miércoles, 9 de abril de 2025

El hechizo de Romina.

 



—Nena pareces bruja. Le aseguró la abuela. Después de la última mirada que le regaló su nieta.

—Por qué me dices eso. Sabes que me molesta. Advirtió Romina sabiendo la próxima reacción de Amarilda.
—Pues aunque te moleste que te lo diga estoy segura que has nacido con los mismos poderes o incluso mayores que tu bisabuela Madrona.
—No lo sé. Yaya. A qué viene todo esto.  Disfrutas comparándome y además parece me lo estés imputando de forma gratuita.
Romina le dijo a su nana con una sorna espectacular, y aquella anciana, comprobó que aquello que imaginaba, sobre los poderes paranormales de su joven sucesora, se hacían evidentes.
—Aunque trates de disimular, que sé que lo haces mi niña. Para mí no es muy difícil de entender. Yo sé que vas por delante de todos nosotros con ventaja.
De lo qué me alegro, porque ese poder te ayudará a llegar donde tú quieras. Siempre y cuando lo sepas administrar, y lo uses en el beneficio de la justicia.
 
Romina es la nieta más avispada de Amarilda. Siendo una niña en etapa de aprender por su corta edad. Es una mocita de siete años qué despunta dejando atónitos a los que la atienden y rodean. Desde que inició su lactancia se queda con todas las impresiones que escucha alrededor de ella, sabiendo a que corresponden las diferentes expresiones hechas por los demás.
Sin que estos estén al corriente, que una baby tan sumamente jovencita, esté controlando y entendiendo, coloquios de mayores. Sin haber participado jamás en los momentos que se produjeron.
Comprende los secretos dichos a medias tintas. Entendiendo perfectamente todas las reacciones hechas por los dialogantes y con los subterfugios que completan. Disipando su importancia. Nota los celos que vierten los envidiosos, y los miedos entre la gente que la rodea. Fuera o dentro de su propia familia.
Conociendo muy bien a las personas que pertenecen a su estirpe.
Intuyendo virtudes, caso de tenerlas y definiendo sobre todo, la clase de defectos aportados. Desdeñando sus detalles ocultos, que les ahogan en secreto y en el más absoluto silencio.
 
Desde prematura edad disfruta de semejante facultad. Un suceso insólito, difícil de creer. Decir que era precoz a los siete años, es definir el asunto como imposible e impensable. Dado que desde su nacimiento, atendía coloquios delicados, que sus mayores con gracia disfrutaban. Como si fueran cosas extraordinarias, sin saber, a lo que realmente correspondía.
—Mira cómo te conoce. Concibe lo que decimos. Nos entiende la chiquilla cuando hablamos. Se reían sin imaginar, diciendo.
—Parece una vieja esta niña. Que graciosa es Romina. ¡Va a ser lista, esta chavala!  y no se equivocaban, porque concebía a la perfección de lo que se estaba tratando.
 
Comenzó a hablar y a caminar, con tan solo ocho meses. Sin pronunciar las clásicas palabras sueltas de <agua, papá, o mamá>. La buena de Romina, una mañana le dijo a su madre, sin que esta lo esperara.
 
<Mamá. Te quiero mucho. Has de saberlo siempre>. Desde ese instante aquella niña, hablaba y se hacía entender, mejor que alguno de sus hermanos mayores.
Al saberse dueña y poseedora de semejante poder, callaba con disimulo sin dar rienda a sus poderes. Al ser protagonista directa de situaciones que jamás había vivido, y comprender las reacciones tenidas del prójimo, como si en alguna vida anterior hubiera sido copartícipe de aquellas vivencias.
A pesar de sentirse superior a los que la rodeaban. Disimulaba continuamente y escondía ese poder, que la predestinaba a saber de buena tinta el remoto pretérito. Y sin lugar a dudas prever el futuro inmediato. Lo que se suele llamar vulgarmente, “Verlas venir”.
En cualquier reunión establecida con ella presente, jamás perdía el relato, ni el punto diferencial, que ofrecían los ponentes. Sin abrir la boca, entendiendo, pero mostrándose como si fuera muda. No pronunciaba ni una sola palabra. Extrayendo sus propias conclusiones. Caso de no llegar los oradores más lejos, en sus declaraciones, por vergüenza o por mentiras, y tapar cortedades, la propia Romina, acertaba en la conclusión final, y determinaba donde estaba la verdad.
Callando para sí sus opiniones y catalogando a cada cual, en el lugar que le concernía.
Además y en charlas sin relevancia, siempre sacaba alguna conclusión del porqué se decía aquella frase. Dándole el sentido con el que se asentaba.
Si la conversación era por críticas, y el palabreo, la miga o el meollo acababa en clave de discusión para navegantes. Ella para no levantar suspicacias, y que fluyeran los secretos no pronunciados y escondidos o enterrados, se levantaba y sin hacer ruido, se desplazaba a otro lugar. Dejando que sus mayores discutieran o revelaran anónimos. Escuchando atenta mientras disimulaba con algún juguete.
Si tocaban un tema inoportuno, estando presente la jovencita. Sin esperar a que nadie se percatara, desaparecía y se ubicaba en lugar preminente, para seguir en la brecha, enterándose con disimulo.
A menudo la familia juzgando que la niña no estaba capacitada para comprender por su edad. Conversaban creyendo que Romina, estaba en otra fase.
Tranquilos seguían en sus chácharas, y ella toda esa información la recibía con placer.


 
Entre la charla de la abuela y la nieta, hubo una interrupción comedida, que aprovecharon ambas para definir posturas. Poniendo los puntos sobre las is. Hasta que Amarilda, irrumpió sin timidez preguntando a su retoño, apretándole para conocer, hasta qué punto dominaba la historia familiar.
Aquellos secretos de su propia abuela. Referentes a su desquiciada juventud y la de sinsabores que tuvo que soportar Amarilda. Al haber abandonado la casa paterna, cuando no tenía la mayoría de edad.
 
—Dime cariño. Que sabes tú de mis aventuras de juventud, porque si nadie te ha explicado nada, igual soy yo la que debe contarte. Romina se miró con expectación a Amarilda y replicó.
 
