sábado, 21 de junio de 2025

Las intenciones de Gladys.

 

Trabajaba hasta las tantas, era el único de la oficina bancaria que no tenía ni un minuto de receso, y al llegar la hora de la salida siempre tenía alguna cosa que acabar, entregar, y que presentar que le retrasaba su final de jornada.

Alguna amortización errónea que cuadrar. Préstamos por otorgar, licencias de franquía que atender.

Era lo que se llama un llamado consagrado de las finanzas.

El último que abandonaba la nave y el primero que abordaba el velero al amanecer. Con la puntualidad de un reloj suizo, Swaidy Hamings, abría el departamento con su rectitud exagerada.

Un ejemplo de buen funcionario. Reconocido por la entidad, y denostado por sus compañeros, porque siempre los dejaba a la altura del betún.

Una mañana subiendo con unos documentos de relevancia, se detuvo frente a la puerta del ascensor en la planta segunda, justo por el elevador central del edificio de oficinas.

Esperando en la puerta coincidió con el carro de los detergentes agresivos y resultantes químicos. Arrastrados por Gladys Piguave la empleada servicial de Olimpo, asociación subcontratada de los servicios de saneado de aquella entidad bancaria. 

Al abrirse la puerta, ella hizo gesto para que entrara primero el caballero y en ese instante se miraron a los ojos.

Ella no le quitó ni por un instante la mirada y el caballero, no se dio ni cuenta, pero no pudo aguantársela.

Al cerrarse la cabina para el ascenso a plantas superiores, Piguave sin dejar de mirarle, le preguntó con educación la hora, y Hamings, ni se dio cuenta que le hablaba. Ella muy provocadora y pícara, dando un empujón al carrito, lo hizo tropezar con sus rodillas y lo sacó de sus entelequias.

Mirándosela fugaz con desdoro, como si le quemara el resplandor de los ojos de aquella ecuatoriana, que se lo comía y sin más preámbulo y antes que el jefe preguntara, se adelantó al requerimiento con mucho salero.

—Oiga. Señor Hamings, está usted sordo. Le he dado los buenos días, y es raro que no responda. No me va a contestar.

—Agarre usted bien el carro, y déjese de conversaciones vanas. —Le dijo el ejecutivo. Añadiendo a su respuesta con mucha seriedad.

—Que no golpee con nadie. Lleve más cuidado o de otro modo cometerá un accidente. Además quien es usted, que me habla con tanto descaro. Es que me conoce de algo.

—Bueno míster Hamings. ¡Claro, que lo conozco! Y muy bien. Usted es el que se marcha cada noche pasadas las nueve, y me pisa el suelo fregado de toda la planta. Dejándomelo como un pantano de pisadas y de manchas. Como voy a olvidarme de usted.

—Ya imagino. — Le contestó con energía. — Que debe ser un engorro. Pero siempre puede usted pedir la cuenta o que la trasladen a los almacenes a quitar mierda de la verdadera. ¡Estamos!

Aquí dejamos de conversar. No me distraiga más. Llevo un asunto entre manos que no debo descuidar. Ya hablaremos en otro momento.

En ese instante se abrió la portezuela y descendió en la quinta planta, con sus documentos estrujados entre las sudorosas manos. Salió del receptáculo del ascensor, sin mediar palabra de despedida a la esbelta y exuberante Gladys que estampaba debajo de su bata azul la silueta de dos pechos bien marcados y a punto de saltar de las arandelas por la presión a que estaban sometidos. Los que había repasado el amigo Swaidy como si fuera la ecuación que le faltaba a su fórmula. Dejando a la mujer de la limpieza con un par de motivos para pensar. Justo saliendo del habitáculo, y casi tropezando, se miraron de soslayo, con la secretaria de Relaciones con los Clientes. Que accedía a la cabina.

Antes que se cerraran las puertas se escuchó la despedida de Gladys.

—Con Dios. Vaya usted, don Swaidy y perdone mis impertinencias.

La señorita Margaret Pompeya, dando los buenos días se acomodó detrás del carrito. Compartiendo una mirada muy cómplice con Piguave, dejando aquel sabor a. ¡Qué!, ¡Está pasando!

Gladys comprendió la escena ocurrida entre los dos empleados y la miradita que Margaret le lanzó al caballero antes de desalojar el ascensor.  Y con descaro se atrevió y preguntó de forma sosegada tratando de conocer una información que a ella le interesaba muy mucho y tenía previsto descubrir en no demasiado tiempo.

—Es amigo suyo, Verdad…, inquirió Gladys.

—lo fuimos, muy buenos. Hace tiempo, pero no sé qué le pasa. Debe tener problemas consigo mismo. Me rehúye.

—Que me dice usted señorita, ¡que le rehúye! Ande, no diga tonterías. Con lo puesta y guapa que es usted. Margaret, se quedo petrificada con la conversación de la empleada de la limpieza y preguntó.

—Oye perdona, —exclamó aterrorizada. —A santo de qué, me preguntas eso. Eres muy descarada. No crees.

—Mujer, creía que estábamos en confianza. Tendrás que perdonarme pero creo que entre mujeres no nos podemos engañar. Se nota mucho y yo sé que tú también lo padeces, o lo has padecido. Por la forma en que te miró y salió casi forzando la marcha. Eso es señal que le gustas y que no sabe cómo decirte para retomar las relaciones.

—Calla. Ni con recomendación. Es inaguantable. Solo piensa en porcentajes y en asientos bancarios. ¡Pobre Swaidy!, ya te lo regalo. Le dijo Margaret a Gladys, y esta le tomó la palabra y pensó.  <No pierdo nada.> — si lo cazo. Eso es lo que me llevo. Siguió interrogando a la ex, y a esta se le soltó la lengua por despecho, y lo delató.

—Es un figurilla en la cama. Flojete. Desde luego problemas no da, porque se queda pronto dormido. Pero tiene algo que no te lo puedo decir. Tendrás que comprobarlo tu misma si eres capaz de llevarlo al huerto, como te veo dispuesta. Verdad, que lo estás intentando.

