a la Feria de Abril Sevillana, en el trasiego de unas casas de
lenocinio, que al parecer eran de su propiedad, pero que significaban bajo otro
nombre. Además de la exportación hacia América del producto de las minas de Rio
Tinto, las famosas piritas y el molibdeno, que es un mineral
con muchas propiedades muy conocido por ser indispensable en el metabolismo y
absorción intestinal del hierro. Del afamado caballo jerezano, sus cuadras,
sus ferias sus demostraciones y mercados, donde no faltan, ni el dinero ni las
buenas costumbres.
Negocios
sucios no faltaron en la Maestranza con una serie de muchachos, aspirantes a
toreros, traída de Colombia y de Ecuador, los cuales vieron fracasar sus deseos
de llegar al primer plano de la tauromaquia, por ser gente propiciada por la
mafia extranjera, que servían para el tráfico de estupefacientes. Luis Chivitas
y Pepe Cárceles, dos grandes toreros colombianos, que vinieron desde su América
natal para morir en condiciones no demasiado esclarecidas en plazas de toros de
segunda y tercera categoría, con viajes de ida y vuelta y mercancías llevadas y
traídas, en la forma y en el modo, aún por aclarar por la fiscalía del país.
Así mercaron durante varios años, con banderilleros y espadas peruanos y
ecuatorianos.
Doña Caridad,
la madre, una dama de iglesia, de donativos, de mantilla negra, de vestiditos
caros y de viajes a Roma, a visitar el Vaticano, ya que su hermano menor, Don
Arístides, está sirviendo en la Curia Cardenalicia de esa Ciudad, y aprovecha
esos viajes confesionales, para verse, con un amigo íntimo, Remigio, que es
peluquero y masajista, el que le proporciona a la doña, de toda fuerza, alegría
y vitalidad, además de suministrarle ese roce, ese contacto, ese cariño y swing
tan necesario para una persona que de tanto repartirlo ha de acopiarse a menudo
de gente que la sepa mimar y acurrucar. Amante y amadora, dueña de sus
debilidades, entre las que se encuentra además de Remigio Janet, con el que se
ven con cierta frecuencia. Mach Claud, un pintor de brocha gorda, amigo de su
infancia que montó un Club cervecero de copas y de amenidades en Vinaroz y que
aprovechando el viaje a Italia, se apea y sujeta en Castellón y pasa unos días con Claudio
Macario, que es el nombre real del dueño de la barra de varietés. Caridad, ha
sido sometida a más operaciones de estiramiento de piel, que a la gatita Ginebras,
tanto que tiene ya desprendimiento de las apéndices auditivas, por ello las cubre
con esos cardados a lo “Cucó”, que le hace su Remigio, una especie de onda
magnifica y le queda además de coquetón llamativo.
La familia
compuesta por los padres y cinco hijos, Almanzor, Desiderio, Fátima Mercedes y Javier, nunca fueron una muestra a
seguir ni destacaron por su apego, ni por su cariño. Siempre fueron hijos que
desde pequeños, se les enseñó a estar desunidos de las costumbres habituales en
una familia modesta. Se les educó en el filo de lo libertino, a pesar de ser
gente acomodada, todos tuvieron la clase de estudios que quisieron, pero
ninguno estaba feliz con sus hechos, ni con su trayectoria, por la ausencia del
norte adecuado que es necesario para orientarse y situarse debidamente. Por
ello, su placidez, fue siempre algo cambiante y no efectiva.
El hijo
primogénito, Almanzor les salió rana ya que en lugar de ser el sucesor y
aprender a llevar el timón casero, siempre fue un desestabilizador de la
familia, no entendiendo ya en su más tierna niñez, los enredos de sus padres, los
viajes repentinos, orgías indeterminadas, el olor a licor por los pasillos y
ciertas prendas interiores colgadas en los pomos de la escalera. Fiestas
inacabables, invitados elegantes y desgreñados, sirvientas primitivas y
sagaces, profesores diferentes y tutores de medio pelo, que distraían más que
instruían.
