miércoles, 5 de noviembre de 2025

Os queréis, y os divorciáis.

 







Los señores de Garcilaso, Ernestina y Eufrasio son padres de una señorita muy puesta y dispuesta para todo lo que deba ser emprendido. Tanto fue así que siempre resultó ser una niña adelantada a su edad. Entonces la bautizaron con el nombre de Plácida, y sin más y plácidamente transcurrió su infancia y juventud. Jugando con los amigos de su entorno y cursando los estudios de capacitación en la escuela del barrio. Llegando a ingresar en la universidad. 

Tras cinco años de carrera se licenció en psicología y ahora tiene y defiende un gabinete de consultas particular de mucho costo, que además lo tiene dispuesto para atender a alguno de los pacientes que le llegan desde el seguro nacional.

Los padres de Plácida eran una gente muy centrada en la realidad, y siempre se dedicaron a la educación de los hijos y a su crianza.

Detalles que con la nena, por ser la menor se destacaban de forma evidente. Favoreciéndola por ser la más apta y atrevida, lo que afloró en su momento.

Aquel solaz se dilataba en el tiempo que pasaba sin detenerse ni dejar huella, llegando los momentos decisorios. 

Estando en el primer curso universitario Plácida conoció a Higinio, un joven moreno procedente de Santo Domingo, muy apuesto y con semejantes ilusiones y metas que ella. No llevaban estudios semejantes, estudiaban especialidades distintas pero se veían a menudo en la ciudad de los estudiantes.

Pronto se gustaron y les faltó tiempo para ir a vivir juntos bajo el mismo techo.

Los padres del muchacho Eugenia y Emeterio, no estaban demasiado conformes con la nueva relación de su primogénito.

Ellos venían de una casta pudiente dominicana y creían ser los acreedores de tanto sufrimiento y penalidades soportadas de los llamados “Descubridores”. Por lo que ansiaban para su hijo, casarlo con una “Quisqueya” de su país.

Advirtiéndole que llevara cuidado con lo que hacía y con quien se comprometía, que disfrutara lo que le viniera en gana, pero que a la hora de escoger, tuviera tacto.

Amenazas veladas dirigidas a Higinio, por no tener acabada la licenciatura y porque lo estaban alimentando. Soportando el mucho gasto que llevaba tenerlo en la universidad, para que tuviera un futuro en el país. Con lo que le previnieron seriamente.

Higinio se hizo el “sueco”, y aquellas amenazas simuladas como si fuesen advertencias, quedaron en saco roto.

Todo era felicidad amor y fantasía, en aquellos maravillosos días de estudios y derroche a cargo precisamente de la cuenta corriente de los papás.

Antes del final del tercer curso Plácida, se quedo preñada. En cinta de Higinio. Aquella noticia cayó como una bomba en el domicilio de Ernestina y no digamos en el del joven Higinio. Se “hacían cruces”, con la expectativa y singularidades que se les presentaba.

Plácida e Higinio se querían a muerte, y aquel amor no lo iba a disolver ni destruir nadie jamás. Con lo que arrugaron los hombros y siguieron viviendo a costa de los papás de ambos, sin dejar los estudios ni mermar un solo ápice en el gasto que generaban.

El intelecto de Plácida como el de Higinio era superlativo, con lo que continuaron aprendiendo hasta la licenciatura. Pensando en que los esfuerzos que estaban haciendo los abuelos del nieto que por entonces ya contaba con tres años, serían retornados con creces.

Comenzando los meneos clásicos del… “A quien le toca esta semana”.

Un mes, se amparaba al niño en el domicilio de Eufrasio, y al siguiente en el de Emeterio. Esfuerzos que hacían los abuelos, que no serían olvidados por aquella pareja tan unida, que no los despegaría según ellos ni un cataclismo. 

Al término de los estudios tanto Plácida como Higinio, encontraron empleo de calidad, con lo que a no tardar alquilaron un piso mucho más grande, en la Avenida de los Criterios, donde se alojaron con presteza, sin dejar de sangrar a los abnegados abuelos.

Necesidad obligada ya que la mamá de Hugo tenía que seguir con su vida y su profesión, sin olvidar el divertimento con los colegas y amigos. Por lo que un mes Hugo lo cuidaba su yayo americano y el otro su yayo europeo.

Aquella familia se las iba arreglando como buenamente podía, sin que hubiera cambiado nada sobre todo en las dispensas y gastos.

Los dos licenciados iban triunfando en sus respectivas profesiones llegando a cuotas de éxito pasmosas. Tanto en posición y cargo como en emolumentos por sus servicios. Con lo que pudieron comprarse una casita a las afueras de la ciudad para seguir viviendo aquella vida rebozada de éxitos, de beneficios y de escasa atención al hijo que tenían en común.

