miércoles, 24 de septiembre de 2025

Sustos de laboratorio.

 

Pedro Antonio era un tipo poco trabajador. Simpático y gracioso lo era suficiente como para engatusar a Amanda hasta llevarla al altar. Por sus dotes de frívolo y por su presencia. Alto y recio como un roble, pero errabundo e inconstante mucho. Su esposa lo recuerda con nostalgia, habiendo dejado un hueco profundo en su vida. Ella ahora vive gracias a la paga que le dejó y el monto del seguro de vida que cobró al fallecer.

 


El bueno de Pedro Antonio estaba recién llegado a la metrópoli, desde la aldea que nació. Donde solo había cielo, campo, serranía y polvo. Alejado de cualquier estación de ferrocarril, de algún punto de negocio o diversión interesante. Retirado de las atenciones clínicas necesarias y en sobre manera, de las oportunidades para festejar con muchachas y divertirse. Ya que las niñas que le conocían, evitaban tratos con una persona con tan poco interés por su futuro.

Prefiriendo tontear con muchachos que demostraran algo más de interés por el trabajo, por la constancia y por la seriedad de una relación futura.

En el inicio de su infancia y juventud se dedicó obligado. Ya que de su parte no gustaban las labores del campo. Ayudando a su familia labrando, recogiendo y sacando adelante la extensión de terreno fértil que cultivaban en la sierrecilla. Atendiendo al rebaño de cabras y ovejas, que criaban para elaborar quesos y mercadear vendiendo la leche sobrante que producían. Sin olvidar la piara de gorrinos que engordaban y robustecían para el abasto del matadero territorial.

Miguel Obdulio, más conocido por Miguelón, el padre de Pedro Antonio, era un hombre enjuto y robusto. Vivido en mil batallas, y con un extraordinario aguante para las desdichas e infortunios. Soldado en la última guerra habida en el país. Participando en casi todos los frentes beligerantes, los cuales le dieron experiencia y comprensión. Sobre dónde puede llegar una raza, enferma por la envidia, desconfiada y embustera, como la que soportaban.

Comprendía que no preparar a sus hijos con estudios y conocimiento. Era mandarlos con antelación al mundo de la infelicidad, sin dudar al de la pobreza y si no lo enmendaban al de la delincuencia. Con lo que se apretaron el cinturón y envió tanto a Pedro Antonio, como a Rogelio Lucas, al punto más próximo de donde vivían a que se instruyeran. Eligiendo un lugar prestigioso y de renombre, en el cual si lo aprovechaban obtendrían resultado en sus estudios.

Tanto a Miguelón como a Jacinta Esperanza, padres de Pedro y de Rogelio, quedaron solos sin la ayuda de ambos, pero lo que percibían con mucha pena era el vacío y la ausencia que presidía la casa. Faltando la compañía que los dos les daban a la ya madura pareja. Más bien poco habladora, reservada y timorata. Matrimonio descarnado por las tantas vicisitudes pasadas, la falta de alegrías, el trabajo en exceso, los medios inexistentes y nada oportunos para el esparcimiento, y hasta la falta de amor entre ellos. 

Pedro Antonio no era un dechado de aptitudes, ni en esfuerzos ni tan siquiera en compromisos. Todo lo contrario a su padre. El polo opuesto. Un muchacho fácil para el despiste, el vicio, el exceso y el extravío. Un dechado de corrupción llegado el caso. Con lo que acabó justo la primera etapa de formación con ciertas dificultades, ayudas de sus colegas a cambio de favores extraños, conductas irracionales en la residencia y desacatos con los profesores.

Sin el permiso de sus padres, ni tan siquiera su presencia para despedirse de ellos, se fugó para quitarse de encima el débito de finalizar unos estudios, y esconder otros menesteres engañosos en su conducta, y su haraganería, que daba para eso y mucho más. 

Migró a la ciudad que estaba de moda en aquella época. La más garbosa, la más resbaladiza, y con más oportunidades. Sin importarle si era el lugar más apropiado para él. Ni tampoco haber analizado su futuro que estaba en ciernes. ¡Ninguna previsión! ¡Nada! ¡Para qué!

Actuando como los borregos que criaba Miguelón.

Fue detrás de Pepe Torces, otro alumno de esos que delinquían por deporte, un tipejo con pocos escrúpulos que medraba en la escuela, y conoció en la residencia de estudiantes. Un sátrapa como él.