—Me lo pones en bandeja. A mí me gusta, y mira nena. Aún no tengo papeles ni documentación americana, y he de hacer algo. Que me ponen en Quito sin darme cuenta, y de vueltas con Goyo. Mi novio, que es un camorrista. ¡Quita quita!

—Vives sola aquí en Los Ángeles. —preguntó Margaret. —Tienes alguien que te proteja, porque ya ves como van las cosas.

—Nooo. Para nada. Me protejo yo solita. A veces o casi siempre, es mejor. Sin embargo cuando brota al paso una pera tan dulce, quien no se atreve a arrancarla de la rama.

Aquella tarde como de costumbre, en las dependencias solo trabajaba míster Swaidy y los servicios de vigilancia y limpieza, entre los cuales estaba la señorita Gladys Piguave, que con la información que le había sonsacado a Margaret, iba a comenzar una estrategia digna para camelar al desdichado de Swaidy.

Aquel mismo día comenzaron las estrategias, que poco a poco fue entronando con detalles que le dejaba al empleado sobre su escritorio, creyendo que era tonto y la mamaba de canto. Aunque parecía que Swaidy, comenzaba a morder la manzana madura.

Desde aquella mañana que tropezaron en el ascensor habían pasado dos meses y había cambiado la relación del jefe con la señorita Piguave. La ecuatoriana le había dado muchas confianzas al licenciado y este, sin querer, pero queriendo las iba recogiendo a su conveniencia. Todas sin imaginar que le estaba preparando un irreal campo de Agramante, con la posibilidad de aterrizar a conveniencia de la muchacha.

Las derramas del quimono azul, uniforme de la firma Olimpo, cada vez estaban más holgados y dejaban pasar más imagen. Aunque no hacía falta imaginar. Ya se translucía. Se distinguía con claridad, las dos tetas medianas de Gladys. Swaidy las podía ver y oler, incluso a veces palpar con el consentimiento de la guapa cuidadosa, que se las dejaba toquetear, esperando un futuro resultado apetecido.

Desde hacía un par de semanas, ya se paraba frente al pupitre de trabajo del empleado que autorizaba préstamos. Aquel especialista ya le dirigía una prolongada conversación, interesándose por detalles personales del cuerpo de la señora Piguave, unificando máximas sensuales ardientes y queriendo conocer detallitos tontos, que detrás de ellos iban a destino fijo.

Los roces ocasionales y las sobas. Con las transgresiones azarosas por la piel del jefe de la concesión de hipotecas ya se preparaban sin miramiento. Con sumo cuidado, siempre desde el ángulo muerto donde la cámara no pudiera registrarlo. Con lo que la dulce Madám Piguave, la mimosa Gladys ya se había dejado palpar por Swaidy, sin imaginar lo listo que era y lo precavido.

Aquella tarde a la efusiva Quiteña, le faltaba tiempo para finiquitar de una vez por todas, aquel inaugural mini episodio con el hombre que concedía los préstamos en aquella correduría crediticia.

Actuó sin pensar ni consentimiento, del que iba a impedir, continuara aquella representación teatral, sin llegar más lejos de hurgar en los pechos, de la ingenua empleada.

Sobre el escritorio del que creía era un pavo y lo podía engañar cuando quisiera, dejó una nota manuscrita tan vulgar como lo era ella misma.

Indicándole al que imaginaba seducido que lo esperaba en el desván de las escobas. Donde las cámaras no pudieran registrar menudeos ni movimientos.

Swaidy Hamings podía ser aprovechado y asombroso, inclusive hasta exigente, pero tonto no lo era.

Así que en lugar de presentarse en la buhardilla de los escobajos. En el urgente reclamo de la asistenta del decoro de la oficina, mandó al segurata que tenía en la planta, comprobando que todo estuviera en su lugar y no se desarrollaran ni sustos ni tropiezos.

Con antelación al desarrollo de aquellos hechos puntuales, y sospechando de las manipulaciones de la asistenta, míster Hamings había abierto una línea de investigación referente a la señorita, o quien sabe qué, era aquella farsante. 

A parte de encontrar detalles importantes de la vida y misterios de la jayuela, se supo que estaba afincada en la ciudad. Allí mismo. En Los Ángeles con su Goyo. Un atracador y un farsante. Buscado por el F.B.I., y que andaba sobre aviso para dar un golpe a la entidad con todos los detalles que le propinaba a diario su compañera.




Emilio Moreno
autor fecha 21 junio 2025
 

viernes, 20 de junio de 2025

Superados por el talento de una mujer.

 

Gildo era la abreviatura para sus pocos amigos. Era un empleado muy serio y eficaz. Aún más cuando estaba enfrascado en sus quehaceres.

Hermenegildo Caldachino, era un tipo callado y dedicado a su compromiso laboral. Responsable de sus actos y muy dado a analizar y comprender el momento en que vivía. La necesidad del sueldo que esperaba a fin de mes le obligaba a cumplir con su oficio, de manera efectiva. ¡Sin más!

Iba a la oficina a ganarse el pan y el resto de sucesos le resbalaba, por eso muy pocos lo trataban de forma habitual, y menos eran los que le entendían. No estaba por menudencias ni fruslerías. En su privacidad no cambiaba demasiado, era solemne, honrado y crítico. La relación con su escasa familia, apenas existía, y no daba explicaciones del resto de sus ocupaciones. Albano, su perro era su sombra y lo estimaba por la compañía y lo agradecido que se mostraba.

Cada mañana con puntualidad fichaba en el reloj de presencia una vez estaba cambiado con el uniforme de trabajo. Era repetitivo. Siempre igual. No había más. Trabajaba por necesidad. Sin embargo aquella ocupación no le permitía ser ni demostrar todo lo que podía dar. Obligado a seguir al capataz de la sección. Estaba seguro que le pagaban menos de lo que valía, pero dadas las circunstancias y al no poder demostrarlo tenía que aguantar el tipo. Soportar aquel tedio y a según que compañeros, vacíos y deshonestos, irresponsables, gentes de cuidado y a tener en cuenta por expandir falsedades imaginarias de aquellos que les rodeaban. Cínicos intrépidos que por cierto, siempre han existido. Estoico soportaba. Más que eso, resistía.