—No creo hayas de explicarme nada. Abuela deja las cosas en paz. En este tiempo he sabido todo aquello de lo que quizás no estés orgullosa y creo no ser quien, para hacerte reproches. Tengo siete años y no debo. La interrumpió la yaya con aspereza, matizando.
 
—Tienes siete años, pero parece que disfrutes de setenta. ¡que sepas! Que nadie lo ha advertido, pero yo, si qué sé, que eres algo bruja.
 
—Ahora no es la expresión correcta. Le advirtió Romina, interrumpiéndola como si fuera una persona madura.
 
—En estos momentos nos denominan Videntes, y mejor lo dejamos ahí.  ¿Quieres?
 
—No quiero. Hasta que me digas que es lo que has llegado a saber de mis inicios de juventud.
 
—Te gustaría que empezase por decirte que tus hijos son cada uno de padres diferentes. Cosa que desconocen todos ellos, y creo sin duda, que es preferible para su buena relación. O quizás escoges que te refresque la memoria, cuando te escapaste de tu casa, con dieciséis años, y te fuiste a la ciudad.
No trabajaste en una lavandería, como declaraste al volver a los ocho años de ausencia. Desconocen que pertenecías al lupanar de Doña Casilda.
Rubias morenas y todas son casi como Amarilda.
¿Quieres que siga? Interpeló su nieta.
 
—Quien sabe todas estas cosas. Preguntó Amarilda un tanto alterada. Replicando Romina, muy serena y discreta. Poniendo cordura y sensatez ante los nervios de Amarilda.
 
—Solamente tú, Abuelita. Y tú conciencia. La niña persistió evidenciando fechas, que para Amarilda, estaban desechadas, y continuó escuchando aterrada.
 
—Estoy segura, que quieres dejar de hablar de este asunto peliagudo y olvidarlo para siempre. Además de mantener el secreto.
Amarilda, su yaya, santiguándose, aseguró no sin ruborizarse y decir.
 
 —Te das cuenta Romina, como nunca me he equivocado contigo. Eres la viva imagen de tu bisabuela. Aquella criatura, sin querer insistir advirtió.
 
—No te equivoques yaya. Madrona no era hechicera ni vidente, era monja de clausura y tuvo cinco hijos, además de ti. Todos engendrados en el Convento, que por supuesto, esa historia jamás te la contaron.



 
 






Autor: Emilio Moreno
09 de Abril 2025

lunes, 7 de abril de 2025

Cuerpo nítido y terso.

 


Para el momento de la celebración de su cumpleaños Marta Carlota, lo había analizado concienzudamente, y lo preparaba con bastante antelación, para no olvidar absolutamente nada importante. Ni dejar a la buena de Dios detalles que ella interpretaría. Tenía una invitada secreta, que nadie conocía a la que ella misma le iba a dar su galardón.

Compensación que sabía le agradaría a su amigo y representante artístico. Florense Deliñen.

Un hombre poderoso, que era el que la mantenía ocupada desde hacía más de un lustro, y representaba sus películas y actuaciones, fingiendo que tan solo era pura profesionalidad. Cuando en realidad este fulano, llevaba doble vida, que compartía a su capricho, sin miramientos.

Había reservado Marta, en un complejo hotelero un par de salas para tal evento. Músicos, ayudantes, técnicos de sonido, personal de repostería, pasteleros y un sinfín de oficios que debían dar la talla en aquel suceso. Sin contar con el personal preparado para que aquel aniversario fuera extraordinario. El mejor que se diera en años venideros.

Los integrantes de aquel cortejo, invitados respetables, amigos, y gentes del espectáculo, además de la clase política que no podía faltar. Ya estaban todos en el salón esperando a la festejada, que aquel día cumplía treinta y dos años. A Marta la prisa le apretaba, ya que iba fuera de hora, y con el tiempo justo.

Se había retrasado por leer y releer el protocolo o poema. Quería aprendérselo al dedillo, el que pretendía recitar a la hora del brindis. Una vez hubiera soplado las velas y que todo el mundo estuviera preciso y contento sin imaginarse el final de aquel entreacto. Intentando entusiasmar a Florense, que últimamente lo veía fuera de sí, y distanciándose enormemente en las dos últimas semanas, al haberse fijado y encaprichado en otra preciosidad artística, que prometía. 

Tras de aquellas fantasías, se le escapó un tanto la hora con lo que tuvo que abreviar para llegar a tiempo a su distinción. Se había vestido de forma casual, pero aun y así era una preciosidad verla, por como lucía cualquier trapo que se pusiera. La camisa de seda transparente que llevaba, daba pie a pensar que tras aquella prenda, no había más que cuerpo nítido y terso. Presto al capricho de quien fuera su beneficiario.

Una falda de tergal anaranjada, no demasiado corta, por encima de sus rodillas, y poco más, debajo del miriñaque. ¡Nada! No había prendas íntimas que sujetaran el bajo vientre. Sin reservas ni cauciones, al aire libre y lirondo. Sus pies iban tocados con unos borceguíes de charol brillante, que le cubrían tan solo el empeine.

Todo estaba a punto. El conductor de ceremonias viendo que todos se relamían, dio aviso al director de la banda para que comenzara a sonar la música preferida del momento. Había escogido la magnífica obra de Ennio Morricone.La Muerte tenía un precio”.

Los invitados en pie esperando la entrada de Marta Carlota, y en el centro de la sala Florense, el amante anónimo de la bella actriz, premiada en el último certamen cinematográfico con el galardón a la mejor protagonista.

Los compases de la melodía irradiaron el ambiente, y por el acceso principal, no aparecía la persona que todos esperaban. Poco antes de finalizar la sinfonía seleccionada, apareció la preciosa Marta, con un aire de felicidad desorbitante.

Dando las gracias al ir pasando por aquel pasadizo no demasiado anchuroso. Saludando en la distancia a todos los que la miraban y veneraban. Al llegar a la altura de su promotor, le dio un beso mínimo y se escucharon unos apoteósicos aplausos que detonaban en el salón. Tras de aquel acto de riguroso teatro, la dama se acercó al micrófono que esperaba a su izquierda un tanto ladeado para dar las gracias y declamar con emoción aquellas letras que había preparado. 