Crítico por la
forma en que conducen la familia, por la manera de no incentivar el ahorro y la
inconsecuencia para las cosas de relieve, por la poca atención que siempre
tuvieron con lo que realmente en una familia mas se agradece, el cariño intenso
y verdadero transmitido por los que son buenos padres. Contestatario
empedernido, juez y juzgador de los componentes de su linaje, aventurero y
desapegado, poco dado a cuentos fáciles y crítico con actuaciones paternales no
justificadas. Desde muy temprana edad, dio muestras de no aferrarse más de lo
necesario, en el seno de la familia, y más allá de invertir sus días en
chanzas, juegos, y vicios, declinó sus intereses en buscar aquel mundo que no había
tenido de pequeño, encontrarlo fuera de sus fronteras, lejos de sus allegados y
comenzó viaje desde Sevilla hasta Coruña, embarcando en un buque maderero con
destino a América del Sur. Recalando y haciendo su vida en Tacna, ciudad
fronteriza entre Perú y Chile, donde radicó y ejerció de trotamundos y de
explorador.
Desiderio
hombre piadoso donde los haya, entregado a la iglesia, con algunos matices
especiales y bastante codicioso, en el trabajo de guardar lo suyo para sí y lo
de los demás para si también. Hermano capellán y confesor de las más virginales
mujeres de Sevilla. Desiderio, cura competente y saleroso, defensor de lo
indefendible, esbelto y robusto, trozo de fuerza bajo una sotana negra. Detalle
insoslayable, que hace poner tierna a más de una devota en su criterio, su
misticismo y sus manos. Desde el confesionario él pregunta por la clase de
pecados que tienen las arrepentidas, dirimiendo con su reparto religioso de
oraciones, y dándoles y guiándolas por el camino del bien. Gozando con la
teatralidad y el gálibo que le da su estatus desde el cajón del confesionario,
haciendo creer en la redención más pura y menos tradicional que nos han
enseñado las Sagradas Escrituras. Vendiendo felicidad a plazos, a las beatas
más viejas, caducas y creyentes, las más cercanas a los setenta años. Parcelas
de propiedad en el cielo, en una urbanización llamada “In Celestis Deo”, a
precios muy asequibles y pasadas siempre por la gaveta de las limosnas.
Fátima, modelo
de ropa íntima, viciosa, insensata, engreída, gastosa, madre soltera de gemelos
dados en adopción y entregados a la Inclusa, la Moderna casa del Niño. Había
cursado estudios, pero jamás acabados, los padres, querían corregir las
tendencias libertinas de su hija, desde muy temprana edad y la recluyeron en un
colegio mayor de madres carmelitas descalzas. Al segundo año, bien calzada y harta
de escaparse por las noches, a disfrutar de los gustos nocturnos de cabarets y
salas de fiesta, de la cercana ciudad de Cádiz, vivía sus días, con desenfreno
total. Pasando esas veladas de ensayo, de amor y de drogas con sus amigas del
internado.
Hasta que por
aquello de la seguridad en sí misma, quedó en cinta de un jardinero del colegio
mayor, el que se llevó la peor parte, ya que lo desterraron del colegio y de la
ciudad, perdiendo todo aquel aurea de
rompe bragas, de play boy, de bonito y de feliz, diversión de aquellas noches
de brujería con Fátima y sus amigas. La noticia fue tapada todo lo que se pudo,
al joven además de falsearle la realidad y no conocer ni siquiera que había
engendrado dos hijos, se le obsequió con
una buena compensación para que desapareciera, lo pusieron camino para
Barcelona, y se empleó de vendedor de artículos de jardinería en unos grandes
almacenes de la plaza de Cataluña. Los dos hijos gemelos, fueron dados en
adopción a quienes, sí; querían criar hijos como Dios lo da a entender, otorgándoles
toda clase de parentesco legal.
Mercedes,
profesora de canto, virtuosa del piano de cola y enraizada con movimientos “progres”,
amante del esparcimiento libidinoso y recreo con toda clase de lujurias. Enamorada
de un cantante y trompetista de color de Zimbabue residentes en Mallorca, que
duermen por el día y se precipitan por
las noches en el mundo aparente de la paranoia
y ambición del escenario. Se la fotografió en bolas y con unas compañías no
demasiado decentes y bastante borracha en el Parque de María Luisa. Fue en la
última Feria de Sevilla, y esa imagen circuló por toda la ciudad, llegando a tener
que mediar Desiderio, su hermano el cura, que con su mediación y poder tapó lo
que no era agradable ni vistoso. Dejando zanjado el asunto con un
desplazamiento temporal de su hermana a Mallorca con la excusa de realizar una
serie de actuaciones artísticas fuera de la ciudad. De ahí su residencia
temporal en la isla.