Con esos principios, no desdecía de la labor que hacía, ya que si encima de tener que ir a lo que llaman “trabajar”. Iba con desgana, con apatía o le fastidiara, sería un serio problema para las dos partes. Para la empresa, que pagaba a fin de mes sin obtener resultados. Y para él, que se iría vaciando a medida del hastío congregado en sí, hasta notarse roto por su infelicidad.

Agradecía al cielo tener un puesto de trabajo, incluso siempre con ese pero.

El turno, el ruido y madrugar. Soportar a tanto imbécil que integran las secciones y laboratorios. Con frecuencia se hacía duro tener que morderse los labios por no contestar a tanto charlatán. Algunos de aquellos cofrades que le rodeaban en el recinto, no tenían la misma forma de pensar, y diferían de sus propios principios. Como norma se dedicaban a murmurar y reprocharlo todo.

Causando daño al compañero que en aquellos momentos no estaba presente.

 

Para después cuando regresaba el criticado, dorarle la píldora, agasajarlo cínicamente, y si venía a cuento comérselo con gracejos y finuras. Siempre mintiendo.

Tratando de sonsacarle detalles y filiaciones que después pudieran usarlos para volver a cuchichear y reírse.

Gildo era un tipo bastante observador y detallista. Minucioso y concurrente, con una retentiva de esponja y con un procedimiento para salir de los dilemas bastante entrenado.

Procuraba no entrar en revelaciones ni en disputas, y además llevaba mucho cuidado en mezclar su vida privada con los acompañantes de la oficina.

Según sus tasaciones y por experiencias vividas en anteriores ocupaciones, sabía, que dar confianzas a los llamados camaradas, compañeros y colegas, traían una larga lista de escollos.

No hacía más de cinco años que pertenecía a la sección de “Verificación de productos acabados” y estaba ocupado como técnico de la firma Kinboylen, dedicada a fabricar accesorios para el automóvil.

Compañía con una plantilla superior a los trescientos productores, entre personal administrativo, técnicos y obreros de los talleres. Sin contar a la cúpula de mando que no sobrepasaba de los veinte fiadores para todas las dependencias de la Compañía. De entre ellos sobresalía la mandamás.

 

La directora gerencial. La licenciada que a su modo y sin contemplaciones democráticas decidía como, cuando y por qué. Todo un genio. Una líder completa y por ello criticada. Un personaje sumamente interesante, que se preocupaba por la vida y milagros de la gente que estaba bajo su influjo de mando. Distinguiendo los esfuerzos en el trabajo, de según quien. Sin poder descubrir todos los milagros de sus productores ya que la información que en ocasiones le hacían llegar los encargados no era precisa y sazonadas de manejos interesados.

Aquella consejera era caprichosa, sagaz y muy juiciosa. No parecía ser una presumida y engreída doctorada. Adrede hacía que de vez en cuando, se le escaparan detalles y comentarios que debería haber callado por no molestar al plantel de jefecillos enchufados que soportaba a desgana.

Pormenores que al producirse, parecía molestara a tanto mediocre.

Con disimulos lo aceptaban no de buen grado, aquellos subalternos que la rodeaban y reían sus gracias a mandíbula batiente. Mientras permanecían a su alrededor fingiendo como bellacos amaestrados.

Otro cantar tenían, y entonces no le reían las gracias. Cuando se reunían aquella cúpula de apoderados, y comentaban, siempre a sus espaldas por la última pifia de la Mandamás. Denostando a la doctora, y tratándola con el menosprecio que usan los que saben que están superados por el talento de una mujer.

No la admitían, y no les parecía demasiado bien según qué acciones llevaba a cabo Adelaida Heckelbawn, la infamada, entre sus subordinados. Los jefes de los diferentes departamentos responsables de sección, encargadillos de poco pelo y “cagamandurrias enchufados”, la habían bautizado como la “Dama de las Luces”. Apodada con desprecio, para aludir a la directora de la fábrica.

En un tono despectivo y siempre cuando no los podía escuchar. Como lo hacen los miserables y los cobardes. Por la espalda.

Frente a ella y en su presencia todos se sentían desvividos e ilusionados. Todo lo que manifestaba la Jefa, era de rechupete.

Aquella gentuza de la cúpula superior de la firma Kinboylen, estaba parida con otra pasta. Manteniendo una ambición desmedida entre sus virtudes. Sabían que no podían defenestrar a la directora por motivos obvios, sin embargo no perdían ocasión para complicarle su día de trabajo.

Adelaida era una mujer con un nivel de erudición muy superior al mejor de los componentes del gabinete de dirección y estaba amparada por sus logros en el sector, por el porcentaje de fabricación en toda la amalgama de accesorios puestos en el mercado. Garantías que valoraban los accionistas de aquella sociedad anónima y no iban a permitir fuera trasladada a otra sede de la firma.

Heckelbawn, procuraba mantener el secreto de sus días, ante semejante jauría de desquiciados y egoístas compañeros de mando, y siempre actuaba con un disimulo propio de una espía secreta. Ninguno de sus colegas sabía de su estado personal. No conocían su dirección habitual, ni qué clase de amigos frecuentaba. Tampoco habían descubierto donde ni de qué forma procedía. Nada.

Un buen día apareció en las dependencias de la factoría acompañada por el responsable de Recursos Humanos Europeo, que la presentó como la CEO. Chief Executive Officer, siendo desde aquel instante la persona encargada de dirigir la empresa. La máxima responsable a nivel operativo de todos los directivos de la planta noble de la zona franca aragonesa.

Delegación de Kinboylen, en el país. Credenciales suficientes como para ensombrecer al más pintado.

Cinco idiomas tres carreras acabadas, la industrial como ingeniera, la social como psicóloga, y la humana como licenciada en medicina.