Pudieran presumir haciendo grandes fiestas y galanteos para sus colegas, amistades y para todos aquellos que les pudieran sacar provecho.

Plácida volvió a quedarse embarazada. ¡Que alegría!

Todos parecían estar encantados por la buena nueva, y como es natural era un “Beguin the Begin”. Un volver a empezar.

—Para qué están los abuelos—comentó Higinio y afirmó.

—Ellos se distraen con los niños y además les dan vida. Plácida tampoco se distanciaba de aquellas palabras dichas por su gran amor, y los abuelos se encargaron como era de recibo. A la fuerza ¡No!... ¡No! ¡Lo siguiente! Con o sin ganas seguir con la traca y calladitos. Sufragando todos los pormenores del nacimiento de Ainara. 

De todo aquello había pasado bastante tiempo. Tanto que los niños ya estaban criados. El mayor, Hugo, contaba con quince años, y Ainara en la frontera de los trece. Aquellos jóvenes adoraban a sus abuelos, tanto los “yayos” por parte de madre, como los de su papá.

Plácida había ayudado a partir de un momento a su madre, con gastos y demás expensas, y no le faltaba un detalle que no le dedicara. Con lo que Ernestina estaba encantada con la clase de vida que disfrutaba, acompañada de Eufrasio, que ahora con más tiempo podía disfrutar de sus partidas de cartas con los amigos en el casino.

Nada parecido a lo que esperaban los señores de Lorenzana, los padres de Higinio. Los quisqueyanos Eugenia y Emeterio, que eran de otra pasta y forzaron de forma contundente a que los niños a partir de un momento, quedaran a costa y en cuidados de sus padres. Siendo cariñosos con todos pero algo más distantes que la parte contraria. Sin embargo en aquel seno familiar brotaba la felicidad y el entendimiento.

Aquella Navidad, no como en todas las pasadas, que acostumbraban a unirse en casa de unos y de otros, repartiendo el lugar en fechas tan señaladas, sería distinto, muy diferente.

En esta ocasión tanto Higinio como Plácida, querían celebrarla de forma especial en su gran casa. Por la noticia tan especial que debían comunicar en la concavidad de todos ellos.

Reuniéndolos a todos la noche de Fin de Año.

El último día de las fiestas y sería como colofón a tanta enjundia.

Aquella noche, llegó la familia al completo por ambas partes. La vivienda impregnada con una inmensa alegría, lucía con guirnaldas y bombillas que se fundían y encendían cada dos segundos.

Consumiendo turrones y bebidas espirituosas, daba una sensación de alegría colosal.

El momento de dar la campanada llegó antes de que dieran las doce de la noche y el año saltara al siguiente.

Hubo dudas en quien daba la noticia y como siempre la da quien tiene más gracia, por lo que Higinio le cedió la palabra a Plácida y esta les comunicó.

—Que sepáis que Higinio y yo nos queremos y respetamos mucho, pero hemos decidido que nos separamos.

El silencio de la sala fue de los que hacen época. Se miraron los unos a los otros y nadie entendía nada. La única que preguntó fue Ernestina.

—Y si os queréis tanto, porqué os divorciáis. ¡No hubo respuesta! El padre de Plácida, el señor Eufrasio le preguntó a su hija.

—Será una broma lo que estáis contando, ¡¿Verdad?!

—No papá, ya hace meses me he enamorado de un influencer, que me tiene el sentido robado.

—¿Y tus hijos? No pretenderás dejarlos solos de nuevo, como acostumbráis. —Papá no quieres entenderlo. Ellos son mayores y ya se valdrán por sí mismos, una semana conmigo y otra con su padre. Nosotros, Higinio y yo, no hemos dejado de querernos, pero de otra manera.

Nadie entendía nada y Eufrasio preguntó a Higinio mirándole a los ojos.

—Entonces cuando te toque a ti, viendo como han procedido tus padres, ¿con quién los dejarás? Higinio con mucho descaro respondió.

—Eufrasio, yo pensaba que usted, junto a Ernestina, se harían cargo. No sé cómo hacerlo de otro modo.

Aquella despedida del año, no fue como las anteriores, ni hubo campanadas, ni brindis, ni absolutamente nada. Se formó una leche, que se cortó de cuajo.













autor: Emilio Moreno

lunes, 3 de noviembre de 2025

En pelotas, así viste ¡Sin más!

