Bienvenido Morral Falcón es un granjero preocupado por el desarrollo de los acontecimientos que vienen pasando en su pueblo, desde los tiempos de sus abuelos. Recapacita para sus adentros y no concibe como ha llegado a enviciarse para mal, todo lo que antaño era lo corriente, lo correcto y lo que todos admitían. Tan preocupado está que no vislumbra con sencillez el cambio ocurrido en su entorno.
Ya no hay nada como antes
y faltan muchos de los servicios que existían en aquella colectividad. Se remite
a sus recuerdos de niño, cuando jugueteaba por las callejas de la villa
disfrutando de aquellas animaladas que perpetraban entre los chavales. De adolescente
cuando perseguía a las niñas de su edad y algunas algo mayores, con las cuales
jugaban de vez en cuando a cosas más serias. Jueguecillos que con los niños no
se podía admitir entonces. Con alguna hasta llegaron a memorar instantes
inolvidables, aunque ahora lo nieguen. De veterano las cosas se pusieron más
serias, tanto que no llegó a congeniar ni tan siquiera con Marisa, la ahijada
del párroco, con la que se hubiera podido casar de haber ido las cosas de otro
modo.
Bienvenido estuvo fuera
de su aldea durante algunos periodos. Se ausentó de su terruño para los
estudios en el instituto. Para cumplir con su servicio militar y para una
intervención a corazón abierto que le practicaron en la ciudad.
Ahora lleva muchos años recuperado, solo como un mochuelo y trabaja sus tierras y atiende a sus corrales sin alegría, pero con la suficiente constancia para ser crítico consigo mismo si se da el caso. Aquella mañana muy temprano salió al monte a labrar y a cosechar cuando le llegaron de sopetón aquellos recuerdos, que iba masticando a la vez que trabajaba.
—< Ningún licenciado
recién salido de la Universidad, quería ir a relevar al médico don Servando,
que había estado al frente del pequeño dispensario de la villa, durante los
últimos cuarenta años. Atendiendo a cuantos enfermos llegaban a su consulta,
con dolencias habituales y aquellas que comportaban más gravedad. Algunos crónicos,
otros eran imprevisibles, pero todos los que enfermaban en aquel lugar eran
atendidos por aquel galeno. Qué brindado a dar salud a su gente, pasó la mayor
parte de su vida.
En aquella
sociedad como era normal, traían hijos al mundo y nacían con ayuda del médico y
de las comadronas. Entendidas asistentes que ayudaban siempre.
Niños
venidos al ruido de este mundo de aquellas madres jóvenes que parían en su
misma casa. Sin tener que verse obligadas a salir a la ciudad más próxima con
todo el potencial de vicisitudes que ello comporta. Ahora esos menesteres ya no
se llevan.
Todas
aquellas parteras que preveían y llevaban a las preñadas, con la naturalidad
habida en aquellos tiempos haciendo inmejorable trabajo en la llegada de los
recién nacidos, tampoco se usa. No es lo frecuente. También está en desuso>.
Elucubraciones hechas y pensamientos
en voz baja, de Bienvenido, que las recordaba.
Un agricultor y ganadero,
soltero y desconfiado, que repensaba por el dolor de no haber actuado en su
juventud de otro modo.
La quejumbre le acosaba mientras
labraba la ladera montañosa de su propiedad.
Sabiendo que él sería el
último hortelano que atendería aquel terreno, y aquellos árboles frutales que heredó
de sus bisabuelos.
Sin distraerse mientras
hacía unos surcos en la tierra completamente derechos seguía imaginando en su cabeza.
—<Don Tiburcio el farmacéutico, —recordó—aquel barbudo eminente, que preparaba los brebajes,
ungüentos y afeites. Las pócimas y cocimientos. Murió, y con él la atención
personificada y la asimilable admonición clínica.
Sin olvidar
el reparo y alivio que daba con aquellos bebedizos que limpiaban la barriga de
cuantos fermentos anormales existieran. El indeseable aceite de ricino, el
cerebrino Mandri, y aquel bálsamo para dar fricciones contra los dolores
musculares, que le llamábamos para ir al grano como “El
tío del bigote”, que no era otro que el llamado Linimento
Sloan’s de marras.
Ahora ya no
hay farmacia, ni boticario. Debemos alargarnos cinco leguas para conseguir los
medicamentos que necesitamos>.
Bienvenido se rascó la
cabeza y siguió con la labranza y con sus cavilares.
—<Nadie
supo remediar esas ausencias tan importantes para los pueblos. —Seguía
pensando. Está claro que pedirle
previsión a la clase política es como clamar en el desierto.
Nadie supo
ver que la vida ha de continuar y que se debía poner solución a las ausencias
que se iban trasluciendo. —también le vino a su imaginación
aquella historia heredada de sus abuelos.
—<Por
faltar, con esa ausencia contada, hasta falla la presencia de aquel personaje
despreciable que no supimos expatriar.
El señor
duque de Piedrapulida. El señorito. Más conocido como Don Telesforo.
