lunes, 6 de febrero de 2012

El sexo de los piñones

Aquellos niños estaban faltos de lo más necesario, desde el abrazo y cariño de sus padres, hasta el gracioso gesto de complacencia que a veces regala la suerte. Escaseaba todo en aquélla casa. Incluyendo los mínimos pormenores de comodidad. Era un tiempo oscuro sin alegrías, dentro de muchas familias; debido al escaso sustento. Las risas y las ilusiones no tenían aprecio ni cabida en el seno de la casa y los niños se criaban de puertas hacia afuera.
Recogiendo en muchas ocasiones más cariño de los extraños que de los propios allegados.
En aquel paradero, no constaban los domingos ni fiestas de guardar. Mudarse con la ropa limpia y pasear por la alameda. En aquel domicilio nadie tenía ganas de fiesta, ni tan siquiera de la más barata, la de ir en familia a misa y dar un paseo por la rambla comprando el clásico pastelillo.
Tenían tanta calamidad, y por costumbre tan pocas ganas de salir de esa situación, que por no tener, carecían hasta de amigos.  
Los padres apenas se comunicaban en condiciones, todo eran monosílabos y con frecuencia dichos hasta con desprecio. Ya sin nombrar las miradas de complicidad, excluidas por completo hacía muchos años, incluso antes de que aquella madre pariese a sus dos hijos. Las obligaciones, se hacían a regañadientes y si no se creaban, pues nadie exigía un protocolo, ni un orden de urbanidad. Todo era igual, parecido o, lo mismo. El padre, no sabía cómo les marchaba la escuela a sus propios hijos, nunca se preocupó de indagar, de darles aquella ilusión de futuro a los pequeños, el querer que ellos fuesen algo diferente que él. Intentando con ese esfuerzo, que deben hacer siempre los tutores para con sus hijos.
Sólo se quejaba y ponía el grito en el cielo, cuando se iniciaba un nuevo curso, por el gasto que suponía comprar libros nuevos, o dotarles de aquella ropa de abrigo que faltaba. Menudeaban las amenazas veladas a los niños y exageraciones pendencieras, como creyendo que de esa forma se iban a librar del gasto de comprarles, todo aquello que requerían y que tras aquellas palabras fuera de tono, quedarían más acomodados con ellos mismos.
El mal humor y las malas formas, si las racionaban, parecía como si las disfrutaran más a gusto y era una forma de desahogo, por su falta de ilusión y por suministrarse una especie de compasión unilateral.
Remordimiento nunca tuvieron y para representar entre sus propios familiares, ensayaban quedar como auténticos y misericordiosos personajes y siempre fingiendo ser unos padres cariñosos, apegados y serenos.
La madre, una mujer sometida desde los inicios de su juventud, denotaba una falta de atención manifiesta, siempre callada, simulando muy humilde. Aunque oculta, también ponía de su parte bastante infortunio en aquella infernal relación, que no dejaba satisfecho a nadie.
 Ella, encargada de llevar la casa, confesaba de más y de menos, siempre en queja continua, a menudo en fingida enfermedad, medicándose a su gusto con fármacos y pócimas de la farmacia del barrio, una pastilla  tras otra.
Las dolencias irreales, acarreaban un mal estar en aquella morada, muy indeseable y si venía a cuento hacer un poco de teatro, se practicaba con ensayos incluidos, gemidos de dolor, suspiros depresivos, desencantos elaborados. Era igual la cuestión, en todo momento, siempre dar pena cuando estaba acompañada, para evitar el resolver las responsabilidades o el dar la cara en cuanto a la más mínima tarea que tuviese a emprender.  
Los hijos medio asustados trataban de desaparecer de la vista de ellos, para evitar que les dieran alguna ocupación o algún capón inclemente.
En la mesa no se permitían licencias para opinar ni mucho menos, para estar contento y feliz. Parecía a aquellos padres les molestara la alegría de los niños, ajenos a todas sus miserias. Entre otras la falta de amor que entre ellos se dispensaban. La repleción que se destilaba entre ellos, el no entenderse, la falta de ilusión por el mañana, se trasladaba a los pequeños que la debían tolerar como podían. Era un pecado sentarse sonriente a la mesa. Alguien preguntaba despectivo ¡Que ocurría! ¿De dónde venía aquella sonrisa?