 










Remedios, aquella joven que había nacido en una familia humilde, en un barrio de los aledaños de la ciudad más espiritual y santurrona de la amplia Castilla, se transformó en cuanto comenzó a vislumbrar el éxito.

La hija vergonzosa y atenta de los porteros del edificio Grand Strómbol, dejó de ser la persona dulce y amorosa que todos conocían.

No quiso adaptarse a uno de los empleos en los que su gente dedicaba esfuerzos desde hacía dos generaciones. Desde que se vinieron del pueblo que las vio nacer, y con muchos esfuerzos y recriminaciones de su padre, cursó estudios en la escuela Dramática de Guadalajara. Iniciando preparación y al cabo del periplo, llegar a ser formada en culturas de interpretación, artes escénicas y teatro. Su esbeltez y la codicia que despertaba en sus meneos y el entrar sin frenos por los ojos de cuantos la miraban con deseos obscenos, le dieron aquel protagonismo en su segundo año de carrera.

Su atracción interpretativa y su desenvoltura ante las cámaras le hicieron escalar méritos y consiguió hacerse con uno de los papelitos moderados, en un cameo de una película protagonizada por artistas de renombre del momento.

De las conocidas como cine para adultos, o historias frívolas. Sin tiempo para su metamorfosis inmediata, cambió de forma de proceder y sus necesidades eran diferentes. Sus pensamientos de adolescente se quedaron en la casa que regentaban sus padres, como porteros y asistentes de los vecinos que moraban en uno de los edificios impresionantes de la zona.

Dadas las nuevas necesidades que atendía la diva emergente, dejó de visitar o quizás, ahora les visitaba menos y su proximidad era obligada.

La fama, o el inicio de esa gloria, le variaron la emoción. En cuanto notó que la popularidad incipiente que glosaba, llenaba sus expectativas, quiso todavía más. No tuvo bastante con una secuencia en sus logros. Abarcó al mundo del espectáculo por los tentáculos más inmediatos, sin pensar en que tendría que romper con todos los vínculos que tenía.

Los padres habían informado a los conocidos y parientes que su Remedios, estaba ocupada en el gabinete de unos abogados como ayudante, mientras acababa su carrera de Derecho. Pensando en que la fama a su hija, jamás le llegaría y con el tiempo y aburrida volvería a su portería a seguir con el empleo que tenían en el edificio.

Sin embargo pasados dos o tres años de su marcha, los empleados y porteros del Grand Strómbol comenzaban a preocuparse por el cariz que tomaba el trabajo de su hija y por las consecuencias inflamables que deberían soportar en poco tiempo.

La actriz Arena del Alma, nombre artístico de la guapa Remedios Morcillo Almansa, copaba todas las carteleras del espectáculo verde de la ciudad, donde le llovían los contratos de trabajo, las entrevistas y las frivolidades que generan ese populismo infecto del vicio y de la guasa descarriada.

Fue fulminante el ascenso de la bella Reme, que imparable iba de boca en boca de cuantos estaban en el mundo de la noche, de la distracción y del descorche. 

El último trabajo con el actor Vinchenso del Tigre, manifestó la belleza del cuerpo de Arena del Alma, mostrando perfectamente su desnudez y actuando en forma tan normal, como si le naciera del mismo génesis.

El argumento del film era preciso y elocuente, exponiendo en la trama de la historia las vivencias más atrevidas y personales de una mujer depravada y un señor que bebía por ella los vientos.

Posturas del cuerpo y apariencias del todo sexuales, daban pie a imaginar hasta qué punto una actriz puede hacer feliz con sus encantos, a todo aquel espectador dolorido por sus despechos y desengaños, y al público que se la comía con los ojos, sin pestañear por la exégesis magistral de la finísima actriz reconocida con el nombre de Arena del Alma.

Dotes impensables en aquella mocita de trenzas, que ayudaba a fregar el portal dónde vivía, y que ahora desnuda se lucía ante el mundo, bailando sin ropa con el protagonista de la historia, estrenada en los cines de todo el mundo.

Los padres de Remedios eran unas personas escuetas, vergonzosas y bastante religiosas. De asistir a la misa los domingos y de darse golpes de contrición y penitencia en el pecho, cuando se trataba de comentar exageraciones de conocidos por la demasía que fuere. Sin contar sus tribulaciones personales a nadie, por la reserva que les obliga su educación y sus miedos.

Ahora con ese realce de Arena del Alma y después de haber publicado a los cuatro vientos, que su hija era abogada en un bufete de la ciudad, no sabían dónde meterse.