El dinero de
papá, hizo de nuevo que favores pendientes se retornaran, quedando aquello en
un manifiesto de juventud alocada y divertimento consumista banal de
estupefacientes. Ligados con el llamado movimiento del “botellón” que por
entonces nadie en la ciudad desconocía esa práctica. Mujer seca y acabada, poco
hacendosa y desquiciada por los rigores del alcohol en la sangre. Apareada reciente con Dickens un músico
moreno africano, que había llegado a las costas de Menorca, en patera
procedente de Argelia que se dedicaba en
los días que no tenía mono, a vender en el top manta, discos, condones,
bufandas y bolsos falsos de Pío Payare.
Permisivas
partidas de gastos de la familia en despistar la actuación de los hijos, dada
la situación saneada de sus propiedades y patrimonio. Había tanto por gastar,
tanto por derrochar, que aún y a manos llenas dilapidando, les quedaba cuerda
para agotar el erario, incluso llevando aquellos despilfarros y aquel tren.
Asegurados
estaban las posesiones y el dinero, a pesar de la poca contribución que les
dedican los responsables de la familia. Al ahorro, a la explotación de campos
de cultivo, viñedos, regadíos, cuadras de caballos, extensiones de secano,
hectáreas de hortalizas, naranjales en Valencia y Castellón, la fresa en Huelva
sin contar con los arrozales de Tortosa y de la Albufera en Valencia. Caseríos
repartidos por Navarra, venidos de sus ancestros y dos mansiones en el
Sardinero de Santander, heredados por la parte de la familia de Caridad, herencia
dejada por unas tías solteronas, que
solo sabían amasar dineros y joyas. Las cuales dejaron esta vida por llegar a
la caducidad de sus días.
Javier el
médico de guardia, con estudios realizados en la Sorbona. Al menor de los hijos
lo enviaron a la Sorbona Francesa a
recibir estudios de Psicología y Medicina y así mejorar aquel idioma que por aquellos
entonces, fluía como la espuma y era el mejor diccionario de las palabras del
amor. Lenguaje que había comenzado a estudiar en el bachiller y sus
progenitores creyeron oportuno que Javier, dominara el habla de Moliere. Estuvo
cinco años con idas y venidas de Paris, y al cabo se graduó y volvió licenciado
en medicina y psicología, haciendo oposiciones en Sevilla y claro, como no
podía ser de otra forma, ese apellido ganó la plaza casi sin opositar. Después
se lió en el mundo de la farándula, que a sus genes, no le venía de extraño,
por esas costumbres habituales en su familia.
Con el abuso perdió algo los papeles, tras escándalos y desmerecimientos
con mujeres que siempre dejaron sabor agrio en su paladar. Costumbres que no
beneficiaron en modo alguno, la sobriedad de un médico por derivas en grandes
fiestas con los más raros contenidos, relativos a sus amores.
Estando
haciendo las practicas de medicina tropezó en su andadura, con Plácida, doctora
cardióloga, destinada en Sevilla, mujer espabilada y desenvuelta, con una
capacidad para el trabajo digna de los calagurritanos, ya que procedía de la
Rioja, hija de un antiguo procurador de Cortes en Madrid, representando a Calahorra.
Ella, fue la que le enseñó, a dormir acompañado, y que además le mostró a pesar
de ser bastante más joven que él, como se erradica el frío en las noches de
puro hielo. Esbelta, rolliza y muy sagaz, ni se le resistían los problemas de
corazón, ni los físicos por merecimientos y licenciatura cardiológica, ni por
su apaño con los mimos, carantoñas y arrumacos que prescribía al ínclito
Javier, sin necesidad de receta farmacéutica. Detalles que le arrastraron a ser
un esclavo abstraído por la erótica y tierna Plácida, que suministrando sus frotaciones
oscilares sobre su pecho izquierdo, sus succiones astringentes y glandulares, complementaban los desayunos con chorizo y vino de Rioja sangrante y,
hacían levantar a un muerto, a pesar de haber estado toda la noche en el
mantenimiento y asistencia al corpiño de su facultativa.
A pesar de las
magnificas relaciones, no vivían en el mismo domicilio ya que en el Centro
Asistencial Provincial, aquellos doctores tenían unas residencias reservadas
para su usufructo, durante el horario de
las largas horas de guardia, con lo cual, la relación física entre Javier y
Placida, ambos destinados en el mismo CAP, la hacían en horas de trabajo, con
lo que coexistían en dos escenarios distintos y con perfiles muy disímiles. Finalizada
su semana de guardias, volvían a sus casas y podían dedicarse al cultivo personal
de relaciones afectivas.