Cursadas, la primera en Bolonia, donde hizo el master de ingeniería mecánica. Después la psicológica en Londres. Haciendo la instrucción de master, en Cambridge. La última la de cirugía en Harvard.

Idioma Alemán por nacimiento, español por parte de madre, francés por los abuelos maternos, italiano por haber residido en la infancia en un colegio de señoritas. Inglés por vocación y larga estancia en la Queen Mary University of London.

Su ficha personal no obraba en las instalaciones fabriles, por lo que sus compañeros desconocían edad y estado civil. No estaba declarado su domicilio social, y excluidos detalles de su religión. No la relacionaban con amigos ni aficiones. ¡NADA!

El nombre completo por los correos postales que recibía era la única referencia de la mandamás. Adelaida Heckelbawn Velilla.

Connotación graciosa que idearon los colegas responsables de las diferentes áreas, tan solo por hacer la burla y procurar daño. Llegando a componer un slogan jocoso que trascendió por toda la fábrica. Alcanzando a sus oídos.

El aforismo era sandunguero y casi sutil, y decía. Que siendo directora de un complejo de accesorios de grandes luces intermitentes y faros tuviera como apellido Velilla.

 

Aquella navidad fue muy diferente a las anteriores. Adelaida no quiso separar el coctel de Fin de Año, entre jefes, obreros, y demás personal productor de la empresa. Determinando que se celebraría en la nave más amplia del complejo. El hangar de manufacturados, lugar extraordinariamente amplio donde entraban juntos los casi cuatrocientos componentes de Kinboylen.

Más de la mitad de la cúpula de mandos estaba en desacuerdo con la medida. No les gustaba tener que compartir la despedida laboral del año junto a los peones, a los mecánicos, porteros, gente de limpieza, embaladores, y el personal de las cadenas de montaje. Patidifusos quedaron aquellos estirados jefes.

La mayoría desquiciados, cuando observaron que la mandamás bajaba a las cadenas de producción y congraciaba con las braceras para disponer entre todas de la celebración y despedida del año.

 

Fue ya entrado el mes de febrero, aquel último fin de semana cuando Gildo paseaba en la noche por su barriada con su perrillo Albano. La noche cerrada y muy fría invitaba a regresar a casa. De pronto al girar la esquina observó que desde el coche aparcado en la acera de enfrente, estaban asaltando a una mujer. Ya estaba más que violentada y forzada. Desnuda y gritando con desesperación. La asediaban un par de delincuentes que se aprovechaban de su cuerpo.

Gildo viendo que podía ser un quebranto de mucha gravedad, llamó desde su celular a emergencias y a la policía, dando dirección del hecho, y los detalles que pudo, además de lo que estaba sucediendo.

Una vez enviando el S.O.S, y notando que la agresión no cejaba yendo a más, se acercó jugándose la vida y gritando para mirar de disuadir a los malhechores. Estos, al acercarse aquel desconocido con ganas de poner fin al asalto le propinaron media docena de navajazos, que lo dejaron deshecho en el suelo.  Albano con sus ladridos quiso mediar, pero la primera patada lo dejó alejado de la tragedia, doliéndose del severísimo golpe recibido.

En la calzada Gildo, moribundo estaba bañado en su sangre. Se moría arropado por los aullidos de Albano.

En el coche maltrecha, malherida y desnuda, traslucía la imagen de horror. La joven despanzurrada, que vapuleada y dañada había perdido hasta el sentido y sin cognición permanecía desmayada tras haber huido aquellos agresores, al escuchar las sirenas de emergencias.

Los asistentes pronto subieron a Gildo con urgencia con destino al quirófano, para ser atendido por los cirujanos del hospital más cercano. Directos a cirugía sin saber qué resultados tendría, en el Memorial Alliance Hospital, donde permanecía meciéndose entre la vida y la muerte. 

A la señorita la ingresaron sin perder tiempo en otro furgón de exigencias buscando las mismas asistencias que el apuñalado, con la salvedad de la compañía de Albano que los sanitarios creyeron que el chucho era propiedad de la mujer, y dejaron que el perrito la acompañara en la misma ambulancia.

Los responsables del Servicio de Asistencia atendieron a los dos heridos y pronto levantaron acta.

Aquellos atracadores habían desaparecido sin dejar apenas rastros. Delito abierto que ya era atendido por los agentes de la policía judicial.

Al llegar al hospital atendieron a la joven, en el Citizen Clinical Hospital, con ingreso ambulatorio. Curaron sus heridas físicas y una vez hecha la denuncia la enviaron a su casa a la espera de atestiguar en la comisaría. Regresó a su domicilio dañada, muy rota, herida sin la gravedad física, que en un principio se creía tener. Desconsolada.

Regresó con albano, y con la mochila de las pertenencias del que la quiso socorrer. Su móvil, las llaves de su casa y el bozal que pertenecía al fox terrier, que ahora se acercaba muy mucho a la transgredida. Que respondía al nombre de Adelaida H. Velilla.

Los periódicos locales al día siguiente daban la noticia sin detalles amplios, ya que la propia dirección del rotativo lo desconocía. Sin embargo Alicia pudo saber lo que el gacetillero escribía. Indagó y rebuscó en las pertenencias de su salvador y supo el nombre, la dirección y poco más. En el teléfono no tenía suficiente información como para versarse sobre él. Tampoco relacionó el nombre de H. Caldachino con personal de la empresa.

Con mucho cuidado y con ayuda del maquillaje Adelaida, disimuló heridas y dolores y aquel lunes se presentó como si no hubiera pasado nada a su trabajo.

Se enteró de la repercusión de la noticia de su propio suceso, a la hora del desayuno, cuando paseaba por las dependencias de los comedores, y una empleada de la cadena de montaje de faros, informó a Alicia al verla pasear por aquellos pasillos. Comentando lo que le había sucedido a Gildo. Empleado de la sección de los verificadores. Dándole detalles del muchacho.

Sin suponer la montadora de luces, que la agredida en aquella atrocidad, era la que estaba escuchando.