Las envidias de los compañeros, las ofensas de los malos amigos y las recriminaciones de la familia no se hicieron esperar. A parte de aquel vecindario del edificio Grand Strómbol, que no imaginaban que Remeditos, fuera tan descarada, sin tener en cuenta que su profesión se lo exigía y para llegar a ser “Prima Dona” en la interpretación, las actrices debían pasar por innumerables pruebas con gusto y otras sin complacencia.

Además de comentarios generados por la mayoría de sus allegados, que se decían sin querer comprender  

—Se puede ser actriz, y lucir su belleza, pero lo que vemos es muy gordo. Remedios no tiene vergüenza. ¡Emerge en pelotas. Menudo con la nena! 

No tardó la guapa Arena del Alma en ir a trabajar al sitio donde tropezaría con la super fama y de buenas a primeras se ausentó del país, sin que nadie supiera donde paraba. Los padres de la afamada, migraron a otro lugar beneficiados por el capital y las ganancias de su Remedios, sin tener que pasar los apuros por la desnudez mostrada por su hija en las películas que rodaba.

Llegaron los premios y las críticas. De todo había como siempre sucede, y a veces, la mayor parte de ellas no te enteras.

Las envidias, los celos, la desgracia que muchos humanos padecemos.

Sin embargo las publicaciones y fotos se daban por centenas, festejando el éxito de la buena de Arena del Alma, que aun algunos presumen que una de las mejores actrices del porno, hubiera nacido en el mismo pueblo, de lo cual se enorgullecían a medias.









Autor: Emilio Moreno.
fecha: 3 de noviembre 2025

martes, 28 de octubre de 2025

Funciona como el corazón.

 







Aquella relojería llevaba en servicio y abierta al público desde hacía más de ochenta años. Mónica, en su infancia paseaba al ir y volver del colegio frente a la puerta de aquel establecimiento acompañada de su abuelo el señor Don Cayo. La niña solía quedarse extasiada frente al gran ventanal de la casa de los relojes admirando y prendada con el Vacheron Constantin, pendular que lucía insensible marcando las horas exactas del día y de la noche.

Los cuartos, las medias y las horas con un sonido especial de carrillón que a ella, al oírlo le sobrecogía. Su abuelo en su tiempo ya le explicaba a su nieta que la relojería de Sancho, la inauguraron mucho antes de la guerra del treinta y seis. Entonces regentada por Don Blas de la Montre, el abuelo de la saga de los horólogos, que en aquel tiempo se encargaba de la exactitud de la hora en el equipo de la Casa Consistorial y los pocos medidores de las horas de aquellos tiempos y en semejantes zonas.

Entonces Cayo contaba con nueve años, y también a él como a su nieta le habían cautivado tanto, los termómetros de la destemplanza, como los medidores del frío en el invierno y calor en verano.

Además de aquellos grandes relojes medianos y chiquitos. De pulsera y despertadores. Unidades censoras, que todas expuestas dentro de aquel bazar de inminentes segundos, próximos minutos y de horas venideras, yacía ante el lapsus de un santiamén.

Lugar que sin duda era especialidad exacta y singular de la villa. Representando a las marcas Suizas más precisas como han sido en todos los tiempos los Omega, Longines y Rolex. Atendiendo averías y puestas a punto tan precisas en el alma de cada uno de los relojes.

Ventas a los adinerados y pudientes de aquellos años y demás atenciones al futuro desde aquellos censores del tiempo.

Era una maravilla, en aquella época de principios y mediados del siglo XX, ser poseedor y propietario de un ábaco y portarlo en la muñeca del brazo izquierdo, o en el bolsillo secreto del chaleco, que te daba el punto del sol exacto cada vez que lo mirabas. Así como tenerlo en la pared del salón principal de la casa, solemne alto y serio, que además de pausar, llegadas las horas te avisaba con aquel sonido. Tan sutil o desgarrador que llegaba a ser un quejido por lo pasado que no había de volver.

De todo aquello recordado por Mónica, habían transcurrido más de treinta años. Que palmarios, segundo a segundo, por los péndulos de la casa de Sancho, esperaban tener su minuto, o quizás y por lo menos, su segundo de gloria. 

Aquella mujer, se había hecho a sí misma poderosa. Una profesional de la información de las que destacaba por preparación, cultura y belleza. La que había conseguido mucha fama, y le había dado a su impronta muchos momentos mágicos, y felices.

Gracias al programa de la televisión que presentaba, en una de las cadenas nacionales. Espacio popularizado por la esencia trasmitida por la propia Mónica Monroy Valdeblanquez.

Hija de un costurero sastre y de la farmacéutica de la población, además de ser la nieta de Don Cayo el historiador, el poeta y cronista de la zona.

De buenas a primeras todo se paró. ¡Súbitamente!