El médico de
urgencias del turno de noche, acabada su guardia, retornaba a su casa de
soltero y era otra persona, otro ente, que
nadie relacionaba con su trabajo habitual.
Un día
atendiendo a una señora de dolores vaginales muy atípicos, resultó que la
conocía del barrio, tanto era así que ella, le tenía echado el ojo, puesto que
era su vecino, el de la planta de abajo y le llevaba controlado porque, de una
manera inconsciente se había encaprichado de su vehículo corporal, o sea de su cuerpo
serrano. Lo había visto en raras ocasiones y su necesidad amatoria le hacía
perseguirlo por donde fuese, tanto que le tenía controlado las horas de llegada
a su casa, cuando sentía el ruido del agua de la ducha, si recibía visitas de
familiares o amigos y cuando y a qué hora se marchaba a cumplir con su trabajo.
Tras unos
apaños y unos masajes manuales, repartidos en la misma consulta del Centro Asistenciario
Provincial el llamado CAP, por parte del médico de guardia a la paciente para consolarla,
ella encontró gran mejoría, se recuperó tanto que llegó a ponerse en ardiente,
fogoso, violento y apasionado miserere.
Tanto, que le
permite retornar a casa, ilusionada de haber recibido tal medicina, milagrosa
de manos del mejor de los médicos y, acompañada
de su marido que esperaba fuera de la consulta muy intranquilo por aquellos
dolores tan increíbles, volvieron a su domicilio llenos de ilusión por la
mejoría.
Una madrugada
cuando vuelve de su turno el sufrido Javier, el estupendo médico de guardia, le
llaman a la puerta, en modo muy urgente, sin imaginar ni pensar que sería
Esther, aquella paciente que sanó no hacia demasiados días, que presentaba nuevamente,
unos dolores muy increíbles en su vagina.
Tras un
aporreo nervioso Javier, abrió la puerta y ella, con malas artes le incita a que fuera auscultada
y acariciada hasta dejarla sin ese deseo libidinoso y voraz presentado por la
paciente, en un cuadro de sexo urgente. Complacida en el sofá del salón, después
de un coito desenfrenado y salvaje, se esfumaron los dolores, con un placer que
desbarataban todas las urgencias que contenían su tracto genital. Explorada ampliamente
desde los pechos hasta sus ínfimas escaseces, de nuevo por los grandes apetitos
y afanes de macho que padecía, quedó curada y no atendida como paciente, en una
consulta normal, si no, en acción de fornicación adulterada y clandestina. El galeno
después de mucho fingir en la batalla con ella, tan desnuda y tan dispuesta a
dejarlo feliz y colmado, accedió y decidió tomarla y hacerla esclava. La hizo
pasar, mientras él se prepara para acoplarla a sus extremidades, ella, con sus
dotes de incitación, acabó cambiando la moción y es la “sufrida enferma”, la
que dispensaba los apoyos sensuales, los roces, los sorbos y apaños y las friegas
al ilustrado.
Tan diferente
descubrió ese amor al de Placida, que le vino en ganas disfrutarlo y como digno
hijo de una madre especial que visitaba a un hermano en la Curia del Vaticano,
y se las apañaba para encontrarse con un peluquero en Roma, haciendo escala en
Vinaroz, para chocar agradablemente con el mesonero, sin pecado, sin dar
comentarios, sin dejar huellas y llegar a su casita como la mujer más
encantadora y fiel. Él, supo cómo actuar, porque sus genes, le guiaban en tal
empresa y la metió en su cama, hasta quedar extenuado del esfuerzo.
Cada día un
ratito cuando llegaba de su turno de guardia. Era un amor prohibido, con una
mujer primitiva, distinta por los favores que necesitaba, por los socorros de
su colaboración en el plano corto y desnudo, por el contacto calorífico de la
piel con piel. Sensaciones con
diferentes principios, desigual en la forma de pensar, distintas temperaturas y
avideces, muy extravagante y casi rozando la vulgaridad, sin embargo a él le
atraía ese poder de persuasión que le arañaba su persona, esa diferencia de
edad, la que le permitía gozar de aquel sexo que muy lejos de lo maternal, le
daba deleite y entusiasmo físico. Por la diferencia de edad entre él y Esther,
le hacía vibrar en aquellas madrugadas que le llevaban a imaginar el pecado en
estado de alboroto.