En el mejor de los casos. En el peor, podían tacharles de imbécil, y regalarles uno de tantos desprecios que conocían.

Los días festivos, eran bastante peor que los de labor, tenían que estar ocupados con alguna tarea, el mero hecho de pretender disfrutar del asueto, de proyectar hacer los deberes tranquilos, el intentar salir a jugar con los amigos, era como una falta bastante grave, que se solía pagar con el castigo del encierro en una de las habitaciones solo y sin poder hablar con nadie. ¡Qué castigo de domingo!  
Aquella vivienda lúgubre y desdichada, mostraba la gran cantidad de humedad que condensaban sus paredes, la circundaban unos terrenos estériles plenos de detritos y cloacas de aguas pestilentes e insalubres. Situada en una dehesa a las afueras de aquella ciudad, donde parecía no llegar jamás el viento de la felicidad. Absolutamente todo color ceniza, no había matiz a excepción de un pajarillo, que enjaulado desde hacía meses, ni cantaba ni saltaba porque se le había contagiado aquel ambiente hostil. Desde una de las paredes de la cocina, los días de lluvia surgía un regato de agua, que él solo se había buscado el camino hasta la calle, cruzando por medio de uno de los anchos pasillos, y desembocando en un lateral de la puerta de salida, recorriendo parte de aquel recinto. Era la única agua canalizada que poseía aquel tugurio, ya que lo que se dice agua para el consumo, dispensada por las tuberías normales, provenientes de la compañía proveedora, no existía.
Una fuente existente en la esquina de la calle y los cubos de zinc, eran los que llenaban el raquítico depósito para el consumo diario. La instalación de luz eléctrica, se sostenía por cables de algodón de los pertrechados en los años veinte y permitían lucir unas bombillas de poquísimos vatios, para poder verse las caras en las tardes y noches. Las paredes pintadas con azulete y cal, dejaban tizna si te acercabas a ellas. El retrete, estaba dispuesto a las afueras de la casa en un espacio de huerto junto a un palosanto y un limonero.
Un pozo no muy profundo que conectaba a una fosa común. Una banqueta alta era el disponente acomodaticio para defecar sentado y no perder el equilibrio. Un asidero de madera y un escalón portátil para los usuarios de poca estatura. En la misma pared de cañizo, clavado un gancho que soportaba los recortados pedazos de papel de periódico, que servían para aliviarse una vez finalizaba la evacuación y mientras poder leer noticias de igual hacía cinco años. Si la necesidad, obligaba a ir en la noche, toda la representación era a oscuras, si no se prendía la mecha de un candil que por allí descansaba. Cabía la posibilidad de ver las estrellas y luceros mientras expelías, siempre que fuese verano. En invierno, en previsión, a mano izquierda de la grada  siempre podías usar el paraguas grande negro, que estaba para tal efecto.  
El conjunto de la residencia, era un paraninfo ideal para no perderse, por carecer de la más superficial comodidad, rayando incluso la ausencia de lo mínimo necesario para poder desarrollar una vivencia salubre. 
Aquella mañana soleada, solitaria y pesada, solía transcurrir como era ya costumbre, incomunicación y silencio total, ningún ilusionante destino ni previsión, que ahogara aquella mansedumbre y sigilo. A tanto ascendía la disciplina que para ocupar aquella chiquillería, o para evitarse el largo paseo cargada de cestos, la madre, les había enviado a los dos hermanos a recoger unas verduras a casa de unos agricultores de la zona. 
Al llegar a la hacienda de los Cabernets fueron recibidos por la yaya. Mujer desaliñada y completamente abandonada carente de todo delirio, sin dentición apropiada, ya que la postiza que portaba, no se le sujetaba entre el encallecido paladar. Al hablar, la súbita caída del implante superior interrumpía su parla, por desprendimiento del ajuste, por falta de adhesivo y por la no retención de sus músculos y lengua a mantener firme la prótesis. Con el órgano de la papila móvil se la ayudaba para subirla al paladar y así continuaba murmurando. 