Inició su discurso, y a los diez segundos una perturbación sonora se escuchó mitigando el tono de las palabras de la felicitada. Por un soberbio y soberano grito espeluznante, desde el exterior del salón. Haciendo que Marta detuviera su oración.

Pronto el servicio de la ceremonia, dio aviso al jefe de protocolo. Detenerlo todo. Significando al conductor de aquella fiesta para que atajara cualquier manifestación y que mandara cerrar las puertas, hasta que llegaran los gendarmes.

Ya que se había encontrado un cadáver en los camerinos de Marta Carlota.

Crimen que reflejaba la última escena de su película, que dibujaba en su totalidad, y describía la muerte de la intérprete de su último trabajo.

Con la salvedad, que en este asesinato la muerta y finada, no era la estrella de la historia.

El cadáver correspondía a la nueva amiga del promotor Florense Deliñen. A la que sesgó la vida en un acto de celos irremediables.   

 


Carlota inamovible no le causó hilaridad, todo aquel revuelo emergido, y al llegar los agentes, no tuvieron más que detener a Marta, después de leer el protocolo que llevaba a modo de poesía.

Donde se acusaba ella misma de un acto de criminalidad vengativa. Siguiendo al pie de la letra, la descripción hecha por los guionistas de la película recién premiada.



Autor: Emilio Moreno
07 abril de 2025
 

domingo, 6 de abril de 2025

Semillas venenosas.

 













Don Plácido Berruguete Cienfuegos, profesor de matemáticas en el colegio de la Santísima Trinidad, es un hombre leal. Muy serio, que siempre dice verdades como puños, a pesar de molestar bastante a sus amigos, familia y conocidos. Se viste por los pies, y pasa de zarandajas y fruslerías. A la usanza de los caballeros de la clásica mesa redonda. Aquella que bien se describe en las escrituras de cabalgaduras.
 
Es un egregio de la ciudad, que nadie valora por su modo de actuar. Muy diferente al resto de aquella población donde vive. Algunos lo valoran mal, y le ponen etiqueta de trasnochado, cuando la cabeza le rige mejor que al más pintado de sus colaterales.
A menudo y desde que se desunió de su amiga Virtudes. Una señora veinte años más joven que don Plácido, hace vida de ermitaño. Nada que se pueda catalogar como de amargado, pero sí, vigila muy mucho donde pasea, y con quien frecuenta. Ya que la gente del pueblo, como es habitual, daña por gusto. Confunde historias y personajes, debido a la falta de conocimiento que sobre ellos posee, y lo siembra todo con semillas venenosas.
Son aficionados a practicar aquel modo de ser, que a los ignorantes les ofrece su entelequia mezquina, vulgar e incompetente. Haciendo comentarios poco agradables sobre la vida de sus semejantes. Perjudicándoles con habladurías nada rigurosas.
 
Plácido sigue yendo al Casino a hacer su partida de dominó con sus cuatro amigotes de toda la vida y se toma su vermut cada mediodía. Los domingos solía ir acompañado, y ahora solo. A falta de Virtudes, que deshicieron su romance y parece estar muy tranquilo. El barrio, supone sin certezas, que la guapa Virtudes ha dejado en la estacada a Plácido. Abandonado en el quicio de la desesperación.  Sin el rigor que se necesita. Ya que todos van equivocados en cuanto a la ruptura de ambos.
 
Visita la iglesia, siempre en la misa de las diez, que es cuando él, cree sin dudar asisten las mejores y más guapas mozas. Las maduras del pueblo, aquellas que aún tienen esperanza en conseguir compaña. Él no deja de imaginar y como siempre esperanzado en que aparezca de un momento a otro su Clara.
Evitando en ese intervalo la hora punta, y tener que seguir dando ilustración a los quisquillosos por su ruptura con Virtudes. Soportando comentarios rancios, indecentes y baratos que la gente del vecindario, verte sobre opiniones del cese de relaciones con su ex.
 
Virtudes y Plácido se conocieron en un museo de arte, hace tres años, durante una excursión que hacía el Patronato Artístico a la pinacoteca. Donde una esbelta mujer hacía las veces de guía y dinamizadora con explicaciones de los magníficos óleos expuestos. Quedándose aquella experta cultural, muy sorprendida por las preguntas y comentarios que hacía sobre aquellas representaciones pictóricas el bueno del profesor Plácido. A los que les costó poco intimar, por cuestiones culturales y anecdóticas, de las cuales eran compartidas en modo superlativo.
Se vieron después de aquel momento del paseo por la galería en tres ocasiones, y enseguida se fueron a vivir juntos creyendo que sería un amor profundo y duradero. Virtudes ocupó el pisito del profesor y vivían en paz y armonía.
Ella era una licenciada de arte contemporáneo de cuarenta y ocho años, divorciada por tres veces. Sin hijos y con miras de llegar a ser empleada del museo más emblemático de la capital del país.
 
Una mujer muy europea, y con una practicidad extrema, sin haber dejado jamás signos de gratitud amorosa, con los que en algún momento compartieron su vida, de forma personal e íntima.
Don Plácido, era un romántico nada estúpido que sabía sacarle la punta más adecuada al lápiz que más le interesaba, y siempre esperaba su momento. Aguardaba su amor. Algo subliminal que había probado en su juventud, antes de desaparecer Clara. Su diva, su amor, su chica, su felicidad. Con la idea de mantenerlo de por vida. Aquella mujer de la que Plácido estaba enamorado desde bien jovencito y a la que le juró amor eterno, grabándolo en el tronco redondo y sólido de aquel roble.
El grandioso árbol que preside entallado la ilusión juvenil, por tantos y tantos anónimos que se leen en su corteza. El que legisla en el paseo de los Recuerdos. Aquel inamovible y consistente arbóreo que mira desde la alameda hasta el río. Que un día en compañía de la que creía sería su hembra, plasmaron sus nombres entre un corazón abierto y sangrante del “Quercus Robur”.
 