Aquella
situación dantesca, le ponía íntimamente entre los márgenes de la felicidad no
imaginada. Mientras la desnudaba locamente, dejaba que ella, le meciera el
cabello, acariciara su dermis, y se detuviera en sitios que jamás había experimentado
con hembras de su tiempo. Genuflexión del cuerpo hacia atrás hasta dañarle por
la exageración y el modo. Conociendo que en el piso de arriba, sin ir más
lejos, estaba durmiendo el íbice rumiante y depredador, que de conocer el
detalle de infidelidad e impensable
desprecio del engaño de su mujer con el vecino, vendría a por él, por muy
médico que fuera.
Sin ningún
género de dudas, primero para pasar cuentas y luego para intentar sacar todo el
partido productivo que su infiel esposa, le proporcionaría, tratándose de una
familia tan adinerada en pos de no ejercer un nuevo aquelarre.
Aquel temor,
no le impedía que ella siguiera acercándose a él, con el olor a sabanas de otra
cama, con la secreción de sus membranas, el contacto con otro hombre en catre distinto,
con la no higiene del apareamiento nocturno, con la somnolencia que dan las
horas de sueño y el tono de voz aún no perfectamente afinado, con ese aliento
medio azul y gris que se alberga y traga el adulterio, cuando el placer dentro
del pecado irremediable se produce. La necesitaba, desnuda, abierta,
desabrochada, ávida, sobre su cama, para comenzar aquel ritual que trágico y
oscuro representaban enlazados, sudando en la madrugada sevillana, a la luz de
la luna traicionera que entraba por una de las ventanas y les ponía en los
labios el agror de un despertar súbito y prohibido.
Bajaba cubierta
solo por el salto de cama, y unas zapatillas de lana para evitar el ruido, sin
sujetadores ni bragas, para no perder lapso, despeinada y sin brillo en la
cara, solo restos de una crema hidratante y antiarrugas que se dispensaba la
noche anterior. En el bolsillo de su batín, unas llaves, que serían las que
acabado el hartazgo, servirían para franquear la puerta del retorno a la camada
primigenia, poco antes que su marido despertara de su letargo y frenara el
ruido producido por los enormes ronquidos que forjaba.
Cada madrugada
a las seis menos cuarto Esther bajaba al piso inferior y suavemente, tocaba el
frontal de la puerta, y durante casi tres cuartos de hora largos jugaban a la
pasión desordenada, hasta que el despertador de su casa en la planta superior sonaba,
y el marido se despertaba en busca de su desayuno y de su copita de orujo.
Entonces Javier
tomaba el camino del sueño, totalmente relajado y pringado por una mujer muy añeja,
juguetona, ardiente y práctica. Su sexo, el orgasmo y la eyaculación finita. El
doctor de urgencias, tras ese dinamismo, dormía como un angelito hasta pasada
la media tarde.
Esther, la
señora del quinto piso, la tarántula insatisfecha de apetitos copulativos, una gatita de pestañas retorcidas, pelirroja teñida y ahogada por
un corsé enterizo rojo que se ataba para que su barriguita no se desenganchara
sobre sus entrepiernas, montada en unos zapatos de tacón superiores a los diez
centímetros, con talla de jugadora de boxin kit, madre y abuela. De cincuenta y
dos años de edad, bien conservada, con mudas interiores “Intimísimas”, o sea transparentes
y reducidas, de colores muy rojizos y extremadamente sensuales.
Dentadura
postiza disimulada por la operación practicada, soldándole al paladar una
herramienta de treinta y dos piezas dentales, perfectamente trabadas y
encastadas a la bóveda bucal, nadie podría decir que esos “caninos” no eran
suyos, sin la posibilidad de meneo alguno. Dos piercings en su cuerpo, uno en
un sobaco y el otro en el pezón de la teta izquierda, tres tatuajes
indesmayables, el primero en el omóplato, otro en el tobillo y el más grande y
espectacular en la bragadura de la entrepierna, el que quedaba destapado cuando
se despojaba del corsé, justo al lado del muslo derecho, tomando parte del bajo
vientre, la vagina y la nalga, prendido y grabado al fuego con la tinta de un
maestro chino, muy reconocido llamado Wang, que vive en Badalona.
Sus brazos
extensos, amatorios, cuerpo de felón fosilizado, táctil a la sazón de pérfida iguana.
Bronceado, tirando a aceitunoso por las mieles catódicas de los rayos uvas,
piel súper densa, para evitar la visión de las estrías. Uñas largas y endosas,
de porcelana mayólica y esmaltadas en vistoso color. Dedos traviesos y
nerviosos, excitables y frenéticos como las propias víboras. Peinada con uno de
esos cortes de cabello, no igualado que parte de la cabeza está erguido como
los pinchos morunos y el resto chafado y amaneado como las cazoletas de pescado
frito, cejas perfiladas y nariz egipcia, larga y plana cayendo sobre el labio
inferior, que repintado con extrema maestría hacía que fuese una mujer de boca
más amplia por haber pasado también por la amplitud de los injertos de la
silicona.
