jueves, 10 de julio de 2025

Marisa lo dejó como un candil. Colgado

 







Bienvenido Morral Falcón es un granjero preocupado por el desarrollo de los acontecimientos que vienen pasando en su pueblo, desde los tiempos de sus abuelos. Recapacita para sus adentros y no concibe como ha llegado a enviciarse para mal, todo lo que antaño era lo corriente, lo correcto y lo que todos admitían. Tan preocupado está que no vislumbra con sencillez el cambio ocurrido en su entorno.

Ya no hay nada como antes y faltan muchos de los servicios que existían en aquella colectividad. Se remite a sus recuerdos de niño, cuando jugueteaba por las callejas de la villa disfrutando de aquellas animaladas que perpetraban entre los chavales. De adolescente cuando perseguía a las niñas de su edad y algunas algo mayores, con las cuales jugaban de vez en cuando a cosas más serias. Jueguecillos que con los niños no se podía admitir entonces. Con alguna hasta llegaron a memorar instantes inolvidables, aunque ahora lo nieguen. De veterano las cosas se pusieron más serias, tanto que no llegó a congeniar ni tan siquiera con Marisa, la ahijada del párroco, con la que se hubiera podido casar de haber ido las cosas de otro modo.

Bienvenido estuvo fuera de su aldea durante algunos periodos. Se ausentó de su terruño para los estudios en el instituto. Para cumplir con su servicio militar y para una intervención a corazón abierto que le practicaron en la ciudad.

Ahora lleva muchos años recuperado, solo como un mochuelo y trabaja sus tierras y atiende a sus corrales sin alegría, pero con la suficiente constancia para ser crítico consigo mismo si se da el caso. Aquella mañana muy temprano salió al monte a labrar y a cosechar cuando le llegaron de sopetón aquellos recuerdos, que iba masticando a la vez que trabajaba. 

—< Ningún licenciado recién salido de la Universidad, quería ir a relevar al médico don Servando, que había estado al frente del pequeño dispensario de la villa, durante los últimos cuarenta años. Atendiendo a cuantos enfermos llegaban a su consulta, con dolencias habituales y aquellas que comportaban más gravedad. Algunos crónicos, otros eran imprevisibles, pero todos los que enfermaban en aquel lugar eran atendidos por aquel galeno. Qué brindado a dar salud a su gente, pasó la mayor parte de su vida.

En aquella sociedad como era normal, traían hijos al mundo y nacían con ayuda del médico y de las comadronas. Entendidas asistentes que ayudaban siempre.

Niños venidos al ruido de este mundo de aquellas madres jóvenes que parían en su misma casa. Sin tener que verse obligadas a salir a la ciudad más próxima con todo el potencial de vicisitudes que ello comporta. Ahora esos menesteres ya no se llevan.

Todas aquellas parteras que preveían y llevaban a las preñadas, con la naturalidad habida en aquellos tiempos haciendo inmejorable trabajo en la llegada de los recién nacidos, tampoco se usa. No es lo frecuente. También está en desuso>.

Elucubraciones hechas y pensamientos en voz baja, de Bienvenido, que las recordaba.

Un agricultor y ganadero, soltero y desconfiado, que repensaba por el dolor de no haber actuado en su juventud de otro modo.

La quejumbre le acosaba mientras labraba la ladera montañosa de su propiedad.

Sabiendo que él sería el último hortelano que atendería aquel terreno, y aquellos árboles frutales que heredó de sus bisabuelos.

Sin distraerse mientras hacía unos surcos en la tierra completamente derechos seguía imaginando en su cabeza.

—<Don Tiburcio el farmacéutico, —recordóaquel barbudo eminente, que preparaba los brebajes, ungüentos y afeites. Las pócimas y cocimientos. Murió, y con él la atención personificada y la asimilable admonición clínica.

Sin olvidar el reparo y alivio que daba con aquellos bebedizos que limpiaban la barriga de cuantos fermentos anormales existieran. El indeseable aceite de ricino, el cerebrino Mandri, y aquel bálsamo para dar fricciones contra los dolores musculares, que le llamábamos para ir al grano como “El tío del bigote”, que no era otro que el llamado Linimento Sloan’s de marras.  

Ahora ya no hay farmacia, ni boticario. Debemos alargarnos cinco leguas para conseguir los medicamentos que necesitamos>.

Bienvenido se rascó la cabeza y siguió con la labranza y con sus cavilares.

—<Nadie supo remediar esas ausencias tan importantes para los pueblos. —Seguía pensando. Está claro que pedirle previsión a la clase política es como clamar en el desierto.

Nadie supo ver que la vida ha de continuar y que se debía poner solución a las ausencias que se iban trasluciendo. —también le vino a su imaginación aquella historia heredada de sus abuelos.

—<Por faltar, con esa ausencia contada, hasta falla la presencia de aquel personaje despreciable que no supimos expatriar.