Vestida con andrajos. No era  propio ni de recibo y no correspondían aquellas presencias a la familia de labradores tan adinerada. Sin embargo, la pérdida de una hija Mariola, no hacía demasiado tiempo, por una cruel enfermedad y a una edad bastante temprana de treinta y cinco años, era eximente y no socorría ni beneficiaba a la  infeliz mujer. Por displicencia y abandono representaba ser más vieja, una abuela infeliz, se exigía a llevar además de aquel martirio, todas las labores de la casa, del campo y el cuidado de los animales domésticos que mantenían. Lo que en realidad ocurría que tanto acaparar lleva a no hacer en condición ninguna tarea. Sin olvidar su achaque más cruel, la usura tan espantosa que solían padecer toda su estirpe. 
Mientras ella se pertrechaba para ir  al huerto a cumplimentar sendos cestos de mimbre, hizo esperar a la muchachada, entreteniéndoles bajo los pinos, hasta que estuviesen llenas las alforjas de tomates frescos, que debían ser recogidos en el momento. 
Los Cabernets, eran gente posicionada, por abolengo y ralea, sin contar con las propiedades,  el dinero y el gran patrimonio. Aunque vivían en la raya de lo punible, en la más mísera y calamitosa forma, en pro de no gastar lo que se dice ¡Nada!  Más allá de lo mínimo imprescindible. 
Su slogan era “es mejor comer poco para digerirlo bien”.  Consumían aquello que el campo les proporcionaba, siendo amplia la gran la combinación de frutas que ellos mismos sembraban, ni que decir tiene la variedad del tipo de verduras y de tubérculos, maíz, trigo y cebada, la producción era grande por tanto debían vender a los vecinos, porque además de proveer al mercado de Abastos y al Sindicato de Agricultores y Ganaderos, les sobraba muchísimo género. Criaban pollos y gallinas, para poder vender los huevos, aprovechando el grano de los almacenes, en los corrales también criaban liebres y cerdos, que a posteriori eran vendidos al Matadero Municipal y de tanto en vez, alguno caería en su perola, quizás los ya muy viejos y tardíos, poco antes que fenecieran por primitivos. Visto el pelaje que acarreaban los Cabernets, pocas veces, usarían aquellos privilegios para quitarse el hambre. El café, les encantaba, pero no tomaban, porque se vendía demasiado caro y se podía estar sin probarlo, ya que no era un alimento imprescindible, por lo que, se hacían infusiones de hierbas silvestres. El cava, que antaño había sido protagonista en todos sus festejos y comidas, ahora, escaseaba tanto que ni siquiera lo probaban en la Festividad de la Navidad.

El caserón, una heredad de mediados del siglo diez y nueve, construida y ataviada según su tiempo con ornamentos fabulosos y con tallas en sus muebles que daba deleite tan solo el observarlos. Se conservaban todas las balaustradas a medio pintar y desconchadas, el gran tejado de pompas y tejas especiales, necesitaba un mantenimiento profundo por el paso y el rigor de las inclemencias de las lluvias y demás deterioros del  tiempo. Las chimeneas altas y erguidas como la mismísima torreta del mar, carentes en su conducción a los humos de la calefacción, ya que no se usaban, porque la factura de la madera, y del petróleo les quebraba sus arcas. El caminete del jardín hasta la casa, fue en sus días una preciosidad de contornos, con sus rodeos y anchuras. Estaban repletos de malas hierbas que no se cortaban por ahorro en el presupuesto. Las mesillas del jardín perfectamente roídas por la herrumbre y arruinadas por la falta de pintura, dejaban translucir, el tipo de fiestas que en alguna época hubieren celebrado  sus antepasados. Detalles que ellos, no supieron heredar,  truncando semejantes fiestas y lujos.
Familia creyente, hasta lo impensable, pero a su vez les podía lo rancio y lo evitable. Con seguridad, ellos padecían de la enfermedad del avariento, la sufrían desde los años de postguerra, porque creían que podían volver de nuevo todas aquellas brutalidades y estrecheces a las que fueron sometidos a la fuerza.
