viernes, 23 de julio de 2010

Collage de libros



Érase una vez ... Así comienzan los cuentos que nos relataban nuestros abuelos, cuando teníamos tan poca edad y cuando todo podía llegar a ser creíble, en el tiempo que nuestra imaginación estaba incipiente y todo era una aventura.
¿Quieres que te cuente un cuento?

Pues acércate a mi, poco a poco te iré llevando a un mundo de fantasias y de ficción, que muchas veces se confunden con la realidad. ENTRA en :       www.emiliomorenod.blogspot.com

Como son las coincidencias o las casualidades;  se han de juntar tres o cuatro circunstancias para que mezcladas con la chispa de un recuerdo, lubrique el pensamiento, y la maquinaria de la memoria comience a hacerte  vivir aquellas vicisitudes … 

Era una tarde de sábado, caminaba jugueteando al lado de mi hermano, y nos acompañaba una persona muy querida por nosotros; Dios lo tenga en la gloria.  Diego. Como te añoro, cuantos momentos dichosos nos habías regalado, y la paciencia, a prueba de todo experimento, superaba a la de mis propios padres…  

Recuerdo la ciudad, aquel barrio, con que agrado se realza pasado el tiempo, y más dónde nos dirigíamos, algo excepcional, ya lo había disfrutado en alguna otra ocasión; como no, gracias a Diego, que sabiendo nos encantaba, y además nos calmaba, o mejor dicho, nos sedaba, proponía la visita a la sala de cine. El vernos  insertos en las historias con imágenes y ese deleite te hacía protagonizar muchos de los momentos como el mejor de los placeres vividos. 

Por ello, conocía de su magia y del encanto intrínseco que adosa.

Eran sesiones contínuas, donde se llegaba con la merienda y la gaseosa, un sinfín, porque se entraba cuando igual estaban comenzadas las sesiones y te marchabas cuando habías visto el programa repetido por dos veces, dejando el suelo lleno de cáscaras de las almendras que comprabas a granel, y que te envolvían en aquellas alforjas hechas con papel de períodico; que tiempos aquellos, que edades, y que nostalgias. 

Tal y como lo evoco ahora, se me escapa la risa nerviosa, de imaginarme a mi mismo, como un chiquillo que era.
La quimera del oro, Dios mío, que risa más sana, más límpia, más díáfana, propia de niños, como me hizo disfrutar ese tipo, con el bastoncillo y su bigote, que el sencillo de su caminar, ya me provocaba disloque de sonrisas, era diferente al humor al que estaba acostumbrado, era descubrir una nueva forma de llegar a ser oportuno por un momento. 

Comiendo almendras y bebiendo gaseosa caliente, reíamos a carcajada límpia, nos iba socabando la intención, ese mensaje que entonces, no comprendía, pero que quedaba en el subconsciente, y cuando evoco momentos felices, siempre entran en juego las imágenes de aquella película, que se incorporó de forma natural en mi disección de lo que es gracioso y lo que deja de serlo. 

Por esa razón, al cabo de los años, pude comprender que lo original, lo esencial, no es necesario lleve sonido, ni colores, a veces la mayor de las simplezas te hace  reir, y disfrutar del instante para que consigas recordarlo a menudo. 

De ahí, seguí la trayectoria del personaje y siempre encontré un recado que me enseñaba algo nuevo, un punto de vista diferente un gracejo para mis sentidos, una caricia, una congoja para el alma, siempre desenterré  algo con Charly, sin palabras, sólo con la expresión de sus muecas, con el movimiento de su paraguas, con lo vacilante de su caminar, con la traza de su solemne postura. 

En blanco y negro, dónde las cuestiones únicamente marcan dos caminos, dos alternativas, dos tendencias;  o ries o piensas.  Las dos constituyen, con  las dos me quedo, me rio, y me hace a la vez pensar, es una realidad manifiesta, que si no precisas en ello pasa por alto, como tantas cosas de la vida.

La película finalizó, con las clasicas letras The End, y los aplausos de tantos como disfrutamos del mensaje  y salímos de aquella sala de cine, con olor a moho, con retintines de felicidad, con sabor salado por las chucherías  que habíamos devorado, con la impronta aún en las pupilas de aquellas imágenes que nos habían desternillado de la risa. 

Hoy; aquí, entre vosotros mis amigos; mientras os narro ese instante de una vida,  además; recuerdo a Diego, a mi hermano, siempre con el concurso o con la ayuda de aquel personaje entrañable de mi infancia que conocía con el nombre de  Charlot.__

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