Llegados a la ciudad al bueno de Pepe no le interesó cargar con Pedro Antonio, por su falta de tacto y por su poco ardor por el trabajo. Sabía que si le encargaba alguna fechoría lo pillaban con las manos en la masa, por descuido, por retraso o por dormirse. No tuvo dolor al facturarlo, para no volver a sufrirle.

Con lo que Pedro Antonio, tuvo que buscarse sin otro remedio la vida y con premura, ya que debía pagar la pensión, comer y vivir.

Se colocó como visitador de una empresa de carpintería que fabricaban muebles a medida atendiendo a clientes, en la pre venta y en sus domicilios. Tomando medidas y entregando los encargos con el transporte de la firma.

Antes había buscado un alojamiento, localizando una habitación en la Pensión de la Luna. La más económica y cercana a la carpintería, donde comenzó su singladura. Trabajando para poder subsistir.

Cuando podía enviaba dinero a sus viejos, pero si no lo hacía, no tenía ninguna especie de remordimiento. Era un tipo que vivía sin importarle nadie ni nada.

Un domingo por la tarde conoció a Amanda una mujerona, muy alta y bastante entrada en carnes, que estaba esperando la sacaran a bailar en el Club Patio Azul. Anduvo viendo que no se le acercaba nadie, y se atrevió a ponerse delante de ella y pedirle que bailara la pieza que comenzaba a sonar.

Se agarraron y disfrutaron de aquel olor a sexo que impartían los dos sin saberlo. Notándolo el cerebro de cada uno de ellos.

Amanda se dejó camelar por los piropos de aquel hombre, que la provocaron tanto que le subió la temperatura corporal, provocada por las caricias que se dejó hacer mientras bailaban. Tomaron en la barra del club un refresco y después salieron a merendar en una de las cafeterías del paseo. Quedaron para verse al domingo siguiente en el mismo lugar, para conocerse mejor. Antes de separarse Pedro Antonio le regaló unos jeribeques enamoradizos, que llegaron a ponerla a cien, y ella, por atención lo besó con fruición. Después la acompañó hasta e portal de su casa y se despidieron con un abrazo y un beso.

La muchacha, llegó a su casa encantada con el chico que había conocido, con el que soñó todas las noches de aquella semana, hasta llegar al domingo siguiente. Amanda Pavón. Hija de Ramón Lucio y Madrona Dolores, una gente muy sumisa, a la vez que educada, que estaban empleados en la Finca de los Jerónimos Granados, propiedad de una familia con pasado y abolengo, que venida a menos sorteaba su existencia y patrimonio pagando sueldos de miseria y engañando a todos los empleados.

En el comienzo de los años sesenta, si no había un compromiso serio con las muchachas, estas no daban permiso para roces, ni besos ni tan siquiera apretones. Con lo que mucho menos cabía la posibilidad de llevarlas a la cama de buenas a primeras. Dado el ímpetu de Pedro Antonio y la calentura de Amanda Lorena, hizo que festejaran poco tiempo. Anunciando boda para el siguiente año.

Ingresaron en una de esas cooperativas de viviendas, que hacían y vendían pisos. Dando una paga y señal, para comprar uno de los nidos que edificaban en esos grandiosos bloques de cemento.

En barriadas alejadas del centro de cualquier urbe. Sin líneas de transportes, ni bus, ni tranvía. Alejadas del metropolitano y calles sin asfaltar, sin iluminación ni cloacas.

Aguantaron el noviazgo hasta que les concedieron las llaves de su pisito. Casándose hartos de aparearse donde fuera. Con aquel amor anónimo y en secreto, que más parecía una consecuencia obligada por haber yacido desnudos para gozar, antes del séptimo sacramento, el matrimonio. 

Al llegar la democracia con la apertura y nuevas leyes, muchos obreros se quedaron desempleados. Entre ellos Pedro Antonio. Que de buenas a primeras se encontró en las colas del desempleo.

Con pagos inexcusables como la letra de la hipoteca, un hijo y su Amanda, que tuvo que dejar la bata de boatiné, para salir cada mañana a la calle, dejar el niño en la escuela y trabajar a sueldo en la peluquería de la señora Alberta Tajuña. A la par que el esposo apuraba la subvención, creyendo que algún trabajo adecuado se le presentaría para ocuparlo.