El señor duque de Piedrapulida. El señorito. Más conocido como Don Telesforo.

Aquel terrateniente, que era en un tiempo el miedo prácticamente de todo el poblado, y el amo de la vida de cuantos tenía contratados en sus campos, huertas, y arenales.

Sometidos los hombres, viejos maduros y jóvenes. Todos a cambio del pago de unas migajas y al soniquete de sus caprichos y groserías, sin derechos ni beneficios como esclavos a su cargo.

En cuanto a las mujeres, además y encima de todo eso. A callar y obedecer. Cuando se le antojaba al mediocre impotente aquel, reclamaba el Derecho de pernada, con la niña que le apetecía. Y todos a callar y a otorgar>.

Evocó a su abuelo, que le había contado aquel pasaje del señorito. Y soltó esta vez en voz alta… ¡Cabrones!

Volviendo a bucear por los mares de sus pensamientos.

—<Ojalá Dios le haya dado el castigo merecido, como contrición por el doloroso sufrimiento que tuvo esta villa mientras ellos tenían voz y voto. Tuvo que ser una guerra la que frenara todas aquellas injusticias.

Tampoco existen. Se llevaron hasta el apellido. Menudos son los Barones>.

Siguió argumentando en su cabeza, sin pronunciarlo en voz alta, para qué. ¡Nadie le hubiera escuchado!

Estaba más solo que Pedroso encima de su remolcador, y el ruido del motor que era lo que escuchaba y daba respuesta a sus elucubraciones, era lo que le mantenía cuerdo. Hostigó con un gesto despectivo y reanudó la retahíla de efemérides.  

—<Menuda ralea rastrera y cobarde. Huyeron todos en cuanto el pueblo levantó las azadas, los picos, y las ganas de hacerlos desaparecer. Ni quedan ellos ni sus descendientes. ¡Gracias al cielo!

La familia Valladares de Piedrapulida fue una estirpe despreciable, que tuvo que evaporarse poco antes de estallar la contienda. Después de haber vendido las propiedades que pudieron y dejar yermas las restantes>.  

Seguía recordando Bienvenido encima de su tractor, muy cabreado por todo lo ocurrido en su pueblo natal, y repasando fechas llegó a su infancia.

—<Don Salvador el maestro de la escuela, dejó de enseñar hace más de treinta años, igual que la señorita Engracia para las niñas, que se jubiló poco después.

Sustituidos desde el Ministerio de la Educación, primero por docentes venidos de fuera, que les importaba un bledo enseñar. Con el tiempo depuestos por jóvenes profesores, aun menos arraigados a esta tierra que sus predecesores. Con lo que aquello de inducir al estudio a los niños, pues no se daba. Y nos quedamos sin escuela.>

Miró a su alrededor y acabó viendo las nubes que suspendidas sobre su cabeza se mostraban. Acabando aquel instante enfadado y escupiendo desesperado.

—<Por desgracia en la villa ahora no existen seis niños y niñas. De ahí que nos quitaron las escuelas. Al no llegar a esa cifra de chavalines, no corresponde colegio, ni maestros ni nada parecido>.

Un latido le sobrevino cuando recordó a Marisa, la sobrina del páter, con la que se entendía tan bien, que lo dejó colgado como una lámpara, yéndose detrás de un muchachote de la ciudad que le prometió una lavadora y una plancha eléctrica. Lastimosamente fue una de esas mujeres maltratadas, teniendo en su tiempo que criar a dos hembras que ni la miran.

<El último padre cura que confesó en la casi derruida iglesia, nacido en este suelo, por lo menos y si no me equivoco. Falta del oratorio desde hace más de veinte años. Después de mucha paciencia fue sustituido primero, por un sacerdote holandés que no sabías si rezaba o conferenciaba en arameo. Se aburrió de la feligresía, y pronto solicitó el traslado. A los dos meses ocupó la vicaría un presbítero que era asiático. Más ambarino que un melocotón. Nunca se supo su procedencia. La gente más o menos estaba encantada con él, ya que cuando se confesaban, podían decirle las barbaridades más gordas del mundo. Porque no entendía ni papa del idioma, y la contrición al no saber lo que recriminaba, es como si te perdonara sin más.

Ya viendo el panorama, hasta la archidiócesis pudo comprender que esto no funcionaba y trajeron desde entonces a sacerdotes venidos de la América hispana. A día de hoy viene un curita diferente cada domingo a celebrar la misa y se va a la aldea de arriba>. 

Se detuvo para liar un pitillo de su cigarrera, y no dejó de imaginar aquello que recordaba para sí mismo.

—<La población hace años estaba constituida incluso por un juzgado, con su juez, el que impartía las leyes cuando era necesario. Manteniendo los entresijos del mundo de la imparcialidad, con sus abogados y leguleyos que servían para aquello que implica la seguridad y el esclarecimiento de cuantos litigios existieran.

