Érase una vez una niña muy observadora, inteligente, y simpática. Estaba educada, como lo suelen estar en el tiempo en que vivimos. Muy diferente a la preparación que se daba en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado.
Harta de escuchar cuentos irreales explicados por los ancianos de la
casa, decidió, al notar ciertas discrepancias entre los componentes de la
casta, saber de las historias reales que en aquella familia habían precedido.
Entablando con su abuelo predilecto una
especie de recóndito, para ir descubriendo los desmanes que habían pasado en
aquella estirpe.
Desdichas que nadie afrontaba, por la dureza
y el estupor que contenían, verdades que habían sucedido antaño y estaban a punto
de caducar.
Así convenció al abuelo para que fuera él, actor
de aquellos cuentos o vivencias y que, de ese modo, narrara con la precisión de
su verdad, aquella historia oculta, que llevaba en su cabeza desde que tenía uso de
razón.
Con la seguridad y la certeza, que el abuelo cambiaría su relato
y dejara de referir mentiras dentro de unos cuentos irreales, que nadie se los
creía.
Aquel veterano, poco proclive y no
demasiado convencido, en airear bajezas vividas, engañó a la nieta, por no
desairarla. Mencionó la historia, de un modo irreal. Teatralizando las experiencias,
quitándole el rigor y realidad, maldad que escondida pretendía mantenerla ignota.
Una vez acomodado y dispuesto a dar inicio al episodio inicial, la nieta se levantó del lugar que
ocupaba y fue a acomodarse próxima y cercana, haciéndole una cordial caricia, en el momento que
comenzaba la confesión.
Cada hermano vivía con sus emociones y discrepancias, las que
quedaban en aquel baúl impenetrable de cada cual, sin ser atendidas ni
resueltas. Allegados distintos, que se diferenciaban por carácter, y
personalidad.
Pronto aquella niña observó que su abuelo mentía, por los
reflejos del lenguaje corporal y todas las excusas que presentaba en la locución.
El cuento se inició con un mensaje real y seguro, y pronto lo adecuó a lo
fácil. Mintiendo, para no verse metido en líos ni verse obligado al rigor de la
certidumbre>.
Deteniendo aquella narración, de inmediato.
Por la falta de interés que mostró la niña, al ver que no
coincidían las efemérides.
Con mucha gracia y esmero, supo frenar al abuelo en su historia,
dejándole fuera de todo compromiso.
El tiempo pasó y aquellos relatos jamás se volvieron a
suscitar. Siendo aquella estirpe un grupo enemistado de personas, mal avenidas
y desencantadas.
Anidando envidias y desazones que jamás se erradicarían.
Pasaron cinco años y un día el abuelo, enfermo, citó a su
nieta para explicarle algo que les había quedado aplazado en una ocasión, que
ambos recordaban.
Referencias que quedaron diferidas por su falta de valor y
de claridad.
Una tarde la mandó llamar con urgencia. Tenía el tiempo
justo para declarar la verdad, aquella que en su tiempo quedó incompleta.
Tomó asiento al lado de su yayo y este, sin enmendar
explicación alguna, como si ambos supieran de que iba aquella confesión comenzó
a decir.
<Un detalle sobresaliente, que les diferenciaba entre
ellos, era la voluntad para aprender y procurar ser mejor, poder corregir
errores. La dedicación al gran compromiso y el poder de seducción. A Manuel, le gustaba trabajarse los sueños y
tener compromisos, y Rafael prefería se lo hicieran todo, se lo regalaran, o
dejar de poseerlo con tal de no cansarse>
El silencio absoluto reinó, apagándose las palabras súbitamente.
Dejando aquella historia a mitad de ser conocida.
Cuando la niña, transformada en señorita se levantó de la
butaca donde escuchaba a su abuelo, ya no pudo hacer nada.
Le cerró los párpados y se imaginó perfectamente los motivos
por los cuales aquella familia no se trataba.
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