Alicia directa fue al despacho y demandó la ficha del operario Caldachino y todo lo que fuese notorio sobre su persona. Coincidían los datos reflejados de Gildo, con los que ella descubrió en su celular. Era sin duda el que la socorrió.

Sin dar explicaciones Alicia salió hacia el hospital donde estaba ingresado su empleado, en el Memorial Alliance Hospital, donde le informaron que estaba ingresado aun en la UCI, con pronóstico reservado.

Desde allí Alicia envió información a la empresa, diciendo que estaba en aquel recinto hospitalario, para que supieran sobre su paradero.

No dio más información. Era de la plantilla de la Kinboylen y debía estar allí. Sin más explicaciones. Una vez resueltas las primeras atenciones y dejando su dirección en el hospital, por si se diera el caso de más incidentes, volvió al trabajo sin dar señales de pena, ni de valerosa.

Dos semanas estuvo Gildo en el depósito crítico de redenciones vitales. Sin dar señales de vida. Alicia todas las noches iba hasta altas horas de la madrugada esperando su recuperación y decirle que Albano, estaba esperándolo.

Además de darle las gracias por su valentía. Sabiendo donde vivía y sin tener familia cercana, por la documentación obtenida en la mochila que le pasaron los del servicio de urgencias.

Se personó discreta con su enjundia alemana en el domicilio del herido. Sin explicar nada a nadie y atendió y atendió aquel domicilio  como si se tratase de su residencia.

Aquella noche al llegar al Alliance Hospital, no lo encontró en las dependencias reservadas. Creyendo que Gildo había muerto sin poder darle las gracias, y se apenó. Hasta que la enfermera nocturna, aquella con la que había hecho migas durante tantas noches. A la que le explicaba su vida, le informó que el paciente no pudo superar las heridas mortales y su cuerpo ya estaba en la morgue.



Emilio Moreno.
junio, 20 año 2025
 

domingo, 15 de junio de 2025

El sobrino del señor cura.

 

 Presumía de su pariente, como si fuera un gran hombre.

—Mi tío Manolo, es el que le reparte el correo al Papa de Roma. Es un gran tipo. Es algo más que Cardenal. El segundo de la curia. En el Vaticano lo quieren mucho. Decía Miguel apostado en la barra de la cantina a sus colegas, que dudaban de sus palabras.

—No será para tanto Miguel, amenazó el cantinero dudando y sin equivocarse. Sus comentarios eran normalmente falsos. Aquel camarero le conocía bien y sabía que Miguel adolecía de lealtad. Era cínico, embustero y traicionero con los que le rodeaban tan solo por darse el pisto que jamás tuvo.

—Anda vuelve a tu casa, que vas algo cargado y estás haciendo el pavo. Acabó indicando el mozo de la barra.

—Si yo os contara, —manifestó el sobrino. Haciéndose de nuevo el interesante ante una parroquia que lo despreciaba y sin remedio prosiguió.

—Toda la historia que me pasó mi madre, es auténtica. Si supierais algo de ella, aunque tan solo fuese la mitad, callaríais como bellacos. Repitió con contundencia esa frase, que le pareció tonificante.

—Que sois unos bellacos. Pero os puedo asegurar que mi tío es el brazo derecho del Papa.

Conjeturaba con bullicio y menoscabo. Dándole grandeza al hermano de su padre, su tío carnal. Manifestando detalles incomprensibles, sobre un sacerdote que ni su sobrino conocía y ahora lo rememoraba porque al morir le dejó parte del dinero que cosechó durante su ministerio. Propiedades terrenales y bienes amplios, que debería repartirse con el resto de los herederos. Entre ellos la que decían era prima de Don Manolo, y fue durante los últimos veinte años, la mujer que le calentó en la cama.

Miguel era un tipo que disimulaba bien ante las personas que no le conocían y en primera instancia, pasaba por leal y honrado. Cuando la realidad que lo soportaba era de ser un embustero y descastado personaje.

Inventando historias artificiosas, por sus ganas de resurgir ante sus allegados.

El tío era uno de los tantos sacerdotes que están perdidos en uno de esos pueblos abandonados. Enviados del cielo a mitigar las penurias de los pobres, debiendo procurar amparo a los feligreses. Sin prosperar ni enriquecerse.

Aparte de otras ganancias subrogadas que saborean algunos indignos confesores. Sin pensar en los necesitados, los descarriados, y los faltos de fe, que en todos los pueblos existen.

Ese ínclito religioso que tanto valoraba su sobrino, supo agradar al pueblo y agradecer a este, que con sus dádivas, regalos y pernadas vivir feliz sin penurias. Sin faltarle el sosiego y encariñar a más de una necesitada, pudiendo en nombre del espíritu santo concebir felicidad espiritual y sexual. Dejándolas satisfechas a espaldas de sus maridos, en un lugar que muchos catalogarían como “El culo del mundo.”

 

Los Garganta Carmena fueron en su día una familia de “Quinquis” de la parte alta de Albacete, que se dedicaban al trapicheo de los mercadillos. Pertenecían al grupo social y marginal, con atributo errante, que se dedica a la quincallería. Actividad habitual merodeadora, vendiendo o reparando ollas de segunda mano y baratijas por los alrededores de la ancha Castilla y parte de la alejada Extremadura.

La familia la componían los padres y sus cinco hijos que andaban en aquellos carruajes vendiendo toda clase de minucias habidas y por haber. Pollos de corral, gallinas ponedoras, de los corrales que asaltaban a su paso. Reparaciones y soldadura de toda clase de marmitas y pucheros. Vendiendo además toda la siega espigada en la cerrazón de la noche. Hurtos en las muchas granjas que encontraban en su senda. Aportando a su ferretería aquellos frutos secos y de temporada que dan los nogales, almendros, naranjos y manzanos que estoicos aguantan el clima, tormentas, pedrisco y a los mercheros que invadían los plantíos sin vigilancia. Al descuido y con cuidado en no tropezarse ni por asomo con el cuerpo de la Benemérita forestal. La que recorre como ellos, con ojos vigilantes los caminos, con un oficio completamente opuesto al de estos cosecheros de lo ajeno.