Mujer por la que dejaría, capital, salud y reino. Tan solo por morir a su lado. Sin más aspiraciones. A la que esperaba, y que con ayuda de su imaginación ponía sin dudar en sus sueños. A pesar de los muchos lustros que habían transcurrido desde aquel primer beso robado a Clara.
El profesor sabía muy de cierto que aquella unión personal y amorosa con Virginia, no llegaría a ser aguerrida ni sustanciada. Aquella agitadora cultural, no llegaba a ser lo que Plácido esperaba de una dama, y su relación duraría muy poco. Sin más, y en ello residía su convicción y su esperanza.
 
Aquel Domingo de Ramos, se echaron a la calle aquella pareja que no era feliz. Con la intención de ir a la bendición de los palmones y ramas de olivos. Que se celebraba en la feligresía de los Desamparados que es la de su jurisdicción. Oficiada por el vicario Don Tesifonte de la Fuente. De pronto, un ramalazo recibido en la psiquis de Plácido, le hizo detenerse y sin más mirando a Virginia le dijo.
—Perdona pero no puedo seguir fingiendo. No nos queremos y debemos dejarlo aquí y ahora. La mujer, sin aspavientos y con una sonrisa en los labios contestó sin más.
—Parece me hayas leído el pensamiento, eres brujo o te faltan cinco minutos para serlo. De hecho todas mis pertenencias las facturé ayer, con destino a mi casa. Le anunció casi con alegría Virginia.
 
No hubo más preámbulos, ni más disquisiciones. Se apartaron allí mismo, como amigos y antes de la despedida, Virtudes le preguntó a Plácido.
 
—Quien es Clara, que todas las noches desde que estamos juntos, buscas en tus sueños. Dando detalles corporales y virtuales que no llego a comprender.
 
—No puedo explicarlo con palabras. Dijo Plácido.
—Sé que me espera. Que de un momento a otro, tropezaré con ella, y no será tarde.
He de ser libre, para cuando llegue ese instante.
 
Virginia ya no accedió a la iglesia de los Desamparados, se dirigió a la estación y tomó el primer tren que salía, en dirección opuesta a donde estaba.













Autor: Emilio Moreno
fecha 6 de abril de 2025


 


viernes, 4 de abril de 2025

Deseos eróticos en un bazar

 




Alma Lucía, más conocida por Alucine, es una mujer moderna que no tiene problemas con nada ni miedo por nadie. La vergüenza es la gran desconocida en su día a día, y jamás se ha encontrado ruborizada por algo que haya tenido que dar un paso atrás. Alucine es una mujer desprendida, hermosa y elegante. Además cuenta con algo que no todo el mundo puede presumir de ello. Es muy culta, y desinteresada. Moderna y elocuente y del todo divertida. Es una dama flamante con detalles inimaginables, que pueden dejar sin aliento a la mayoría de los que la conocen. Lo disfruta, porque además lo presume con elegancia y donaire.  Ha podido comprobarlo a lo largo de su juventud por los gestos envidiosos de sus compañeras de oficio, amigas del instituto y universidad, y de las que son o dicen ser muy allegadas.

Todas las situaciones vanas y supercherías a Alucine, la llevan al pairo, y como inteligente mujer, hace dentro de sus posibilidades las cosas que le apetecen, cuando ella quiere y sin dar ningún tipo de explicaciones. Es una persona allegada a lo que cree, y siempre se decanta por lo que vale la pena. Como norma en sus costumbres, pasea por el barrio con esa sonrisa amplia, que tanto gusta a los que la aprecian. Y tanto disgusta a los muchos celosos, que rabian por su felicidad natural. Entre sus costumbres y desde hace bastante tiempo le atrae muy mucho un tal Liang, y espera que de un momento a otro le declare su amor, ya que ella nota que se la mira con pasión.

Desde que inauguraron el bazar, compra sus artículos de escritorio en la botica Nocky, que es un comercio de todo a euro. Sita en la Avenida de la noche.

Su propietario precisamente es el protagonista principal. Con el que sueña.

Un pequinés nacido en los suburbios de la capital China, venido con sus padres a comienzos de los noventa, y que está completamente adaptado a las costumbres europeas.

El joven oriental, se ha enamorado de la mestiza Alucine. Sin embargo, no tiene suficiente valor para exponérselo y sufre por ello.

Alucine, es hija de una española de Cuenca y de un esquimal de Groenlandia, de los indígenas “Kalaallit Nunaat” que se conocieron en Dinamarca a finales de mil novecientos noventa. Ambos eran olímpicos y estaban a punto de viajar con la delegación Danesa de patinaje artístico, para celebrar las Olimpiadas.

Matilde, la madre de Alma Lucia. Desesperada por no ver el sol y estar lejos de su terruño, arrastró en cuanto pudo al amor de su vida a una tierra más cálida, donde disfrutar de sus caricias.

El bueno de Amaqjuaq, nombre que significa en su lengua, “el macho fuerte”. Fue imbuido por el amor de Matilde, a la tierra de los zarajos, donde poder mutar sus caricias heladas en arrumacos tórridos.

Tras las Olimpiadas, ya no regresaron a Dinamarca, se quedaron a vivir juntos en la península ibérica.

Asentándose en la tierra del buen vino, el mejor aceite y el sol penetrante.

De ahí. De esa conjunción nació un buen día esa belleza. La guapa Alucine, tan enigmática y singular, que manifiesta su beldad innata, y que no pasa desapercibida a nadie.

Al que no le pasa imprevista es a Liang, y cuando va de compras al bazar, la guapa Alucine, vestida con sus ropas más veraniegas, el chinito mandarín se pone a temblar.

Como muelle destensado al pretendiente se le aflojan los tornillos y pierde el sentido comercial que posee.

Ella, la astuta Alucine. La artista principal de la trama. Se muestra descarada, entre los focos cenitales, y presenta su casi desnudez primorosamente. Aún y siendo los meses del puro invierno, se pasea en pelotas por el escenario, siendo el tiempo riguroso del frío.

 

Destemplanza que ella no puede demostrar ni percibir, por su procedencia resistente al hielo y a los registros rasos. Por haber heredado el aguante a los termómetros muy por debajo del cero. Espíritu del bueno de Amaqjuaq, su padre. Criado como ella, en las extensiones heladas entre el Atlántico y el glaciar Ártico.