Casada con
Isidoro, busca razones y parado en funciones, vividor de casualidades,
hechicero de la cerveza, amanuense jugador de dominó, bricolero del hurto,
descuidero de lo ajeno y un perfecto ilustrado en el futbol nacional, perito de
quinielas no premiadas, prestador y preparador de engaños y solvente realizador
del número del tocomocho. Cliente asiduo del Instituto nacional de Empleo.
Cincuenta años de vida vegetativa, enfermo de nada y no adicto a los esfuerzos
productivos, descarado y bastante mezquino. Una joya sevillana con brillo desacertado.
Panza de don Quijote, boca de siete ciencias y cuerpo de veterano de los
cuerpos de voluntarios al descanso y a las siestas programadas, manos de
ratero, ojos de delator invisible. Todos los defectos, menos el de clarividente
burlado por los exorcismos del sexo conyugal.
Ajeno al flirteo entre su mujer y el médico,
todas las tardes se saludan en el portal, el esposo agradecido por el dispendio
de unas recetas gratuitas que el propio medico le había brindado, para atajar unas
molestias que suele tener en noches inesperadas. Súbitamente Isidoro, el hombre
burlado, deja de respirar y se despierta alterado, ahogándose, con pasión por jadear,
sin aire en los pulmones, boquiabierto tragando todo el aire capaz de anhelar, con
una estrechez hercúlea en su cabeza, expeliendo bocanadas de bilis. Sin gota de
oxigeno en su tórax, a punto de fenecer. Abriendo los ojos en las últimas milésimas
de la prórroga, aferrándose a la vida como un ahogado a sus boqueadas, con un
sabor agrio en su garganta que le produce un carraspeo muy ácido durante
bastantes minutos. Desvelándole el sueño, ya sin descanso por el susto.
Así llevaba
tres meses el doctorado en la Sorbona, el hijo de doña Caridad, el hermano del
cura, entre los brazos de una mujer 28 años mayor que él. Que no sabía ni cómo sacársela de encima, ni de
abajo de su cuerpo, que lo esperaba cada madrugada para tener sexo lascivo,
quisiera o no; le viniera en gana, o
estuviera abatido.
Con la espada
de Damocles encima de su cuello, oyendo los ronquidos mientras ejecutaba el
meneo del apareamiento, cuando retozaba con el corrido cuerpo de Esther debajo
del suyo. Daba oídos a los resuellos brutales de Isidoro en el piso de arriba, que por tener
abiertas puertas y ventanas, se colaba el eco de la carencia de respiración. La
Apnea que proyectaba en su sueño, el imaginar que cualquier madrugada le
tendría que atender en uno de sus ahogamientos, por la paralización de su
corazón, en tanto desaparcaba del cuerpo de su esposa el nervio manchado con denigras
de su propio engaño.
Socorrer al
esposo de la amante, estando el terapeuta desnudo, por yazgo con la propia consorte
del moribundo. Con el pecado inconfesable del sexto mandamiento. No cometerás
adulterio, para remate escuchar el despertador, con ese zumbido zozobrante, que le indicaba:
¡Fin interruptus
coito!
¡Corre, corre…que
me cago!
¡Que se
levanta Isidoro a mear!
Descubre que
Esther no está en su catre que está en la planta de abajo, con el que le recetó
Fluimixcil para respirar mejor.
¡Menudo chocho!
Y mi hermano,
cuando me confiese y le explique esos pecados, que pensará de mi, yacer clandestino
e ilícito con una dama que por edad podría ser mi madre.
_ ¡Estás bien
Javo! ¡Eh Javier, vuelve!
_ ¡Claro, que
lo estoy! ¿Cómo no iba a estarlo? con la
alegría que me has dado.
_ Te he visto
apurado, cambiar de color dos veces, y porque te conoce el camarero y sabe lo
que bebes, que te ha preguntado tres veces_. Dijo Perico, el amigo, no sin
dibujar una sonrisa en los labios descarada.
_ ¡No!
Pensaba, como iba a comenzar a explicarte, la aventura, para que la entendieras.
He de aclararte muchas cosas.
_ ¡Ah bueno,
pues comienza! ¡Soy todo orejas!
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