Aquel
terrateniente, que era en un tiempo el miedo prácticamente de todo el poblado,
y el amo de la vida de cuantos tenía contratados en sus campos, huertas, y
arenales.
Sometidos los
hombres, viejos maduros y jóvenes. Todos a cambio del pago de unas migajas y al
soniquete de sus caprichos y groserías, sin derechos ni beneficios como esclavos
a su cargo.
En cuanto a
las mujeres, además y encima de todo eso. A callar y obedecer. Cuando se le
antojaba al mediocre impotente aquel, reclamaba el Derecho de pernada, con la
niña que le apetecía. Y todos a callar y a otorgar>.
Evocó a su abuelo, que le
había contado aquel pasaje del señorito. Y soltó esta vez en voz alta… ¡Cabrones!
Volviendo a bucear por
los mares de sus pensamientos.
—<Ojalá Dios le haya dado el castigo merecido, como
contrición por el doloroso sufrimiento que tuvo esta villa mientras ellos
tenían voz y voto. Tuvo que ser una guerra la que frenara todas aquellas
injusticias.
Tampoco existen.
Se llevaron hasta el apellido. Menudos son los Barones>.
Siguió argumentando en su
cabeza, sin pronunciarlo en voz alta, para qué. ¡Nadie le hubiera escuchado!
Estaba más solo que
Pedroso encima de su remolcador, y el ruido del motor que era lo que escuchaba
y daba respuesta a sus elucubraciones, era lo que le mantenía cuerdo. Hostigó con
un gesto despectivo y reanudó la retahíla de efemérides.
—<Menuda
ralea rastrera y cobarde. Huyeron todos en cuanto el pueblo levantó las azadas,
los picos, y las ganas de hacerlos desaparecer. Ni quedan ellos ni sus
descendientes. ¡Gracias al cielo!
La familia
Valladares de Piedrapulida fue una estirpe despreciable, que tuvo que evaporarse
poco antes de estallar la contienda. Después de haber vendido las propiedades
que pudieron y dejar yermas las restantes>.
Seguía recordando
Bienvenido encima de su tractor, muy cabreado por todo lo ocurrido en su pueblo
natal, y repasando fechas llegó a su infancia.
—<Don Salvador el maestro de la escuela, dejó de enseñar
hace más de treinta años, igual que la señorita Engracia para las niñas, que se
jubiló poco después.
Sustituidos
desde el Ministerio de la Educación, primero por docentes venidos de fuera, que
les importaba un bledo enseñar. Con el tiempo depuestos por jóvenes profesores,
aun menos arraigados a esta tierra que sus predecesores. Con lo que aquello de
inducir al estudio a los niños, pues no se daba. Y nos quedamos sin escuela.>
Miró a su alrededor y
acabó viendo las nubes que suspendidas sobre su cabeza se mostraban. Acabando
aquel instante enfadado y escupiendo desesperado.
—<Por
desgracia en la villa ahora no existen seis niños y niñas. De ahí que nos
quitaron las escuelas. Al no llegar a esa cifra de chavalines, no corresponde colegio,
ni maestros ni nada parecido>.
Un latido le sobrevino
cuando recordó a Marisa, la sobrina del páter, con la que se entendía tan bien,
que lo dejó colgado como una lámpara, yéndose detrás de un muchachote de la
ciudad que le prometió una lavadora y una plancha eléctrica. Lastimosamente fue
una de esas mujeres maltratadas, teniendo en su tiempo que criar a dos hembras
que ni la miran.
—<El último padre cura que confesó en la casi derruida
iglesia, nacido en este suelo, por lo menos y si no me equivoco. Falta del
oratorio desde hace más de veinte años. Después de mucha paciencia fue sustituido
primero, por un sacerdote holandés que no sabías si rezaba o conferenciaba en arameo.
Se aburrió de la feligresía, y pronto solicitó el traslado. A los dos meses
ocupó la vicaría un presbítero que era asiático. Más ambarino que un melocotón.
Nunca se supo su procedencia. La gente más o menos estaba encantada con él, ya
que cuando se confesaban, podían decirle las barbaridades más gordas del mundo.
Porque no entendía ni papa del idioma, y la contrición al no saber lo que
recriminaba, es como si te perdonara sin más.
Ya viendo
el panorama, hasta la archidiócesis pudo comprender que esto no funcionaba y
trajeron desde entonces a sacerdotes venidos de la América hispana. A día de
hoy viene un curita diferente cada domingo a celebrar la misa y se va a la
aldea de arriba>.
Se detuvo para liar un
pitillo de su cigarrera, y no dejó de imaginar aquello que recordaba para sí
mismo.
—<La población hace años estaba constituida incluso por un
juzgado, con su juez, el que impartía las leyes cuando era necesario.
Manteniendo los entresijos del mundo de la imparcialidad, con sus abogados y
leguleyos que servían para aquello que implica la seguridad y el
esclarecimiento de cuantos litigios existieran.