Alucine no siente el frío europeo y tiene capacidad para soportar bajas temperaturas estoicamente, por ello le regala zalamerías y le ofrece garbo al amigo de los ojos rasgados, aquel joven oriental, por el que bebe los vientos.

Deseos y monerías le brinda directamente, esperando se decida el joven. Cacareando con su carne fresca y atrayente, vivencias de ensueño. Que le muestra a Liang y concede, para despertar su persuasión. Su piel blanca como el manto de una alborada, está moteada de algunos tatuajes, bien pertrechados en su cuerpo, para el disfrute del enamorado que encandilado, rezuma pasión.

Tatuajes que le adornan su cuerpo, pecho y espalda sin contar sus ingles, y bajo de su abdomen. Grabados en tonos anaranjados por la tinta roja de los salmones del mar del Norte. Prohibiendo ver aquellos dibujos eróticos, de modo abierto y descarado. Haciendo aquellas tomas frenéticas para el espectador.

Evitando a su enamorado que aún no ha descubierto ni se imagina, aquellas zonas que son imposibles de exponer. Si no se baja la ropa interior, o se sube los ropajes que cubren su cuerpo. Mostrando toda su enjundia corporal al quedarse completamente despojada de cubrimientos de ropa, y pasar a dar paso a su desnudez inmaculada.

 

Aquella tarde Alucine, visitó el Bazar Nocky, con una excusa, que disfrazó con una posible compra. Buscaba una prenda de vestir intima, en un color tan especial, que no encontraba en las boutiques de lencería fina del barrio. Sabiendo que la encontraría en los reservados del comercio. No siendo a primera vista, debería buscarla primero en la botiga y tras esperar el momento, apretar a Liang, para que el mismo le ofreciera su apoyo.

En realidad Alma Lucía, estaba decidida a tener un rato placentero con el primer actor.

De hecho lo tenía resuelto. No era más que llevarlo a su terreno y dejar de visitarse en los pasillos del cuchitril. Así que la primera vedette, pasó al ataque. Se enrolló hipotéticamente la manta a su cabeza y atacó descaradamente al ciudadano chino que pretendía fuera su pareja de hecho. Volvió al guión del film.

Al entrar le saludó muy despejada y fue en su busca directa. Anduvo por entre las espesas rinconeras de la lonja, queriendo hallar el sujetador color cian, que no encontraba, hasta que harta de recorrer aquel tenderete le aseguró al amable dependiente protagonista.

 

—Liang, de hoy no te libras. Tu no eres capaz de hablar con tu media lengua, dejas que tus ojos y tus gestos me provoquen y ahí lo dejas esperando sea yo la que dé un paso al frente. Liang Chipien, encantado por la decisión de Alma Lucía se dejó llevar por los sucesos, y escuchó toda la retahíla que aún no había comentado. Entrando en los primeros diálogos del desarrollo.

 

—¡Oye guapo! Busco unos sostenes para mi pecho, de la talla media pero los quiero en color azul pestaña. ¡Ya sabes.! En el mundo de la fotografía le llaman color Cian. Eso sí; asintió.

—Los quiero con la copa mullida, para que me recoja la teta y marque suficientemente el pezón. Que haga lucir mis senos. Sabes dónde están. Preguntó sin la más mínima cortedad.

 

—Igual estoy pidiéndote un imposible, y no los vendéis aquí, o los tienes protegidos en lugar privado.

—Pues si los tengo—dijo Liang. —¡Ah… el color cian. Te harán aún más preciosa!

—Exclamó el oriental y profirió unos suspiros profundos que evitaron pudiera aquella mujer pronunciar una palabra, y sin pausa continuó.

—Eres más presumida de lo que imaginé. Ese color energiza a las mujeres guapas. No los tengo a la vista de cualquiera. Los almaceno, y reservo apartados del surtido para clientes selectas. Alucine lo interrumpió y preguntó descarada.

—Tú me imaginabas menos presumida de lo que soy. Me lo estás diciendo de verdad, o es un agasajo gratuito que le das a todas tus clientes femeninas. Sin freno lingüístico siguió interrogando la decidida enamorada.

—Me consideras a mí una mujer selecta. —volvió a interpelar Alma Lucía—, mirándole a los ojos. Liang sonrió y no respondió con el verbo, dejó que lo afirmado, volara hacia su imaginación. Planteándole una duda entre el deseo y la lujuria. Añadiendo un mensaje muy preciso para Alucine.

—Te encuentro preciosa. Iba a proponerte te quedaras conmigo desde hoy mismo. Creo que eres mi musa europea. En cuanto a los sujetadores, creo que son una excusa. Quizás quieres ponerme a caldo. Y mi flema oriental se dispare más deprisa. Sin embargo tendrás que probártelos. Los estrenarás tú. Hizo un stop lingüístico y ya sin mirarla añadió.

—Vienen desde Ámsterdam, aunque no sé yo, si son de tu talla. Arrugó el ceño con mucha broma y siguió.

—Veo que tienes unos pechos recios y muy bien construidos. Ella los mostró de forma evidente para que se notasen entre lo difuminado de aquellos decorados—y siguió el chino declamando.

—Pero el aro de los sostenes, desconozco si encajarán en tu talle, por medida. Sin dejar de mirarla continuó hablando prohibiéndole rompiera con palabras otras cuestiones, dejándola boquiabierta de gusto al acariciarla muy sensual y apasionado.

—La cazoleta de sujeción no sé qué dimensiones tiene. Tendrás que probártelos y decides. Te los llevas a casa y con tranquilidad lo verificas. Yo tendré tiempo en otra ocasión para disfrutarlos y ver como los luces.

—Eso para mí no es problema—dijo Alucine—Además tendrás que ayudarme para abotonarlos en la espalda, ya que no tengo medios para ajustarlos sola. No quiero decidir sin que nadie opine. Con lo que me agradaría pudieras ayudarme en semejante acto.

—Ya te he comentado, que puedes llevártelos a tu casa y te los pruebas con tranquilidad. Creo será más cómodo para ti. Así evitas sonrojos y prisas.