Todo sucedía en una época añeja, y trasnochada cuando Restituto y Gumersinda los padres de Micaela, Antonia, Rafaela, Manolo, y Tomás, buscaban solución para despegarse de alguno de sus hijos, por la falta de posibilidades. De mitigar la hambruna, poder descansar en la vejez y dar una salida aquellos hijos, que sin culpa inquirían caminos, sendas y lugares sin oficio ni beneficio.

Amparar a siete personas a comienzos del siglo XX, en aquellos raquíticos años cuarenta y cinco. Se hacía muy cuesta arriba, cuando no tenías ni tan siquiera terreno, ni ubicación donde caerte muerto.  Incluso era costoso a los que no tenían que dar explicaciones a nadie y vivían de la rapiña y del menudeo por los caminos de España. Ellos eran quinquis del más puro estilo y costumbres. Sin embargo también pensaban y viendo que la vaca no daba para tanto se reunieron aquella noche alrededor de una fogata y masticando unas garrofas, decidieron.

Aquellos padres, muy a pesar suyo habían de soltar amarras por lo menos con tres de sus descendientes. Los hijos de la calzada, el barbecho y de la oportunidad, no necesitaban demasiadas explicaciones para convencerse que debían separarse para vivir. La conversación en el extrarradio de Tobarra, fue definitiva. Reunidos todos en la cena, bajo unos inmensos algarrobos, Gumersindo les dijo que Manolo sería recluido en el Seminario de Hellín, Antonia la más espabilada y descarada la colocarían en casa de alguno de los potentados de la ciudad de Archena, y Tomás, quedaría en Mazarrón cerca del mar, con una familia lejana, la que a cambio de su esfuerzo le daría cobijo hasta la mayoría de edad. Estos parientes tenían una carbonería, y no podían tener descendencia. Con lo cual sería atendido si lo merecía como un hijo sin faltarle oficio, pan y manteca.

Los padres se quedaron en el carromato con Rafaela y Micaela, que serían las que soportarían el peso del negocio ambulante que regentaban.

Tras aquella reunión nadie se atrevió a preguntar nada. Decidido estaba por parte de los padres y aquello era ley de mercheros y se debía cumplir a raja tabla.

En una semana llegaron a Hellín donde se quedó instalado Manolo Garganta Carmena, en las instalaciones del seminario. Sin una lágrima ni disgusto.

Se despedía de su linaje a los 12 años. Aquel muchacho sabía que a partir de entonces comenzaría una etapa completa y muy diferente que en su futuro le permitiría llegar al lugar, desde donde con el tiempo y a futuro, un sobrino suyo hijo de Micaela, presumiría de sus hazañas escuchadas con sus amigachos. 

Acto seguido y llegando a la zona de las famosas aguas termales de Archena, Antonia la segunda hija de los Garganta, una moza de diecisiete años, quedaba en casa de los señores de Planverdejo, regentes del Balneario Popular, como sirvienta y ayudanta de cocina. Una vez la señora de la hacienda dio el visto bueno a la muchacha, al reconocer su desparpajo y su falta de preparación académica, que es lo que les interesaba a los condes, para poder dominar a sus lacayos.

Camino hacia el mar y en unos días, llegaron a Mazarrón a casa de aquellos parientes carboneros, donde descargaron a Tomás de 11 años, pero que ya desarrollado, les serviría muy bien de mozo y de esclavo. A cambio de la manutención, escuela y comida.

 

De todo aquello habían pasado más de cuarenta años. Restituto el patriarca y Gumersinda, hacía décadas que faltaban. Al igual que Micaela, Rafaela y Tomás. Este ultimo murió en el presidio de Vigo, infectado por unas fiebres tifoideas que contrajo en su ultima condena.

Micaela se instaló con el tiempo en Barcelona. Se casó con Damián y tuvo tres hijos, Fernando, Miguel, el que presumía de su tío cura, y Florencia.

Tanto los padres y dos de los tres hijos murieron. Micaela en la Residencia de los Sauces de una población cercana del Llobregat, Fernando en Mallorca y Florencia en el barrio chino de la ciudad, asesinada por uno de los clientes del putiferio donde trabajaba.

Rafaela mujer prudente y nada continuadora de los apellidados Garganta Carmena, fue enfermera en San Pablo, dedicando la vida al prójimo llegándole su hora siendo soltera y devota.

Aquella moza, Antonia, la que se quedó en Archena, y el destino la envió a San Pedro del Pinatar, se casó y tuvo un hijo con Joaquín Patiño, un peluquero de la zona de la playa. Le perdieron la pista tanto los padres como los hermanos, y ninguno puso medios para saber que tal les iba la vida.

Ya viuda, en una de las excursiones que hacía Antonia, hacia lugares ignotos, creyó conocer al cura que daba la misa de doce en Canjáyar. Localidad de la provincia de Almería perteneciente a la Alpujarra en el Valle del Andarax.  

Era su Manolo. No tenía casi dudas. Se acercó y al llegar a su altura el cura se abrazó a ella, con unas lágrimas de sentimiento, tan profundas como reales. Comentando que la había descubierto entre la feligresía aquella mañana, y emocionado, creyó que Dios, había escuchado sus plegarias.


autor Emilio Moreno
Junio de 2025



jueves, 12 de junio de 2025

Aspirante ilusorio.

 

La mayoría de los asociados hacían ascos al puesto de mandamás, en aquella corporación tan desavenida. Sin embargo parte de la totalidad de la tropa que administró antes el consorcio, y aunque lo disimulaban, querían disponer.

Ser los destacados prebostes de aquel distrito. Los hacedores de las distracciones de una barriada que esperaba apego, risas y conveniencias, y recibían tan solo enredos, críticas, mal avenimiento y denostaba por lo general al que se ponía por delante con intenciones de creatividad.

Muy lejos de atraer con educación y honradez al cúmulo de personas que se reunían en aquellos locales.