Negociados
que daban vida al pueblo, ya que aglutinaban los delitos de las villas
limítrofes. Teniendo esta localidad censados a cuantos abogados y fiscales
ocupaban plaza, y daban trabajo y ocupación al conjunto de la ciudad con sus
constituciones. Ni juez de paz ni de justicia, ya no hace falta. Aquí ya no hay
ni maleantes.>
Se detuvo exclamando al
aire informando al recuerdo de los vientos y a la tormenta que se acercaba.
—<En los cinco últimos años el pueblo pasó de tener cuatro mueblerías
a tan solo la que resta de momento. La que tiene los días contados, ya que el
carpintero se jubila en nada y no tiene sustitución, ni la pueden traspasar, ya
que nadie se quiere hacer cargo del negocio. Lo mismo ocurre con la mítica
fontanería de Crispín, que creía sería su hijo el que le sustituiría, pero los
cálculos le han fallado y quedará la intermediaria de tubos y grifos, sin mano
de obra profesional, ya que Miguel. El hijo del pocero encontró plaza de enfermero
en una ciudad italiana y no lo ha dudado.
Si quisiéramos
hacernos un traje, —rio como un bobo. —Ni pensarlo. A parte que ya nadie lleva ese tipo de
vestimentas, el querer comprar un vestido para alguna boda, sin existir tiendas
de confecciones, y sin poseer un vehículo propio, o tengas una edad que no te
permita conducir. Es de risa.
Te has de
pegar la pechada de viajar a la ciudad, con lo que ya entramos también en el
horario de los autobuses, que decir que precario es hablar por no estar callado
por el descalabro que genera.
Tan solo un
autobús parte a primera hora con destino a la ciudad, y vuelve a medio día,
habiendo recogido los pocos que llegan a la villa. Por la tarde si pierdes el
de las seis, que viene del complejo hospitalario del oeste, has de quedarte
allí a pasar la noche, o caminar hasta llegar a casa. O sea, imposible. ¡Una
maravilla! Como siempre prevista por nadie>.
Estaba por llegar
mediodía, el sol estaba encima de su cabeza y aquella labor de la jornada estaba
casi finiquita, con lo que comenzó a dar la vuelta hasta su domicilio. Cuando
pensó en lo que comería.
—<La pescadería vendía pescado fresco cada día. Bien lo digo.
¡Vendía…!
Venido de
la playa más cercana. Que dista donde Cristo perdió las zapatillas.
Transportado
por Mauricio, que nos dijo que ya no tiene edad de madrugar tanto y meterse
entre la espalda y el pecho casi seis horas para traernos las sardinas frescas,
que muchas veces se las tenía que comer con sus primos y en familia, debido a
que no hay gente que las compre.
Así que las
sardinas si queremos comerlas tendrán que ser de lata, porque el negocio ya no
le renta y no está para perder la vida en la carretera>.
La última penitencia la
iba pensando sin remedio. Como punto final, y antes de llegar a su granero y
guardar el tractor. Admitió para consigo, sin analizar las decisiones que
adoptó en su día.
—<Aquel pueblo que había presumido de ser cabeza de partido
y de tener más comodidades que en la ciudad más adelantada, estaba rígido. Sin
futuro.
Estamos
muertos con esos síntomas de despoblación que se comenzaban a ver y nadie
quería tomar medidas para evitarlos.
Los
aferrados a la tierra nos quedamos. Así nos fue. Sin que político alguno trajera
soluciones para que ese mal del tiempo fuera a más.
Es muy
difícil ser visionario. Sobre todo, en las clases políticas, que casi todos los
puestos de importancia están colocados a dedo.
Sin ver el potencial
de gentes preparadas que pudieran aportar al pueblo beneficios.
Ahora lo
que priva es la fama rápida a costa como siempre del que paga los impuestos.
Igual sería
una solución que el que ocupara una plaza en la política, no percibiera ningún
tipo de sueldo.
Teniendo
además un control férreo contra la corrupción. Que fuesen personas abnegadas
las que ocuparan esos cargos. Voluntario sin beneficios.
Habiendo
como hay tanta gente que presume de altruista, de donantes de cualquier invento
que imaginemos. Nadie se atreve a solucionar estos problemas.
Solo hay
que notar lo que ocurre en la actualidad. Una parte de la clase política tan
solo busca el prestigio personal. Sin prever más lejos de sus narices.
Olvidando
las necesidades de aquellas poblaciones que están entre la nada y parte alguna,
pueblos tan poco privilegiados que están situados en un paralelo y un meridiano
donde no existe más que distancia hacia la nada.
En ningún
sitio del mapa. Invisibles. En la carretera del olvido. En el culo del mundo.
Entre ninguna localidad reconocida y la próxima ciudad aún más ignorada>.
En aquel instante el
tractor se caló y por muy poco Bienvenido, agarrándose no cayó encima de unos
peñascos. Volviendo a la realidad, y notando que su mundo había zozobrado.
Autor: Emilio Moreno
10 de julio 2025
0 comentarios:
Publicar un comentario