 

—Nada de eso Liang. Has de verlo, me refiero a mi entorno. Me gustas y quiero saber si me deseas. Ya que creo es un deseo recíproco. Mi cuerpo de mujer, no es de ficción. Es auténtico. 

De pronto y con malos modos. A lo lejos se escuchó una voz gruesa y ronca. Despectiva.

¡Corten! ¡Corten!

Paren el rodaje.

¡Corten! ¡Corten! 

Mal muy mal. Rematadamente mal. ¡Hay que ponerle más dureza y pasión. 

¡Esto ha de ser una película de amor y seducción!

No me gusta nada. ¡Parece que sea una memez, entre dos falsos amantes, con cuerpos descafeinados.

 

¡Vamos a repetir las tres últimas tomas!





jueves, 3 de abril de 2025

Macario se enrolla, antes que arda Troya

 









Anselmo trabaja en un mercadillo. Es el propietario del tenderete que acarrea, con su furgón de medio tonelaje. Ofrece ropa de caballero y baratijas de ambos sexos. Le gusta vender y distribuir moda a precios bajos y aunque alguna de las prendas tienen tara. Con su bonhomía, ya que de simpatía carece. Trata de paliar el descosido, y se atiene a lo que el comprador necesita, sin más problema. ¡Jamás existe conflicto! Una vez reclamas y no la has usado. Te la regresan por otra pieza que interese, o te retorna el dinero.

Es un detalle, eso de devolver lo pagado. Ya que pocos mercaderes lo hacen. Te cambian la casaca o el artículo, pero te has de llevar algo a cambio. La pasta gansa no la sueltan. 

Adquirió el bueno de Anselmo, el oficio de su padre. Cosa que prefiere no recordarlo. Vendía por los pueblos y aldeas retiradas de las grandes urbes. A base de custodiarle en sus menesteres aprendió las formas. Los trueques, los mimos a las clientas y como no. Los engaños veniales y piropos a las parroquianas, para que las ventas fueran productivas. En una palabra. El oficio.

Sin embargo algo debía cambiar en esa dedicación de vendedor ambulante. Mutando el género y dedicarlo a un producto menos rígido y sin padecer de acopios de materiales costosos y pesados. Así que cambió la mercancía. Por las tendencias y modas actuales.

Su papá vendía artículos diversos. Cacharrería. Cuchillería, cazuelas y ollas de una marca muy registrada por la estampa del santo que mostraba su etiqueta.

San Macario de Secoya. Aprovechando el nombre y la calidad del acero hacían su juego de palabras. Un refranillo que pegaba con aquellas circunstancias. Que disfrutaban niños, y mayores por la sonora y chirriadora frase.

Que pronunciada con segundas. Las mujeres en edad de merecer, saboreaban y disfrutaban al escucharla. Argumento que el bueno de Crisanto padre de Anselmo, siempre entonaba como reclamo a sus clientas. Cantando así. ¡Cantándoles con mucho salero! Detalle el del canto, que su hijo, jamás usaría.

El santo Macario se enrolla, el mercader siempre apoya, y el buen cocido en la olla. Dejémoslo caliente y jugoso. Antes que arda Troya.

 En su vida personal Anselmo es algo timorato. No llegando a la gracia personal de Crisanto. Anselmo sería incapaz de cantarle a las clientas la coplilla del Santo Macario. Menos aún cerca de su esposa, que lo tiene más marcado al pobre marido, que el tatuaje que lleva la dama en el rabanillo. Entre el final de la espalda y su culito.

Anselmo se cabrea bastante, cuando le echan en cara la poca estima que se tiene, dejándose gobernar por su Moncada, que poco le falta que le pida que se cague, para manchar sus pantalones.

Sobre todo pierde los nervios cuando esas reflexiones de acomplejado, se las echa en cara su madre, que por cierto es muy a menudo. Sobre todo cuando se queja el bueno del hijo, de esto o de aquello, cuestiones variadas de poca monta o incluso, algunas que tienen su importancia. Que se suscitan obligadas por el capricho de Moncada, su mujer.

La que conoció en el colegio, cuando eran muy niños y desde entonces, como casi todas las muchachitas de pueblo chiquito. Por aquello de no verse solas sin plantador, buscan denodadamente al responsable que les riegue su particular jardín.

Por ello, amaestradas por sus madres, comienzan desde muy temprano a escoger si pueden, el ranchero que labre su íntima parcela. El que será el Gallo Morón en su corral. El piloto de fórmula plus, que insemine su tentadero. Con ello Moncada pensó como algunas de sus vecinas. “Este es para mí”.

Lo tienen amaestrado al bonachón de Anselmo, entre ella, la madre de ella y su suegro. Minándolo sin que el vendedor de ropa de moda lo perciba. Consiguiendo de él, sea un juguete de poca consistencia.

Moncada es hija de un agricultor de las marismas, propietario de vastas extensiones de invernaderos de plantación vegetal, donde se crían a miles los pepinos, melones, sandías y demás plantas comestibles verdes y amarillas. A las que después de atender su tenderete de “Modas”, se ve obligado a pasar por los aledaños sembrados del “suegrito”, y poner su grano de esfuerzo. Con ello mantiene contenta a Moncada y a Jesús, su suegro. Más conocido por Chucho el Cojonazo.

Vive el tontolo de Amadeo, únicamente a expensas de lo que le marca su suegro, que es su mecenas, y el que le concede una serie de ventajas, como ayudas para la compra de coche nuevo, o viajes a lugares exóticos muy alejados, que le permiten a ambos presumir de su poca preparación académica. Siendo el “hazme reír” de cuantos los escuchan.

De tener cultura y principios Moncada, ensancharía la visión del bobo del marido, que `para no discutir y que le deje arribar su sardina por las noches, con todo cede. Tanto que lleva meses sin ir a ver a sus padres ni hermanos.

Moncada con su desdicha tóxica de evitar que tenga contacto con su familia, se ha apoderado tanto de él, que no le deja pensar, en que el tiempo vuela, y algún día, se verá viejo dándose cuenta del pago que le ha dado a sus padres. 