¡Alto de inmediato, a todo lo que se conoce por tiempo feliz!

¡Estamos en una pandemia que no se sabe si podrá sobrevivir persona alguna en este planeta. Fue el mensaje que les dieron los responsables políticos del tiempo. Todo se detuvo en horas. Hospitales a rebosar, médicos y enfermeros sin dar abasto, cayendo como víctimas en las avanzadillas del imaginado campo de batalla, que eran entonces las salas de los dispensarios, de las urgencias y de las clínicas.

Las calles estaban vacías, los supermercados sin viandas, faltaba harina, frutas y verduras.

Todo se detuvo o se alteraba, menos los relojes de la casa de Sancho, que estando barrada la puerta, los péndulos de aquellos imparables registradores, oscilaban yendo de izquierda a derecha, persistiendo en su baile inalterables y sin detención.

En aquella penitencia y purgatorio, Mónica volvió a la casa de su infancia a recluirse, buscando salud, y huyendo del microbio de aquel Covid, que se llevaba por delante al más pintado.

En una repetición de los paseos que solía dar a la edad de doce años, se detuvo frente al ventanal de la relojería de Sancho, que desde su vidriera amplia, volvió a reconocer el carillón que inalterable parecía la esperaba. Aquel Vacheron Constantin de su infancia, que no había sufrido ni una sola demora en los miles y miles de segundos, transcurridos desde aquel maravilloso tiempo que la acompañaba e instruía su abuelo. Se vio reflejada en el cristal que separaba la sala de la botica de la calle y se notó cambiada. Volviendo en aquel segundo que le permitía el tiempo a revivir instantes de antaño. Tuvo un arrebato y se acercó a la entrada. Tocó la manecilla de la puerta de acceso, que indicaba en un cartel adosado al espejo lateral. <Por favor al entrar, pónganse la mascarilla.

Dudó si debía acceder al bazar, y en no más de dos segundos, traspasó el umbral de la puerta y tras pisar el zaguán, saludó.

—Buenos días, atiende alguien. De entre las cortinas interiores apareció un anciano, muy encorvado ayudado por un bastón metálico, con el pelo cano y unas gafas de culo de botella que le respondió.

—Hola Mónica, buenos días.

—¡Uy… que alegría, ¿Es que me conoce?

—¡Claro que te conozco!, como no iba a conocerte mujer.

—¡Ah… claro! Por el programa de la televisión, que tonta, perdone usted.

—No señora, ¡Por el programa no! Hizo un inciso de dos largos segundos y respondió.

—Te conozco desde que eras una chiquilla, porque tú, eres la mocosa que se paraba con Cayo, frente al escaparate y ponía su naricilla sobre el cristal para no quitar ojo con aquella ansiedad, del reloj que hace unos segundos volvías a observar.

—Cayo, era mi abuelito. Adujo con nostalgia la mujer.

—Lo sé muy bien Mónica—le respondió el empleado—Como sé de buena tinta, que tu yayo, era el que te explicó la historia de la relojería Sancho.

—Entonces usted debe ser el nieto de Don Blas de la Montre. Aún recuerdo las palabras de mi abuelito.

—Soy el nieto de don Blas, mi padre era Ataulfo y yo me llamo Ferdinand Sancho, y sabíamos que tarde o temprano, volverías a este bazar a escuchar el sonido del reloj que te sigue fascinando.

Un tanto nerviosa la guapa Mónica, se ruborizó al escuchar semejantes palabras, que le retrotraían al pasado. Sin saber conducir aquella impronta, le preguntó al anciano Ferdinand.

Antes de prorrumpir con la pregunta, el Vacheron Constantin, sonó dando las diez de la mañana, y ambos esperaron a que diera el ultimo gong.

—¿Cuánto le duran las pilas al reloj de la pared? Se las ha cambiado hace poco, o están por renovarse. Lo digo por el sonido tan enérgico que se le escucha. Interrogando Mónica al empleado, con curiosidad esperó respuesta.

—Este reloj va sin pilas. Funciona como el corazón. ¡Por impulsos!

—Quiere usted decirme, que está funcionando desde el principio sin darle cuerda.

—Eso precisamente quiero decir y así lo afirmo.

—No me lo puedo creer, nunca lo hubiese imaginado. De eso no me habló mi abuelo. Se acercó bajo el gran montre suizo y suspiró para hacerle una proposición al anciano Ferdinand.

—Cuanto me costaría si decidiera comprarlo.

—Este carrillón estaba esperándote desde hace setenta años. Le dijo Ferdinand a Mónica, y continuó informándole.