Lo que perseguían es la presidencia del ateneo, a costa de desbancar a la actual directiva, costase lo que costase. Sin miramientos ni bagatelas. Por lo que cada vez los improperios, insultos y descalificaciones eran más acuciantes.  

Siempre promulgados a espaldas del criticado, para después hacer cara de bueno y exponer con indecencia, lo contrario.

“Quien lo habrá dicho.” —Se escuchaba entre los pasillos, cuando eran ellos mismos los promotores.

Manifestaciones hechas siempre a espaldas de Jesús, el gerente actual, ya que en su presencia no se atrevían. Todo lo contrario. Le hacían el papelazo y la rosquilla como cínicos indecentes, hasta que se giraba y de nuevo lo ponían como un trapo sucio.

La última desunión venía dada por las diferencias de Franco y Doroteo, dos componentes destacados hasta entonces del círculo de la llamada Felicidad. Dos colegas identitarios de aquella colectividad, que por celos rabiosos, envidias y negativismo, se llevaban a matar y en cuanto tenían oportunidad se insultaban con inquina. Tratando de convencer a parte de los socios y predisponerlos en su favor.

Tan gordas se hicieron aquellas disputas que tuvo que intervenir seriamente entre ambos, el delegado del barrio. Después de una afrenta suscitada una tarde, en la propia sala principal de celebraciones. Ante la mayor parte del asociado que atónito veía semejante disputa, sin llegar a creérselo.  

Aquel consorcio de entidades sociales de la villa se resquebrajaba y el subalterno social, tuvo que poner fin a las desavenencias y de forma salomónica actuó. Poniendo de patitas en la calle a todos los que estaban implicados en aquel espectáculo tan grosero. Dado que el señor Jesús se negaba a deshacer la junta y volver a celebrar nuevas elecciones.

La guerra había estallado. Se formaron dos batallones, dos tendencias, dos grupos de socios y mucha desilusión. Cada cual barría para su casa, y ninguno explicaba ni daba las reales razones por lo que se había llegado aquel punto de no retorno.

Jesús sabía que si provocaba nuevos comicios, no salía escogido, perdiendo toda la conveniencia que le daba estar en aquella silla, y fue aguantando hasta que la sociedad, rompió con lo que se conoce como normal.

No tardaron los muchos impresentables de uno y otra tendencia en opinar con manifestaciones fuera de contexto, como suele pasar incluso en la política. Nadie tenía base de lo sucedido, más que Franco, el que había levantado todo el ruido y había desmadejado la practicidad de Doroteo, que hacía una labor digna y feliz con sus discípulos. Hasta que se cansó y dejó de meterse en camisas de once varas. Participando en lo que podía, pero sin interesarle para nada las muchas repercusiones que antaño llevaba.

Franco sabía de buena tinta que presentarse solo a unas posibles nuevas elecciones, no le sería factible. No solo se precisa ser atento con los viejitos, colocar el acomodo en ristre en la sala en cada acontecimiento, cortar entradas en los espectáculos, y hacerse el simpático. Es necesario tener un suficiente don de gentes, el saber presentar una ponencia, la responsabilidad civil con asociados, llevar un mínimo de criterio con los libros de caja, y repartir las subvenciones como se debe en todos los casos. En eso adolecía.

Así que preparó un plan decepcionante y poco analizado. Con ayuda externa ya acordada. Sólo el ínclito Franco, es incapaz. Llevar solo semejante milagro para él es imposible. Carece de capacidad, aunque se crea que es fenomenal.

Hasta que un ángel de la guarda, interesado en sacar pecho, que sabía de sus intenciones y ganas de ser el jefe supremo, lo engañó como a un nenito, y el cándido de Franco, picó en la urdimbre que le tendieron con su beneplácito.

Pretendiendo que este convenio pasara disimulado a los votantes afectados y no hiciera demasiado ruido para que no se les viera el culo.

En primer lugar se hizo del partido político, por aquello que nadie recordara que no a mucho fue objeto de una sanción, y por la cual fue expulsado de la junta del ateneo. Regalos, empanadillas, pasteles, helados y otras menudencias hizo como ofrenda de afecto y presentes de pura amistad con todos los gerifaltes que le salían al paso, hasta conseguir aquel ambiente que deseaba.  

Se asoció con Tiburcio, que ya en otrora había colaborado en causas menores sin concierto y acabaron como el “Rosario de la Aurora”, discutiéndose y calificándose entre ellos como perros. Hasta que por arte de “birlí biloque”. Nadie puso freno y se dio una desgracia más en el debe de Franco y otra miseria sumada al haber de Tiburcio.

Ambos están satisfechos, mientras los dos medran llevándose lo que pueden. El ateneo adolece de divertimento, y de francachela, pero como nadie se queja, pues todo va bien.

¡Aunque de pena!




 

 





autor :Emilio Moreno
fecha. 12 junio 2025



lunes, 9 de junio de 2025

Catalogaba de Obispo, a su amante.

 


Era una mujer extravagante muy rara y poco honrada. Soltera, cobarde y traicionera. Jamás decía una verdad. Estaba regañada con la exactitud. Así montó su vida desde el final de su pubertad, con errores demasiado graves y acciones inconfesables. Procedentes de una afección de nacimiento, que habían ocultado sus valedores, pero que a todas luces demostraba en cuanto opinaba, reía y razonaba. Además por una educación precaria recibida por parte de su madre. Otra pieza singular. Que a todos los hijos que parió, les dejó mácula indesmayable de por vida.

Aurora Clara, le tocaba razonar con ella misma. Ni tan siquiera eso. No tenía arqueo para analizar lo mucho o lo poco vivido y disfrutado.

Por tantos escenarios infamantes que sucedieron a lo largo de su dilatada e indecente subsistencia. Le faltaba un hervor, sin embargo sabía cuales eran los principios de moralidad a los que faltaba a menudo. Sin importarle a quien hacía o no hacía daño. Era una mujer que a simple vista daba pena, pero cuidado con las confianzas, que podían reportar fuertes compromisos sin antídoto de alivio. Una pieza personal de cuidado con declives de gatuna agresiva.