Pasar de la amplitud a la estrechez, es muy duro y no todos pueden soportarlo. Tener esplendor y boato por herencia, ganado con el ardor de sus antepasados y de pronto quedarte sin nada, por capricho de la política del momento, es insoportable para quien lo sufre. El  saqueo a que fueron sometidos, deja huella y marca a cualquiera.
Sencillo humano y respetable el hecho de ser religiosos y ocultar a un cura durante la guerra, capellán y sobrino de Carletta, que permaneció oculto entre sus cuadras, casa y pertrechos, les llevó a la más incruenta y descerebrada persecución y hubieron de pagar muchos dispendios para mitigar esa llamada traición a los gobernantes del momento. Aguantar las más crudas vejaciones hasta que la guerra terminó.  
Los Cabernet estaban ya en su vejez, tanto padres como el hijo, que siendo el más joven contaba ya con sesenta años bien cumplidos y sin haber disfrutado nada de lo que ofrece la existencia. Estaba prometido con Amelia, y era su pretendiente, fue su novia toda la vida, la chica que festejó con él desde el colegio, la que le acompañaba a misa todos los domingos y aguantaba sus meneos, caricias, roces y la que metía en su cama cada vez que a él, le venía antojo, o destemplanza. Ella, cansada de esperar a ser desposada, alcanzó la menopausia, se le acabó la mecha, se le arrugó la piel y las ganas de soportar, apagándose aquella hoguera que jamás ardió con fluidez, Cuando quiso darse cuenta ya se le había pasado el embrujo, encanto, la fascinación y poco antes de enfermar de gravedad, los dejó a todos, a él y a sus padres, porque pretendían fuera la criada de todos y llevara el gasto de toda aquella ingratitud. 
 La entrada de la heredad dibujaba un camino amarillento, perfilado por sus parapetos y vallas, delimitando a la derecha, el pasaje de lo que fue en su día el cobertizo de la servidumbre y caballerías. Dibujando en el suelo, a la izquierda el barbecho aderezado de flores y plantas por donde se accedía a la puerta principal, llegando a una puerta de preciosa estampa, donde el portón de aquellos grandes labios de madera se abrían dejando paso a un excelso recibidor, donde en su época se habrían recibido a la gran alcurnia de la ciudad. Más allá, hacia la izquierda un inmenso salón comedor con unos muebles de madera traída de las indias, trabajados por los mejores artesanos, con unos encastes de precisión y con una magna belleza, que ahora en la actualidad, llenos de polvo y desatendidos, parecían exigir a bramidos silenciosos, que les ahuyentasen de aquel tamo, borra y polvo de continencia prolongada. 
Antes que Carletta, fuese al huerto a recoger las verduras, solicitaron permiso, para recolectar los piñones del suelo y, poder consumirlos una vez los hubiesen mondado con una piedra o un martillo. Manjar que suele dar, este tipo de frutos, el clásico “pino piñonero” mediterráneo (Pinus pinea).

Los piñones se hallan secretos como pepitas de oro blanco dentro de las atrincheradas piñas y tardan sobre cinco años en producirse; tres los de maduración de las piñas y dos, desde la cosecha hasta la obtención del piñón blanco. Cuando la piña abre sus escamas suelta esos frutos por maduros y caen desde la copa de los mismos al suelo, algunas se despeñan también del sobrepeso dejando esparcidos los frutos alrededor, soltando una resina muy fuerte de quitar, si se mezcla con la ropa o con la piel. 
_ ¿Señora Carletta, podemos recoger los piñones, para comerlos más tarde? _ dijo Tino, el mayor de los hermanos, con una suave mirada de por favor, que le dirigió a la dueña de la casa. 
_ ¡Bueno de acuerdo! ¡Sí!  Pero, no los cojáis todos, que los pagan caros en el colmado. 
_ Son para comerlos luego, para mi hermano y para mí. No se lo diremos a nadie ¿Nos da permiso? O, quizás no le parece bien, que lo hagamos mientras usted, prepara los cestos de verduras. 