Negociados que daban vida al pueblo, ya que aglutinaban los delitos de las villas limítrofes. Teniendo esta localidad censados a cuantos abogados y fiscales ocupaban plaza, y daban trabajo y ocupación al conjunto de la ciudad con sus constituciones. Ni juez de paz ni de justicia, ya no hace falta. Aquí ya no hay ni maleantes.> 

Se detuvo exclamando al aire informando al recuerdo de los vientos y a la tormenta que se acercaba.

—<En los cinco últimos años el pueblo pasó de tener cuatro mueblerías a tan solo la que resta de momento. La que tiene los días contados, ya que el carpintero se jubila en nada y no tiene sustitución, ni la pueden traspasar, ya que nadie se quiere hacer cargo del negocio. Lo mismo ocurre con la mítica fontanería de Crispín, que creía sería su hijo el que le sustituiría, pero los cálculos le han fallado y quedará la intermediaria de tubos y grifos, sin mano de obra profesional, ya que Miguel. El hijo del pocero encontró plaza de enfermero en una ciudad italiana y no lo ha dudado.

Si quisiéramos hacernos un traje, —rio como un bobo. —Ni pensarlo. A parte que ya nadie lleva ese tipo de vestimentas, el querer comprar un vestido para alguna boda, sin existir tiendas de confecciones, y sin poseer un vehículo propio, o tengas una edad que no te permita conducir. Es de risa.

Te has de pegar la pechada de viajar a la ciudad, con lo que ya entramos también en el horario de los autobuses, que decir que precario es hablar por no estar callado por el descalabro que genera.

Tan solo un autobús parte a primera hora con destino a la ciudad, y vuelve a medio día, habiendo recogido los pocos que llegan a la villa. Por la tarde si pierdes el de las seis, que viene del complejo hospitalario del oeste, has de quedarte allí a pasar la noche, o caminar hasta llegar a casa. O sea, imposible. ¡Una maravilla! Como siempre prevista por nadie>.

Estaba por llegar mediodía, el sol estaba encima de su cabeza y aquella labor de la jornada estaba casi finiquita, con lo que comenzó a dar la vuelta hasta su domicilio. Cuando pensó en lo que comería.

—<La pescadería vendía pescado fresco cada día. Bien lo digo. ¡Vendía…!

Venido de la playa más cercana. Que dista donde Cristo perdió las zapatillas.

Transportado por Mauricio, que nos dijo que ya no tiene edad de madrugar tanto y meterse entre la espalda y el pecho casi seis horas para traernos las sardinas frescas, que muchas veces se las tenía que comer con sus primos y en familia, debido a que no hay gente que las compre.

Así que las sardinas si queremos comerlas tendrán que ser de lata, porque el negocio ya no le renta y no está para perder la vida en la carretera>.

La última penitencia la iba pensando sin remedio. Como punto final, y antes de llegar a su granero y guardar el tractor. Admitió para consigo, sin analizar las decisiones que adoptó en su día.

—<Aquel pueblo que había presumido de ser cabeza de partido y de tener más comodidades que en la ciudad más adelantada, estaba rígido. Sin futuro.

Estamos muertos con esos síntomas de despoblación que se comenzaban a ver y nadie quería tomar medidas para evitarlos.

Los aferrados a la tierra nos quedamos. Así nos fue. Sin que político alguno trajera soluciones para que ese mal del tiempo fuera a más.

Es muy difícil ser visionario. Sobre todo, en las clases políticas, que casi todos los puestos de importancia están colocados a dedo.

Sin ver el potencial de gentes preparadas que pudieran aportar al pueblo beneficios.

Ahora lo que priva es la fama rápida a costa como siempre del que paga los impuestos.

Igual sería una solución que el que ocupara una plaza en la política, no percibiera ningún tipo de sueldo.

Teniendo además un control férreo contra la corrupción. Que fuesen personas abnegadas las que ocuparan esos cargos. Voluntario sin beneficios.

Habiendo como hay tanta gente que presume de altruista, de donantes de cualquier invento que imaginemos. Nadie se atreve a solucionar estos problemas.

Solo hay que notar lo que ocurre en la actualidad. Una parte de la clase política tan solo busca el prestigio personal. Sin prever más lejos de sus narices.

Olvidando las necesidades de aquellas poblaciones que están entre la nada y parte alguna, pueblos tan poco privilegiados que están situados en un paralelo y un meridiano donde no existe más que distancia hacia la nada.

En ningún sitio del mapa. Invisibles. En la carretera del olvido. En el culo del mundo.

Entre ninguna localidad reconocida y la próxima ciudad aún más ignorada>. 

En aquel instante el tractor se caló y por muy poco Bienvenido, agarrándose no cayó encima de unos peñascos. Volviendo a la realidad, y notando que su mundo había zozobrado.







Autor: Emilio Moreno
10 de julio 2025

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