Trabajaba hasta las tantas, era el único de la oficina bancaria que no tenía ni un minuto de receso, y al llegar la hora de la salida siempre tenía alguna cosa que acabar, entregar, y que presentar que le retrasaba su final de jornada.
Alguna amortización
errónea que cuadrar. Préstamos por otorgar, licencias de franquía que atender.
Era lo que
se llama un llamado consagrado de las finanzas.
El último
que abandonaba la nave y el primero que abordaba el velero al amanecer. Con la
puntualidad de un reloj suizo, Swaidy Hamings,
abría el departamento con su rectitud exagerada.
Un ejemplo
de buen funcionario. Reconocido por la entidad, y denostado por sus compañeros,
porque siempre los dejaba a la altura del betún.
Una mañana
subiendo con unos documentos de relevancia, se detuvo frente a la puerta del
ascensor en la planta segunda, justo por el elevador central del edificio de oficinas.
Esperando
en la puerta coincidió con el carro de los detergentes agresivos y resultantes
químicos. Arrastrados por Gladys Piguave la empleada servicial de Olimpo, asociación
subcontratada de los servicios de saneado de aquella entidad bancaria.
Al abrirse
la puerta, ella hizo gesto para que entrara primero el caballero y en ese
instante se miraron a los ojos.
Ella no le
quitó ni por un instante la mirada y el caballero, no se dio ni cuenta, pero no
pudo aguantársela.
Al cerrarse
la cabina para el ascenso a plantas superiores, Piguave sin dejar de mirarle,
le preguntó con educación la hora, y Hamings, ni se dio cuenta que le hablaba. Ella
muy provocadora y pícara, dando un empujón al carrito, lo hizo tropezar con sus
rodillas y lo sacó de sus entelequias.
Mirándosela
fugaz con desdoro, como si le quemara el resplandor de los ojos de aquella ecuatoriana,
que se lo comía y sin más preámbulo y antes que el jefe preguntara, se adelantó
al requerimiento con mucho salero.
—Oiga. Señor
Hamings, está usted sordo. Le he dado los buenos días, y es raro que no
responda. No me va a contestar.
—Agarre usted
bien el carro, y déjese de conversaciones vanas. —Le dijo el ejecutivo. Añadiendo
a su respuesta con mucha seriedad.
—Que no
golpee con nadie. Lleve más cuidado o de otro modo cometerá un accidente.
Además quien es usted, que me habla con tanto descaro. Es que me conoce de algo.
—Bueno míster
Hamings. ¡Claro, que lo conozco! Y muy bien. Usted es el que se marcha cada
noche pasadas las nueve, y me pisa el suelo fregado de toda la planta. Dejándomelo
como un pantano de pisadas y de manchas. Como voy a olvidarme de usted.
—Ya imagino.
— Le contestó con energía. — Que debe ser un engorro. Pero siempre puede usted
pedir la cuenta o que la trasladen a los almacenes a quitar mierda de la
verdadera. ¡Estamos!
Aquí dejamos
de conversar. No me distraiga más. Llevo un asunto entre manos que no debo
descuidar. Ya hablaremos en otro momento.
En ese
instante se abrió la portezuela y descendió en la quinta planta, con sus
documentos estrujados entre las sudorosas manos. Salió del receptáculo del
ascensor, sin mediar palabra de despedida a la esbelta y exuberante Gladys que estampaba
debajo de su bata azul la silueta de dos pechos bien marcados y a punto de
saltar de las arandelas por la presión a que estaban sometidos. Los que había
repasado el amigo Swaidy como si fuera la ecuación que le faltaba a su fórmula.
Dejando a la mujer de la limpieza con un par de motivos para pensar. Justo
saliendo del habitáculo, y casi tropezando, se miraron de soslayo, con la
secretaria de Relaciones con los Clientes. Que accedía a la cabina.
Antes que
se cerraran las puertas se escuchó la despedida de Gladys.
—Con Dios.
Vaya usted, don Swaidy y perdone mis impertinencias.
La señorita
Margaret Pompeya, dando los buenos días se acomodó detrás del carrito. Compartiendo
una mirada muy cómplice con Piguave, dejando aquel sabor a. ¡Qué!, ¡Está pasando!
Gladys
comprendió la escena ocurrida entre los dos empleados y la miradita que
Margaret le lanzó al caballero antes de desalojar el ascensor. Y con descaro se atrevió y preguntó de forma sosegada
tratando de conocer una información que a ella le interesaba muy mucho y tenía
previsto descubrir en no demasiado tiempo.
—Es amigo
suyo, Verdad…, inquirió Gladys.
—lo fuimos,
muy buenos. Hace tiempo, pero no sé qué le pasa. Debe tener problemas consigo
mismo. Me rehúye.
—Que me
dice usted señorita, ¡que le rehúye! Ande, no diga tonterías. Con lo puesta y
guapa que es usted. Margaret, se quedo petrificada con la conversación de la
empleada de la limpieza y preguntó.
—Oye
perdona, —exclamó aterrorizada. —A santo de qué, me preguntas eso. Eres muy
descarada. No crees.
—Mujer,
creía que estábamos en confianza. Tendrás que perdonarme pero creo que entre
mujeres no nos podemos engañar. Se nota mucho y yo sé que tú también lo
padeces, o lo has padecido. Por la forma en que te miró y salió casi forzando
la marcha. Eso es señal que le gustas y que no sabe cómo decirte para retomar
las relaciones.