_ ¿No preferís caramelos? En vez de piñones, son más dulces y menos trabajosos de comer_. Inquirió la arcaica mujer, devolviendo la mirada de sustento a Tino.
_ ¡Sí, los preferimos! pero en casa, no gastamos_, manifestó Lolo, el más pequeño de los hermanitos, haciendo un movimiento de hombros de insatisfacción manifiesto y estremecedor, que no le llegó a nadie. 
_ Carletta, la abuela pasó en silencio, frente a ellos, mientras se dirigía al huerto, que no muy lejos de allí, frondoso y verde esperaba. Todo lo que había de expresar, ya lo había hecho y siguió a su tarea. 
Como si nada hubiera sucedido los dos niños, mientras esperaban a que sus cestas estuviesen preparadas, y estando bajo los poblados pinos, se dedicaron a recoger el fruto de aquellas piñas que abiertas al espacio parecían anunciar y señalar, ahí están mis frutos, ¡Comerlos!    
 Tantas simientes habían esparcidas que no podían guardarlos en sus bolsillos, ni comerlos directamente, ya que se necesita o un machaco o una piedra para poder mondarlos. Por lo que estaban haciendo recolecta para llevárselos allí donde pudieran derrocharlos en paz y concordia.
La mañana era preciosa, lucía el sol y ya comenzaba a notarse el furor de los rayos de un astro que desperezándose del invierno, quería recobrar la confianza y ser de nuevo la constelación emperadora de todos los cielos celestes que se conozcan. 
Con más astucia que un hambriento, se las ingeniaban todas y extendieron un pañuelo en el suelo, para poder depositar la mayor cantidad posible de aquel fruto de la piña, que con una cáscara durísima por ser su natural, esperaban ser recogidos del frio y húmedo suelo, donde inertes yacían desde hacia quien sabe cuánto. Tino, el más alto y más pícaro, por haber vivido y presenciado toda clase de amarguras y desalientos y no creyendo lo que había manifestado la abuela de las uñas escabrosas, hizo además llenar los bolsillos a Lolo, depositar otros tantos entre sus calcetines altos, que atados con una guita en los tobillos para que no traspasasen al empeine  y pudieran arañar y rasguñar los pies. Otra atadura bajo la rodilla, hacían a modo de talega portante, dónde cerrados por el poco grosor de sus piernas, acopiaron todos los que cupieron. Además ligaron su pañuelo con una cantidad poco codiciosa y quedó una taleguilla a modo de un hatillo chiquito, presto para poder colocarlo llegado el caso, en alguno de los rincones de los cestos de verdura.
_ ¿Dónde vais con tanto piñón? Espetó Carletta, con un movimiento de negación en su cabeza que tapaba con una pañoleta fuliginosa, para no dejar traslucir las hebras de cabello albo.
_ ¡Tanto! _ chantó Lolo_. Si solo llevamos un puñado, enseñando el pañuelo y disimulando con gracia aquellas piernas que iban rebozadas de tanto pipote  ¡Anda!  Que lo que le ha quedado aún en el suelo, si los comen todos, les dará un empacho tan grande que se irán de varetas ¡No me vea! 
_ ¡No puede ser!  ¡No… imposible! Dejarlos encima de aquella mesa, que me irán muy bien para hacer la picada y el sofrito. ¡Faltaría más!  ¡Aquí tenéis los cestos! 
_ ¡Oiga! Usted señora Carletta, nos ha dado aprobación y licencia para que los cogiéramos. ¿Ahora no le parece bien?  ¿Quizás nos quiera regalar algún caramelo de esos tan buenos que deben ustedes guardar en las alacenas? 
_ He dicho que los dejéis allí, y no seáis maleducados_. Entonó la vieja con ese genio tozudo que tienen los tacaños, cuando ven mermar sus recaudos. A la vez que les despojaba del fardito de piñones de forma muy ineducada y salvaje. 