La pareja de vendedores ambulante, se había rebozado por la tontuna, y por la pasta gansa que Jesús “el Cojonazo” padre de Moncada les pasaba. Para que su hija pudiera presumir en la población del éxito familiar. Que sumado a la falta de erudición y de costumbres honradas y coherentes, les hacía presentar ante sus vecinos, una postal de catetos y de gente poco sencilla. Simulando a ojos ajenos como una yunta de inexpertos.

Los que se creían entonces eran los nuevos marqueses de la zona de la Vera Mojil, no llegaban a ser felices de verdad. Tenían sus hijos pero el ego y la tacañería evitaba fueran padres dignos de mención.

Hasta que pensaron para alardear de su éxito tanto en las ventas, como con la labranza de pepinos que exportaban al mundo entero, en preparar un viaje fuera de sus fronteras.

De las inmediatas, y de las de más allá, para que todo su pueblo, pudiera entender que la presumida Moncada, estaba en el punto más alto de su disfrute.

La preparación del viaje fue espectacular, yendo a recalar a un lugar de veraneo permanente, sito en el golfo mexicano. Donde la buena de Moncada, comenzó a probar cosas que hasta entonces ni tan siquiera había considerado.

Una tarde en el salón de té, del gran hotel del Mohicano, mientras Anselmo presumía con un mozo del restaurante, de la extensión de los invernaderos del padre de su mujer, ella tropezó con Pancho Espina. Un animador de fiestas, embaucador de damas inexpertas y necesitadas de masajes con aceite de ricino en su rabanillo.

Espina, decía ser promotor de espectáculos diversos, y asesor conyugal estrepitoso, con el que mantuvo algo más que un revolcón. Por supuesto sin dar conocimiento a su Anselmo, protagonizó sendos encuentros muy particulares y a quema ropa.

Tanto arrimó su cántaro a la fuente del amigo Pancho, que a la vuelta y sin imaginarlo, la ingenua de Moncada venía en estado de buena esperanza.

Alegría que se llevaron en la familia, cuando dio la buena nueva y pasados los meses, y sin pensar que la inseminación fue en las playas de Cancún. Por una bacanal de Moncada y un animador de tez cobriza, apellidado Espina. Progenitor de la niña que vendría.

La paternidad se la adjudicaron al bueno de Anselmo, dándole las gracias al Dios de la fecundación, ya que la dichosa Moncada, contaba ya con una edad, en la que no imaginaban iba a poder traer más vida a este mundo. Después de haber parido en su matrimonio, cinco hijos.

Nació Cristina de Jesús conmemorando con esa nombradía al abuelo materno. Una niña con el cabello rizado y con el color del café, que la hacía preciosa. Fruto de una aventura de Moncada, que jamás nadie pudo averiguar, pero que por lo menos los padres de Anselmo, ponían en duda.













autor Emilio Moreno
3 de abril de 2025.

miércoles, 2 de abril de 2025

Se acercó y comenzó a acariciarme.

 



Habían quedado en un antro que más que bareto de barrio parecía un almacén de distribución de sustancias tóxicas. En los alrededores de aquel garito ni tan siquiera se acercaba la policía, por el resquemor que producía su presencia en los aledaños. Era una zona donde prácticamente, se vivía al margen de la ley. Ley que la promulgaba el jefe de la banda más poderosa que existía en la ciudad. Sentados en una mesa que daba bajo al ventanal del acceso de entrada, se reunieron aquellos maleantes.

—De que conoces a ¿Evangelys? Preguntó Jefferson a su colega Madison.

— Es un criminal a sueldo de los rancios y un chivato de pronóstico. Un tipejo de “medio pelo” de los que no tiene escrúpulos—glosó Madison y persistió.

—Mata a placer por dinero y sin preguntar. Sin más. Recibe el encargo, lo prepara, ejecuta y después cobra. Sin adelantos de compromiso, ni mandangas. Miró pensativo Terry Madison a Jeff y curioseó con una risa dolosa.

—Porqué me lo preguntas.

—Pues verás, estoy en un apuro. Tengo una necesidad, más que eso. Un jodido problema, difícil de diluir sin hacer ruido y dejar rastro. Además urgente, que no sé cómo solucionar.

Se sinceró el colega Jefferson con su interlocutor.

—Y cuál es esa necesidad, que tanto te preocupa, que no pueda resolverse con dinero. Porque llegado a este punto de preguntar por un matachín a sueldo, es por provocar una desaparición. Asentó Madison, mostrando el diente de metal rojo que se le veía al sonreír.

—Verás—dijo Jeff—Me sobra un socio y no sé cómo sacármelo de encima. Si no lo hago pronto, me juego el trullo durante años, y ante eso. Soy capaz de traspasar licitudes. He metido mano en la contabilidad de la empresa donde colaboro, y cosas aún más graves. Creo que al ser uno de los beneficiarios se ha dado cuenta, por lo que está recabando pruebas para denunciarme al Director de la multinacional y por supuesto a la policía. Asintió Jefferson un tanto inquieto.

—Crees que ese, es motivo para sacarlo de la circulación—Volvió a interrogar Madison.

—Es un tema muy peliagudo, joderle la vida a un pavo, haciéndolo pasar como un accidente doméstico. Te va a costar mucha pasta. Mas de lo que imaginas. Le certificó con certeza. 

—Sí; lo sé. —Dijo Jeff preocupado y anotó.

—Es una acción motivada por mi supervivencia. Le he dado mil vueltas, y madurado mucho de forma rigurosa. Sin verle otra salida. Es cargarme a un pavo, que todo esto ni le va ni le viene, pero ha metido sus hocicos en el tema y yo he de actuar para que no me salpique. El fondo está entre su silencio y mi libertad—siguió quejando el inseguro Jeff.

—No estamos hablando de una cantidad vana y floja. Se trata de varios miles de dólares que he camuflado. Vengo sustrayendo dinero del negocio y de la caja desde hace tres años, y el montante es muy notable. Con lo que me es imposible volver a reponerlo. No tengo más remedio que tirar por la calle del centro, o comerme el marrón en la trena. Apuntó.