—Sabíamos que sería para ti. Mi padre Ataulfo ya se había fijado en ti desde que ibas a la escuela, y a diario te postrabas frente al cristal, colocando tu nariz en él, para observar al gran reloj.

—Si es así, cuanto cree usted que durará el mecanismo del carrillón. ¿Vale la pena que lo compre?

—Durará hasta que estés viva. En el momento que cierres los ojos, dejará de funcionar. Si no eres capaz de explicar a alguien la historia, como hizo tu abuelo

—Quien eres tú, que lo sabes todo. Preguntó descarada la mujer, evidenciando lo que iba a suceder a continuación. Escuchando la respuesta.

—Tú me lo preguntas, que lo has sabido desde la muerte de Cayo. Le comunicó el encorvado Ferdinand. Mirando la clase de gesto que iba a presentar la señora Mónica. La que imaginando todo lo que vendría a renglón seguido, argumentó.

—Imagino quien puedes ser, pero siempre lo he tenido en la duda. Ahora que me decido a comprar el tiempo que me resta, ¡Dímelo! Preguntó Mónica, sin mostrar nerviosismo. Rememorando unas frases que su abuelo pronunció antes de partir, y jamás había comprendido hasta ese mismo instante.

—Te llevaremos el reloj a casa. Espera tranquila, no te contagiarás de este virus maligno. En cuanto el Vacheron Constantin, salga por la puerta, la cerraré para siempre. Serás tú la que deberás delegar la historia a quien creas merece vivir con esta incógnita. Cayo, te está escuchando y creo que alegre. Sabiendo que eres la poseedora del secreto que él, retuvo por más del tiempo que vivió.











Autor Emilio Moreno.






domingo, 26 de octubre de 2025

Eres mi ángel custodio, y ...

 


 



Lucía, había abandonado a Indalecio sin zarandajas. Se había acabado el amor, y se había enamorado de un antiguo conocido de juventud, que por casuales coincidieron en la autoescuela. Siendo Celio, su instructor de circulación y preparador de su examen.

El mismo que tras instruirla en la teórica de su regla, la iniciara en montar por la derecha, hacer el stop y marcha atrás. Ceder el paso y perfeccionarla en el mete y saca, el acelera que no corres, y del estrechamiento si vas calzada. Todo relacionado con las marchas y velocidades dentro y fuera del vehículo.

El que acabó pilotando el carruaje corporal de Lucia. con la anuencia de ella y con el deseo de no saltarse un semáforo en rojo, ni ser embestida sin previo aviso.

Metiéndole la directa, en su caja de cambio, momentos antes de pasar el reconocimiento de su tráfico físico. Celeridad de crucero que gozaba con Celio, la que fue fiel esposa de Indalecio.

Hasta que se enamoró de la instrucción recibida en el manejo que la conducía a su éxtasis.

Indalecio se quedó solo en su pisito de la calle Vergara, desde que su ex conductora se mudó con el Coach, que le regalaba una nueva vida.

De hecho. El burlado no se lo tomó demasiado a pecho, encontrarse en vías del divorcio, y camino de su soltería. Ya que se quitaba de encima a una adúltera espabilada, que no lo quería, y además trataba de disimular de maravilla frente a la familia. Dando motivos y excusas vanas, por las cuales dejó de amar al que fuera su marido.

Transformándose el esposo abandonado, a la fuerza, de la noche a la mañana en un disponible más. En otro liberado de cuidados y compromisos.  

Aquella mañana calurosa, cuando Indalecio subía a la piscina del terrado de su edificio, habían pasado siete largos meses desde que Lucía, no vivía en aquella dirección, tenía su total libertad, y ya podía conducir su Chevrolet. Estaba a punto de firmar su separación. La relación estaba completamente rota, y al no haber niños que mantener, pues miel sobre hojuelas, y cada cual a su manzano. Ella con la nueva pasión de su viejo amigo Celio, y el desafortunado Indalecio, libre como un taxi en el inicio del servicio.

Tendió su toalla sobre el falso césped de la terraza y tomaba el sol de maravilla, viendo desde las alturas la congestión de la ciudad, que abarrotada de vehículos, de ruido y de prisas, moraba frente a sus ojos y debajo de sus pies.

La altura del edificio era de quince plantas, que es la elevación que tenía la magnífica piscina y las instalaciones de recreo del inmueble.

De buenas a primeras apareció una esbelta señora, de mediana edad, muy bien cuidada por el aspecto que mostraba bajo su bikini, la que sin saludar apenas y con un disgusto visible, se acercó a la baranda del límite del perímetro de asueto permitido.