_ ¡Señora el pañuelo es mío! _. Gritó Tino el más astuto. ¡No querrá también quedarse con el moquero!_, mientras le plantaba cara, a aquella rancia desnutrida e infeliz, que no sabía cómo aguantar el peso de los dos cestos, la pañoleta de los piñones y la dentadura postiza.

¡Ángela María!  ¡Al suelo fue!  El contenido de aquel trapito, quedando esparcidos por todo el suelo de la zona. Los dos cestos cayeron y aquellos tomates rojos prietos, demasiado maduros, se agrietaron con el golpeo contra el piso, dejando todo el zumo de tomate relamiéndose en la aquella finca rica, siendo absorbido por el sudor terrenal y entre la  suficiencia de humedad.

Las lechugas y hortalizas fueron al mismo lugar a enmerdarse con el jugo soltado por los tomates, revueltos además por los piñones que quedaron esparcidos nuevamente sin dueño. 
_ ¡Coged los piños!  ¡Ahora mismo!  Y los tomates colocarlos en el cesto, sin perder tiempo. ¡Venga que no tengo mucha paciencia para perderla! _. Dijo Carletta, balbuceante cuasi interrumpida por el desencaje bucal. 
_ Los tomates agrietados, que están en el suelo, no los llevaremos a casa, de ningún modo_. Soltó Tino, con pocos modos 
_ ¡No es lo que habíais venido a buscar! ¿A qué viene tanta chulería? _, sin demasiada convicción mencionó Carletta, viendo donde habían ido las consecuencias de no regalar un puñado de algo que siempre había despreciado la familia.
_ Si llevamos ese cesto tan puerco, con tomates tan maduros, que ya, no es lo que hemos venido a buscar, por encargo de nuestra mamá. Intentando por su parte colarnos frutos rotos y espachurrados, además de llevarnos una buena tunda, bajará nuestro padre a pedir explicaciones de todo lo que ha pasado _. Con una calma pasmosa, y sin perturbación expresó aquel muchachito, que no le tenía miedo a nada, por haber experimentado toda la turbación que podía soportar su escaso y escabullido cuerpo.
_ ¿Qué es lo que ha pasado? Según tú_. Siguió la señora Carletta, hablando sin convicción, tras lo manifestado por Tino.
_ ¡Pasar nada, usted!  Por su nerviosismo y egoísta imaginar en que no disfrutáramos de esas piñas que abandonadas se pudrían en el pinar, ha montado una escena, que le ha llevado a tirar al suelo los cestos y estropear las verduras. Nosotros de momento ni hemos tocado esas alforjas. ¿No pretenderá colocarnos el estropicio, verdad? _. Decretó Tino, con una suavidad pasmosa.
_ La culpa es solo vuestra, por no atender y a la primera ir a dejar el bolsito encima de aquella mesa_, intentaba Carletta, convencer a los muchachos y asustarles.
_ Nos puede caer una paliza, por su desidia y cuando nos pidan explicaciones, solo podemos decir la verdad y esa verdad no es otra que la que le comento. Por otra parte, si cree que mi mamá se quedará con esos tomates estrujados, lleva una sensación equivocada de lo que a la señora Victoriana le conviene.
_ ¡Pero tú! ¿Quién eres? _. Exclamó Carletta, medio encrespada ¿Qué edad tienes mocoso? ¡Para hablarme así! ¡Pareces un demonio! ¡Vete fuera de mi vista!
_ ¡Tino, vamos para casa! _. Lolo, le pedía medio compungido a su hermano, con los calcetines repletos de piñones y con mucho miedo en sus carnes.
_ Tengo 10 años señora, y mucho respeto por las personas mayores, aunque sean irreflexivas, pero no puedo callarme ante lo que sucede. Afecta a mis padres, que apenas pueden comer y criarnos a nosotros_. Concluyó su retahíla Tino, que entonces le apretó la manita a su hermano menor, ofreciéndole seguridad y aplomo.
_ ¡Te vuelvo a repetir! ¡Eres un descarado! ¿Quién eres? ¿Cómo te atreves a dirigirte en ese tono? ¡Para hablarme así!  ¡Qué sabrás tú! ¡Endemoniado!