Ahora ya estaba en la fase de la vía alternativa, entrando en el carril de su vejez, sin darse cuenta de ello. Que con descaro olvidaba creyendo que la gente la miraba con celos, por un encanto y presencia, diluidos aun y usando cremas nutritivas con el contenido de ácidos hialuronicos. 

La falta de nutrición, de aspecto y apariencia, por cuidar el saldo del banco, la hacían avara. Sin darse caprichos si no los costeaba el ajeno. Antojos alimenticios, o por divertimento, quedaban fuera de su norma. Al pensar que eran caros para su economía. Imaginando la pobre infeliz, que viviría más allá de los cien años de paso. Desterrando el pensamiento de soledad, que le horrorizaba. Pudiéndose ver desvalida con semejante situación a esa edad y sin el cobijo necesario. Sabiendo que nadie se encargaría de ella, tal y como hizo Aurora Clara, con sus cercanos.

Todos esos espejismos la desmadejaban. Forjándola a ser aún más tacaña, egoísta y hambrienta.

Denostada por amistades y familia, que sin remedio al llegar celebraciones, no tenían más remedio que invitarla. Padeciendo por el espectáculo que desempeñaba. Ansia en comer, en tragar para llenar su estómago falto de la costumbre de un menú equilibrado y por los tantos bocados sabrosos que atizaba a cuantos manjares hubiera. Descubría sin darse cuenta, su conducta incívica. No hablaba, no sacaba conversación, ni departía con la confianza de afecto para los suyos. Jamás le sucedían cosas, no compartía ocurrencias ni permitía libertades. Tan solo escuchaba, asentía y devoraba como un vulgar roedor si quedaba algún alimento en la mesa.

Sin precisar ni importarle que la miraran y cada cual pensara para sus adentros, la mala educación exhibida y el apetito que la desahuciaba.

Aquella velada con amigos la gozaba contundente. Por el manjar dispuesto para el consumo que le permitía como siempre llenarse el buche a tope.

Aurora como tradición, creaba acto silencioso de presencia. Sin pronunciar palabra, sin dar opinión. Ni tan siquiera reía con las barbaridades que decía Llorens que era uno de los amigos, que no saludaba desde la muerte de Cornelia. Madre de la famélica. Muriendo aquella mujer en circunstancias muy raras. 

Llorens no tenía demasiado claro, los motivos que dio Aurora sobre la muerte de Cornelia, y como siempre buscaba respuestas convincentes, de todo lo que le había contado aquella desquiciada. Sabiendo que no todo era como lo explicaba. La conocía de toda la vida, y recordaba lo embustera que podía ser sin proponérselo. Había algo en el suceso que no casaba, con lo que le habían informado al investigador en la Residencia de los Bérchules donde estaba ingresada a la fuerza. Podrían ser perfectamente, detalles incorrectos y raros, por lo que aún y a pesar de haber pasado los años, le quedaba pendiente en el tintero al agente. Sería defecto profesional, ya que el tal Llorens era un intelectual privado de la Comisaría de Los Ángeles.

Mientras en aquella reunión se reía, se charlaba y se rememoraban tiempos pasados, incluyendo temas de actualidad. Fondos sin trascendencia, incluso pasajes de la puesta a punto de su graduación, pasado de todos cuantos participaban del encuentro. Partes intrascendentes de ocurrencias pretéritas, y de barbaridades cometidas entre todos ellos, en el tiempo de estudios. 

Aurora Clara, masticaba y disfrutaba teniendo su boca colma de manjares, que engullía sin menoscabo. Cuando se le acercó Llorens con intención de sonsacarle algo de información, a la probadora insaciable de canapés.

— Te has casado Aurora. Vives con alguien. Tienes hijos.

—No. Estoy sola, desde que murió mamá. No estoy por la labor de mantener a ningún capullo.

—No digas eso mujer. Que todos necesitamos de alguien que nos escuche. Además sé de buena tinta que tu tenías un meneo de faldas con tu jefe, al que llamabas el Obispo. ¡Cómo acabó aquel rollo! ¿Recuerdas? que me lo contabas. Incluso me habías pedido algún consejo, caso de que su mujer lo descubriera, para que tus espaldas estuvieran cubiertas.

—Oye Llorens, tú te inventas cosas o te has vuelto tonto. Yo jamás te comenté nada de eso. Ni me tiraba a mi jefe, ni me enredé con un Obispo. Quiso dejar claro la mujer, con una nueva mentira. Metiéndose una aceituna rellena en la boca.

Negando que en su día, queriéndole dar celos a Llorens, le contó los revolcones que se regalaban empleada y patrón.

Fue entonces cuando recordó el funcionario, lo que le habían advertido sobre la protagonista farsante, que no recordó al inicio de su charla con Aurora, y la de trabajo que le costó quitársela de encima, en aquel tiempo que ella pretendía seducirlo.

—No…Perdona Aurora. No me invento nada. Eras tu la que recababas información sobre los contratiempos del adulterio. Pero igual estoy equivocado y te confundo con una representada, que asesinó a su madre mientras dormía. Llevo tantas cosas en la cabeza, que a veces…dijo Llorens, haciéndose el loco. Aurora desquiciada y fuera de si embistió con la desfachatez de siempre.

—Tampoco pude decirte eso. Cuando vi a mi madre que se atragantó, dejé que pasara tiempo a ver si volvía a tragar normalmente. Ya se lo dije, ¡Traga que te ahogas! No me hizo caso. Peor para ella. Quizás fui tarde a dar el aviso. Mala suerte. Se engollipó pero se murió entonces, porque le llegó su hora. Imaginas lo que me costaba tenerla a pan y cuchillo en Los Bérchules. Gastaba toda su pensión y encima yo tenía que poner algunos duros más. Sabes que te digo. Respiró después del traguito de la copa de vino y suspiró diciendo.

—Creo que ha descansado y me ha dejado descansar a mí.

Llorens la dejó que siguiera agotando la bandeja de jamón ibérico y se apartó de semejante princesa.




autor: Emilio Moreno.
junio de 2025