—Quiero que desaparezca. Desconozco el modo, pero quiero evitar esas complicaciones, que de las otras ya iré saliendo.

—Puedo comprenderte, pero no es tan fácil. Quitarle la vida a un tipo no es lo que se suele hacer, para esconder un fraude, o un robo. Me pondré en contacto con Evangelys y te diré sus condiciones. Dame sus referencias y algún detalle de sus costumbres. Sacó una libreta del bolsillo y se dispuso a anotar tras las preguntas que le iba a formular.

—Donde lo podemos encontrar. ¡Veamos detalles para emprender y pasárselos a Evangelys!

—Se llama Cristopher Dancingo. Es italiano y es un tipo muy silencioso y callado. Vive en Rochester y tiene pocas aficiones. Suele correr por las mañanas en la avenida Pearson, y va a misa los domingos a las once con su mujer.

—Has de darme más referencias de este pájaro, donde frecuenta con quien trata, que horarios tiene, en fin alguna cosa más sólida para encontrarlo. Manifestó Madison.

—¡Claro.! Deja que piense. Le conozco bien, y además lo que te he contado, es de buena tinta. Sus inquietudes las conozco. Igual que sus miserias. Su esposa y yo, mantenemos una relación íntima desde hace unos meses. Ella es la que me ha informado de lo que está tramando.

Cristopher y yo, somos bastante colegas y socios desde hace años. Sin haber llegado a intimar en nada. Somos diferentes.

—Ella sabe que lo quieres liquidar, —le preguntó Madison, con regodeo.

—Se lo imagina. Es una mujer muy resabiada y nada más le interesa el dinero y las joyas. Creo que está harta de él. Por lo menos, según dice. No lo soporta.

—Eso que me cuentas lo sabes a ciencia cierta, o te lo estás imaginando.

—Estoy casi seguro que lo quiere frito. Aunque no me lo ha confesado abiertamente. A veces suspira y dice si Cristopher no existiera, nosotros podríamos saltar al lujo.

Madison se quedó escuchando a su colega, y sin estar demasiado seguro de sus deseos ni de si tendría capital para abonar al matón le interrogó de forma muy seria.

—Te lo digo, —adujo Madison. —No sea una bravata que te hayan montado entre los dos, para fastidiarte.

—Lo sabría. Contrastó Jefferson y declaró.

—Moderna, me lo hubiera confesado. Está colada por mí. Asentó Jeff sin contundencia. Madison continuó preguntando para seguir aclarando aquella formalización, que no acababa de ser sincera.

—Tu amigo Cristopher. ¿Es de los que te caen bien.? Preguntó Madison para cerciorarse y tenerlo claro. Intentando despejar las dudas que le brindó el desquiciado Jeff.

— De Cristus me he aprovechado siempre. Es un tipo legal. Me lleva además asuntos privados.

— ¿Qué tipo de asuntos? Inquirió Madison.

— Oye. ¡Porqué preguntas tanto!, ¡solo quiero liquidarlo! Alertó Jeff.

— No seas idiota, le dijo Madison, y cuéntame solo lo que pueda interesarle a Evangelys. Replicó con dureza sin parangón ni excusas. Exigiéndole al solicitante.

—¿Qué asuntos lleváis y traéis entre manos? Volvió a preguntar Madison. Jefferson le contestó con apuros y vergüenza.

—Dancingo, ya sabes. Cristofer. El que me gustaría quitarme de encima. Es abogado y siempre me llevó los asuntos del divorcio de mi ex. No es mal tipo, pero sé, conociéndolo que me delatará. Sin compasión, porque es muy riguroso con las leyes. Se querellará conmigo, llevándome a juicio por fraude y me quedaré sin trabajo y sin su mujer—siguió argumentando.

— Cristopher es muy interesado y además muy sereno. Embauca a la gente, la convence y su manera de ser, me molesta. Ahora además debe estar furioso conmigo, por haber seducido a Moderna. Con seguridad lo sabe todo.

— ¿Cómo llegaste a intimar con su mujer? Porque no es sencillo, encandilar a la esposa de tu abogado sin más ni más. Curioseó Madison. 

—Un día fui a su casa y me recibió muy amable. Ella, sabía que iría a gestionar sobre unos asuntos de mi divorcio. Temas que aún estaban pendientes de solución. Cristopher no estaba, y sin pretenderlo, se acercó a mí y comenzó a acariciarme los labios. Me sedujo sin darme cuenta. Ahí comenzó todo, en la cama de su dormitorio.

Cuando Cristofer regresó a su casa, ella se inmutó poco. Tuvimos tiempo de serenarnos y hacer ver que esperábamos sentados en el sofá a que llegara. Nadie se puso nervioso, y me atendió como si la cosa fuera normal.

Creo que no llegó a imaginarse, que Moderna y yo, habíamos estado fuera de madre, disfrutando en su ausencia. Jamás se imaginó que habíamos cohabitado y llegué a trajinármela. En realidad, fue ella la que me trajinó a mí.

—No te parece raro, todo este teatro amigo Jeff. Igual estás siendo llevado al lugar que quieren ellos dos. La buena de Moderna y tu abogado el despistado de Cristopher no parece sean actores contrastados, ¿Verdad?

—No lo sé, pero yo debo actuar antes que las cosas se compliquen. Se miró a Madison y esperó que este resolviera. Que lo hizo al instante sin quebrantos y sin equivocaciones, diciéndole.

—Mira Jeff, no lo veo claro. No voy a entrar en el enredo. De todo lo que me cuentas, no hay nada que sea cierto. No sé si además, estás guardando algo en la manga. No voy a mezclarme en esta trama y menos decirle nada para que intervenga Evangelys—hizo un preámbulo y siguió.

— ¿Búscate la vida por otro lado. Este encuentro no ha existido. No nos conocemos. Y por supuesto de esto, jamás hemos hablado. Es más, tú y yo ni tan siquiera nos conocemos. Es lo que diremos llegado el caso.

Madison volvió a mostrar su diente metálico rojo, al sonreír. Se levantó de la mesa, dejó un billete de diez euros bajo el botellín de cerveza y desapareció.



Autor: Emilio Moreno
Abril, 2 -año 2025