Intentando franquear la seguridad, violando la prohibición de aproximación, al subirse por encima de la balaustrada que separaba el espacio seguro con el mismísimo precipicio del abismo.

Daba a entender por sus sacudidas que intentaba tirarse desde esa altura hacia la cara posterior de la calle Mendizábal, la opuesta a Vergara.

Indalecio sin más, se acercó a la mujer y le impidió que siguiera con su ofuscación, primero alertándola con su propia voz y al ver que no le hacía caso, fue en su busca y con empeño bruto, la reclinó sobre la barandilla de seguridad del pasillo.

—¡Qué le sucede. ¡Mujer…! Ha perdido la cabeza. No ve usted, que malgastará la vida si se lanza desde aquí. Ande respire a fondo y vamos a sentarnos los dos sobre mi toalla que es grande y nos puede arropar sin más. Le incitó con vehemencia a la morena decidida a volar desde las nubes. Comentando casi sin que ella le escuchara.

—No se quite de en medio sin que la gente haya sacado entradas para ver la película de una mujer desesperada. Es usted una tía guapa y no merece este final, por mucho que quiera usted contarme. Aquella guapa hembra, con titubeos le increpó, por meterse en su vida sin permiso. Exponiendo con mucho desacato y mal humor la intervención del caballero.

—Si le hubieran hecho lo que me ha sucedido a mí, seguro que ya haría horas se hubiera cortado las venas, o se hubiera ahogado en el mar. Yo no soy tan valiente pero me veo con valor de quitarme de este mundo, saltando desde la azotea de donde vivo.

 —Serénese por Dios. No hay nada en esta puta vida que merezca la pena, ni se pueda evitar, con decisiones mal tomadas. Argumentó Indalecio, sujetándola para evitar maniobras inesperadas.

—¡Déjeme usted, que no quiero vivir! No me agrada en las condiciones que el destino me provee. ¡Quiero morir! ¡Ayúdeme usted caballero! O deje que acabe yo misma con mi propuesta.

Aquella mujer temblaba como la hoja de un papel de fumar al intentar montar un pitillo, por una inexperta.

Con lo que el recio Indalecio pudo casi a la fuerza, llevarla a una zona de seguridad, alejada de la que iba a sacrificarse en breve.

A la par que con muecas y su mirada persuasiva y ayudado por sus gesticulaciones les había dado instrucciones al resto de personal de la piscina, que se apiñaba alrededor de ellos, al ver el meneo sucedido en las instalaciones. Decidiendo con educación, se ausentaran del lugar sin demasiadas alharacas, y poder entablar motivos con la desesperada.

—Vamos a ver, señora. ¡Cómo te llamas! Permíteme que te tutee, pero veo que no eres una tía mayor, que no sea consciente de lo que se le dice por su bien. La mujer, además de temblar, tenía una sudoración algo superior a la temperatura y la humedad que hacía.

Como si padeciera de alguna esquizofrenia compulsiva. Por lo que le insistió Indalecio, en que le dijera su nombre.

—¡Vamos tía ¡Dime como te llamas.! Y si me cuentas que te pasa y lo veo claro, seré yo el que te ayudará a saltar por encima de la baranda. Hasta que te aplastes los sesos en la puñetera calle, y antes que te des cuenta te atropelle uno de los camiones, que pasan por el paseo de Mendizábal.

No te preocupes llegado ese caso, que te recogerán del pavimento hecha una mierda, y ya no tendrás que justificarte con nada ni con nadie.

¡Me entiendes… así que comienza a largar! Le vaticinó aquel hombre, que tan solo pretendía quitarle la idea de tirarse desde la azotea. Siguiendo con los contratiempos que tendría le siguió hablando.

—Que si pretendes estar muerta para medio día, no tenemos tiempo que perder.

La reacción fue casi de inmediato. Indalecio, no sabía ni él mismo como había dicho semejantes palabras a una suicida que ni conocía, y que además le importaba un pimiento lo que le pasaba con su vida.

Tan solo quiso asistir a una mujer nerviosa, y desesperada no cometiera un descalabro con su propio cuerpo.

Un poco más serena, comenzó a responder a las preguntas que le había formulado Indalecio.

—Me llamo Natalia, Natalia Manrique, tengo treinta y ocho años, trabajo en el Banco del Tesoro de Numancia, y estoy desesperada.

Mi marido me ha engañado con una prima mía, mas joven que yo y con menos kilos. Además, le he facilitado un préstamo mediante el banco, que soy su avaladora y me ha dejado en la quiebra total.