—Calla. Ni con
recomendación. Es inaguantable. Solo piensa en porcentajes y en asientos
bancarios. ¡Pobre Swaidy!, ya te lo regalo. Le dijo Margaret a Gladys, y esta
le tomó la palabra y pensó. —<No
pierdo nada.> — si lo cazo. Eso es lo que me llevo. Siguió interrogando
a la ex, y a esta se le soltó la lengua por despecho, y lo delató.
—Es un
figurilla en la cama. Flojete. Desde luego problemas no da, porque se queda
pronto dormido. Pero tiene algo que no te lo puedo decir. Tendrás que
comprobarlo tu misma si eres capaz de llevarlo al huerto, como te veo
dispuesta. Verdad, que lo estás intentando.
—Me lo
pones en bandeja. A mí me gusta, y mira nena. Aún no tengo papeles ni
documentación americana, y he de hacer algo. Que me ponen en Quito sin darme
cuenta, y de vueltas con Goyo. Mi novio, que es un camorrista. ¡Quita quita!
—Vives sola
aquí en Los Ángeles. —preguntó Margaret. —Tienes alguien que te proteja, porque
ya ves como van las cosas.
—Nooo. Para
nada. Me protejo yo solita. A veces o casi siempre, es mejor. Sin embargo cuando
brota al paso una pera tan dulce, quien no se atreve a arrancarla de la rama.
Aquella
tarde como de costumbre, en las dependencias solo trabajaba míster Swaidy y los
servicios de vigilancia y limpieza, entre los cuales estaba la señorita Gladys Piguave,
que con la información que le había sonsacado a Margaret, iba a comenzar una
estrategia digna para camelar al desdichado de Swaidy.
Aquel mismo
día comenzaron las estrategias, que poco a poco fue entronando con detalles que
le dejaba al empleado sobre su escritorio, creyendo que era tonto y la mamaba
de canto. Aunque parecía que Swaidy, comenzaba a morder la manzana madura.
Desde
aquella mañana que tropezaron en el ascensor habían pasado dos meses y había
cambiado la relación del jefe con la señorita Piguave. La ecuatoriana le había dado
muchas confianzas al licenciado y este, sin querer, pero queriendo las iba
recogiendo a su conveniencia. Todas sin imaginar que le estaba preparando un irreal
campo de Agramante, con la posibilidad de aterrizar a conveniencia de la
muchacha.
Las derramas
del quimono azul, uniforme de la firma Olimpo, cada vez estaban más holgados y dejaban
pasar más imagen. Aunque no hacía falta imaginar. Ya se translucía. Se distinguía
con claridad, las dos tetas medianas de Gladys. Swaidy las podía ver y oler,
incluso a veces palpar con el consentimiento de la guapa cuidadosa, que se las
dejaba toquetear, esperando un futuro resultado apetecido.
Desde hacía
un par de semanas, ya se paraba frente al pupitre de trabajo del empleado que
autorizaba préstamos. Aquel especialista ya le dirigía una prolongada
conversación, interesándose por detalles personales del cuerpo de la señora Piguave,
unificando máximas sensuales ardientes y queriendo conocer detallitos tontos,
que detrás de ellos iban a destino fijo.
Los roces ocasionales
y las sobas. Con las transgresiones azarosas por la piel del jefe de la concesión
de hipotecas ya se preparaban sin miramiento. Con sumo cuidado, siempre desde el
ángulo muerto donde la cámara no pudiera registrarlo. Con lo que la dulce Madám
Piguave, la mimosa Gladys ya se había dejado palpar por Swaidy, sin imaginar lo
listo que era y lo precavido.
Aquella
tarde a la efusiva Quiteña, le faltaba tiempo para finiquitar de una vez por
todas, aquel inaugural mini episodio con el hombre que concedía los préstamos
en aquella correduría crediticia.
Actuó sin pensar
ni consentimiento, del que iba a impedir, continuara aquella representación teatral,
sin llegar más lejos de hurgar en los pechos, de la ingenua empleada.
Sobre el
escritorio del que creía era un pavo y lo podía engañar cuando quisiera, dejó
una nota manuscrita tan vulgar como lo era ella misma.
Indicándole
al que imaginaba seducido que lo esperaba en el desván de las escobas. Donde las
cámaras no pudieran registrar menudeos ni movimientos.
Swaidy Hamings
podía ser aprovechado y asombroso, inclusive hasta exigente, pero tonto no lo
era.
Así que en
lugar de presentarse en la buhardilla de los escobajos. En el urgente reclamo
de la asistenta del decoro de la oficina, mandó al segurata que tenía en la
planta, comprobando que todo estuviera en su lugar y no se desarrollaran ni
sustos ni tropiezos.
Con antelación al desarrollo de aquellos hechos puntuales, y sospechando de las manipulaciones de la asistenta, míster Hamings había abierto una línea de investigación referente a la señorita, o quien sabe qué, era aquella farsante.
A parte de
encontrar detalles importantes de la vida y misterios de la jayuela, se supo
que estaba afincada en la ciudad. Allí mismo. En Los Ángeles con su Goyo. Un atracador
y un farsante. Buscado por el F.B.I., y que andaba sobre aviso para dar un golpe
a la entidad con todos los detalles que le propinaba a diario su compañera.
Emilio Moreno
autor fecha 21 junio 2025