Pasaron los quince meses de auxilio y Pedro Antonio, no había movido un dedo para hallar una ocupación. Haciendo gala de su falta de compromiso.

Un día paseando bajo la lluvia, tropezó con Pepe Torces, aquel desalmado que lo dejó de lado al llegar a la ciudad. Quitándoselo de encima por no dar la talla de trabajador y atrevido.

Pepe le reconoció debajo de un paraguas medio roto y con los zapatos manchados de barro. Pedro quiso contarle sus peripecias. Al principio grandezas, y muchas ilusiones que jamás sucedieron, hasta que llegado un punto que detuvo su presunción para explicarle la cantidad de milagros que debía hacer para alimentar a su hijo.

Pepe, se compadeció de aquel Donnadie. Proponiéndole ser un roedor de recinto. Donde solo tenía que poner su organismo, para verificar el beneficio de algunos medicamentos nuevos, y la reacción que sufre el metabolismo humano.  A cambio de emolumentos dinerarios que le permitían mantener a su gente, pagar el piso, y tener efectivo. 

—Ningún riesgo. Le aseguró Pepe.

—Nada de madrugar. Ni tener que cumplir con un horario fijo y soportar a ningún jefe. Ningún turno. Buen sueldo y pagas extraordinarias y un seguro médico para toda la familia. Amplio y sin costo alguno. Otro seguro además de vida y de accidentes a nombre de sus beneficiarios. Siguió argumentando el amigo Pepe, sin vacilar y pretendiendo convencerle. 

—Yo hace tres años que participo en el proyecto y estoy como un manzano, con salud y no me faltan cinco duros para comprar. Mis hijos pueden ir de colonias y mi mujer, está en casa, haciendo sus labores domésticas, cuidando a mis nenes, y pudiendo comprar sin apuros. 

—¿Sabe que te dedicas a esto tu mujer? preguntó Pedro Antonio, ansioso.

—Claro que lo sabe. Me dijo que me moviera y que trajera un sueldo. Que no le importaba de donde saliera el dinero, que trabajara o inventara, pero que necesitaba pasta y ella no aguantaba a ningún vago. No tuve más remedio.

—Pero ese trabajo no debe ser muy saludable, si pillas la enfermedad, que pasa contigo. Volvió a dudar Pedro Antonio, no viendo las ventajas.

—Me curan ellos mismos. Tienen potentes antídotos y eso me protege de cualquier contagio. Estoy más cuidado con ellos que una diosa griega.

—Crees que a mí me aceptarían, para estar dentro del proyecto, preguntó desesperado Pedro Antonio.

—No lo sé, pero que sepas que incluso te pagan por someterte a las pruebas y aunque te rechacen te dan la comida y la cena del día. El taxi de ida y vuelta a tu casa. Un bono de mil pesetas para comprar en el supermercado y cinco mil pesetas más, de curso legal por sesión. Siguió Pepe, presumiendo de curro.

—Si te admiten entonces el laboratorio, te hace un contrato de trabajo. Pagando impuestos a la Seguridad Social, y un sueldo de cuarenta mil pesetas al mes con quince pagas. Que ese dinero tu no lo has ganado jamás en ningún sitio de los que hayas trabajado. 

A las tres semanas admitían a Pedro Antonio en plantilla, con todos los derechos y obligaciones que le había relatado su amigo Pepe Tuerces. 

Amanda no se opuso a la dedicación de su esposo a ese curro. Viendo una salida para comenzar una vivencia normalizada, poder pagar las deudas y comer.

Habían pasado cuatro años y Amanda cobraba el monto del instituto de investigación. Venido del seguro de Pedro Antonio. 

Al ser la beneficiaria del asegurado fallecido. Lo incineraron para más seguridad. Todo a cargo del laboratorio. Lo lloraron amigos, familia y sobre todo compañeros de trabajo.

Nadie se explica como ocurrió tan súbitamente aquel coágulo cerebral. Aunque hacía un par de meses se quedó calvo, muy pelado, se robusteció y le aumentaron las nalgas.

Los doctores de su empresa, no quisieron que al enfermar fuera a la medicina privada. Ellos mismos lo ingresaron en sus dependencias hasta que murió riendo y feliz.

El Instituto retiró de las farmacias la medicina. El último medicamento que ingirió el bueno de Pedro Antonio, sin que ninguno de los antídotos curara su enfermedad.





autor: Emilio Moreno





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