—Has perdido el trabajo quizás, estás delicada y enferma de gravedad, tienes hijos contagiados sin curación, o hay aún más. Le preguntó de nuevo Indalecio. —¡No. El trabajo lo conservo! De momento si no lo estropeo todo. No padezco de nada que yo sepa, a Dios gracias. Tampoco tengo hijos ni pequeños ni grandes. Me ha dejado endeudada y no sé como voy a salir de esta mierda, que me ha metido el hijo de la pluma de su madre. La respuesta del hombre, no se hizo esperar.

—Por esa jodienda incompleta, te quieres ir a tomar viento, de una forma tan poco elegante, quedando aplastada en la puñetera calle, con tus carnes y vergüenzas al aire, y encima después ¡Todos!, además de decir que estabas loca y que no controlabas tu vida, te considerarían una idiota perdedora. ¡Eso quieres Natalia! … ¡Eso quieres de verdad tía!

Detuvo la perorata y le palpó su espalda, notando que ya no temblaba, ni sudaba.

Le colocó uno de los conos del pecho. El del sujetador derecho, evitando se le saliera el seno de la cuenca del sostén y le acarició el cabello, diciéndole.

—Si lo haces estás loca y no podrás incluso ni conocerme a mí, que he sido como si fuera tu ángel custodio. ¡Nada más que por eso, deberías planteártelo. Me llamo Indalecio, y a mí también me pasan cosas denigrantes y muy feas, y sigo en esta terraza, pero bañándome y bronceando mi piel por si aparece una sirena como tú para salvarla… y eso…es así tía. Sin más. ¡Qué te parece Natalia!

—Estoy desesperada, no lo sabes bien. Quiero morirme ahora mismo. ¡Déjame que me tire al vacío! Ayúdame. Le imploró desesperada, y él respondió.

—Te he comentado, que si veía un desastre en tu vida, yo te ayudaría a inmolarte. Sin embargo no mereces perder esa preciosa cara por un adulterio. De verdad confía en mí, baja conmigo a casa. Vivo aquí mismo en el piso nueve. Tengo unas pizzas sabrosas, preparadas y una botella de agua mineral, vino y cava. Podemos incluso tomarnos un café con gotas si te apetece, y si continúas pensando en que debes sacrificarte.

No me opondré, te dejaré que subas de nuevo, y te abras como un ave fénix sin alas. Después yo mismo daré parte a tu familia, del óbito que has propinado por una decepción que te has llevado con tu marido y tu prima.

Ellos se reirán de ti, por dejarles el camino libre, y sin tener que excusarse con nadie. Procura darles para el pelo con fuerza en sus errores. Resurge y vive, que vean que no han podido con su engaño. Mantén la cabeza clara, apura ese futuro lleno de ilusiones y un par de ovarios para enfrentarte a lo que viene.

La cubrió y tapó con su toalla con amabilidad y la abrazó como se ciñe a una amiga desconsolada, o quizás algo más.

Ambos iniciaron la retirada del lugar y bajando por el ascensor hasta la novena planta, frente a la puerta de la vivienda de Indalecio. Natalia sugirió.

—Prefiero que vengas tu a mi casa, así me puedo vestir con mi propia ropa. Pulsa al piso sexto, no vivo lejos de ti. Lo que no sé, como es que jamás habíamos tropezado.

Indalecio, le concedió el deseo y al descender hasta la sexta abrió la puerta permitiendo bajara, y le comentó.

—Aquí me quedo. No te preocupes por las toallas, ya me las devolverás. No me corre prisa y ya sabes dónde encontrarme. ¡Prométeme que no volverás a las andadas!, y no te molesto más.

A Natalia no le pareció justo, había sufrido un repentino cambio, gracias a la reprimenda que Indalecio le indicó y le propuso.

—Ven conmigo. ¡No me dejes! Natalia sin soltarle las manos y acercándolas debajo de sus pechos, mientras lo miraba a los ojos con descaro, insistió.

—No… no. No me dejes sola. Te lo ruego.

Ahora no me dejes caer al vacío.

Necesito que estés conmigo y que sigas arropándome, como has hecho con esta toalla y con ese abrazo delicado que me ha conmovido.

Almorzaremos juntos sin prisas, y me desahogo.

Acabo de explicarte mi desengaño, que no sé cómo ha sido, pero que desde que he notado la calidad de tu estrujón y como me has envuelto entre tus brazos, ha dejado de importarme. Lo veo lejano, distante y que no me pertenece.

No voy a desechar mi felicidad cuando me llega. ¡Antes te he pedido que me ayudaras! ¡Se que no me negarás! No hace tanto me has dicho que eres mi ángel custodio, y podrías tener razón. ¡No intentes ni despreciarme, ni abandonarme! Te necesito.

 


Emilio Moreno.