La señora Carletta, se acercó a la cancela del huerto temblorosa, y vio a los dos hermanos a lo lejos recogiendo piñones de forma entusiasmada. Ella, ardiendo en fiebres y, casi levitando emponzoñada, portaba en sus manos asidos, los dos cestos repletos cargados de tomates pútridos, casi rotos y cuarteados, unas zanahorias que ni siquiera daría gozo dárselas a las bestias para que las devoraran, y unas lechugas con unas hojas semi indecorosas, no aptas casi para el consumo humano. 
Giró la cabeza y notó que aún estaba en el huerto de los vegetales, a mucha distancia del caminete que lleva al pinar. Imposible ser cierto el suceso que le había revuelto las hieles, los niños no podían ser los de la discusión, notó de pronto que le acompañaba un crepúsculo decrépito y disimulado.
Una lobreguez rancia no le dejaba respirar con normalidad, una alucinación artificial que a pocos instantes, le había plantado cara, sin entender cómo había emanado aquella conversación tan agria, no propia de un muchachito de tan solo una década de existencia_. ¿Qué me está pasando? _. Se preguntó para sí misma, la anciana_. ¡Juraría que ese mocoso, me ha ofendido! Sin embargo, ¡Creo que no ha podido ser él! Como puede discurrir así, con tan pocos años_. Cavilaba consigo misma, queriendo entender algo de lo que le sobrevino, estando a solas entre los juncos.
Anduvo aquella distancia hasta llegar a la altura de Tino y Lolo, que seguían recogiendo simientes de la piña.
Al llegar a su altura, los muchachos mostraron a Carletta, el fruto de lo que habían levantado.
_ ¡Este montón lo hemos recogido para ustedes! _. Mostró Tino, con alegría, acercándole el puñado de piñones que le ofrecía y que habían depositado en un culo de saco de fertilizantes que encontraron en un rincón.
_ Mi mamá_, señaló Lolo_, con cositas como estas, hace pasteles y las chafa en un almirez y a veces, nos da a probar algún piño de estos, que están muy ricos_. Había pelado unos cuantos y le ofrecía a aquella mujer uno desde sus dedos chicos y medio embetunados por la resina del producto que manejaban, para que lo comiera.
Carletta, se estremeció y mando situar aquel resto de saco, sobre unos escaños intermedios del antepecho del jardín y preguntó a Lolo_. ¿Que llevas entre los calcetines que te abultan tanto las piernas?
_ ¡Pues piños!  ¡Qué va a ser!  ¿Tomates? _ . Replicó Lolo, con el desparpajo que tiene un niño a los 7 años_. Me ha dicho Tino, que los guardara ahí por si acaso colaba. ¿Quiere que los deje debajo del pino, como estaban antes?
_ ¿Por qué le has dicho eso a tu hermano?  _ . Se dirigió Carletta al niño mayor mirándole con efervescencia, buscando explicación al misterio que había sucedido en los matorrales del huerto_. Sin saber que contestar el niño, por no entender que le ocurría a Carletta y reconociéndole el brío manchado por la ira y la rabia en sus ojos, se retrasó en la respuesta  ¡Tino, te estoy preguntando a ti!
_ Sabía que usted no regalaría nada y no querría que nos lleváramos tanto piñón y pensé en engañarla y que podríamos disimularlo de esa forma_. Admitió Tino y dirigiéndose a Lolo, le ordenó a su hermanito con acentuación_. ¡Descarga los calcetines!

_ ¡Espera Lolo!  ¡No hagas caso!  ¡Llévatelos todos! y aquellos del poyete que habéis recolectado para nosotros, también.

El chiquillo, corrió a la altura de las barandas del jardín dónde habían depositado aquel trozo de saco de fertilizantes y recogió el regalo. Carletta, les mandó acercarse a ella y entregándole las dos cestas de verduras les advirtió_. Decidle a vuestra mamá, que estas cestas de tomates, zanahorias y lechugas, son un regalo, que las aproveche, que se han madurado demasiado y no se las voy a cobrar.








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