Era la segunda operación a la que se sometía, se vivían de nuevo esos días dolorosos, en los que la garganta no te deja tragar con normalidad y todo se viste de tragedia, donde la tensión corporal muestra baremos altos y bien quisieras no tener que soportarlo.
Si; ella estaba dentro del quirófano, en una de esas intervenciones difíciles de asimilar. Un milagro reclamado al cielo; todo fuera un episodio pasajero, un sueño duro; pero no más. El deseo no corresponde siempre con la realidad; era intenso y las pretensiones por su mejoría fortísimas, sin embargo no dejaba de proyectar la metástasis temida.
La espera dentro del coche era inaguantable. Las rondas de la ciudad mostraban un aspecto circulatorio penoso. El sol, caía que abrasaba, y entre el trayecto tan torpe y los nervios que ofrecia el momento, todo se ponía infame.
_Parece que se arregla algo esta mierda_ Pensó Cecilio, sin dejar de mirar al frente, tras el parabrisas del coche, refiriéndose al maldito atasco; sin embargo, su esperanza y su confabulación con los buenos presagios, no ayudaban a dejar libre el camino.
Llegó tarde, nervioso, y encima de todo eso, transpirando veneno por lo dificultoso de la situación. Seguía en sus fantasías al detener el coche en el aparcamiento subterráneo, de aquel hospital grandioso y singular.
La mezcla de pacientes, enfermos y personal interno creaban un enjambre de disgustos. Imágenes deshilvanadas, divisadas desde la angustia, desquiciaban al más pintado.
Ascendió por las escaleras, subiendo los peldaños de dos en dos, desde el vestíbulo a la planta, pasando al interior del perímetro de espera, y allí se encontró con los allegados, familiares cercanos de aquel episodio.
La estancia fea, oscura, poco acojedora; sus paredes toscas, rectangulares, dando efecto de residencia del pánico; su iluminación precaria, hacía que los rostros tuvieran sombras y todavía más pudiera notarse aquella sensación de impaciencia y malestar. Delimitada por una hilada de sillas asidas en las paredes; en el centro un revistero y un par de floreros, con una especie rara de arbustos de plástico, trataban de decorar aquella periferia. Ventanales inmensos, que ofrecían vistas de los patinejos interiores, dejaban pasar limitadamente la luz diurna.
Sus caras eran de una dolosa e impaciente espera, y en alguno ya de una brutal aceptación. El más anciano; con lágrimas en los ojos, desgarbado, aturdido por el miedo, paseaba incesante; su vestimenta, ya no guardaba más que una desgana y una desilusión acuciante. La barba no era naciente, entre canosa y aislada, se dejaba ver a no mucha distancia. El cuello de su camisa abierto, como para dejar pasar con más licencia esa respiración abdominal. Las manos en los bolsillos del pantalón, demostraban el desconsuelo.
En el asiento frontal que daba justo a la izquierda de la puerta, un muchacho delgado, sin dibujo en sus facciones, permanecía ausente y sin importar quien había llegado; los codos apoyados en sus rodillas, y sus manos aguantándose el mentón por ambos lados, su contemplación permanecía perdida en el contraluz de la ventana. Desatento; inmóvil, en otro mundo. Su camiseta rayada en verde y su pantalón vaquero azul, le daban una lumínica irreal, sólo destacaba el brillo del calzado, que enlustrado resplandecía al tropezar con el centelleo de un fluorescente, que taquicárdico tartamudeaba con ritmo lento.
Al fondo, a la derecha, una mujer adulta: rubia, maquillada, con un corte de pelo a lo afro, mirada profunda y descarada. Su escote semi desabrochado, revelaba una medalla de la Virgen del Mar, que contrastaba con su perfil de rasgos durísimos y pálidos de dolor, al mismo tiempo que sus lágrimas inundaban sus retinas por el llanto. Erguida, descubría su estampa, el bolso en bandolera, estrujándole como si no quisiese que nadie se lo fuera a trajinar. La sostenían un par de zapatos de tacón de aguja, que le sobreponía en su altura, en la mano zurda un abanico, que lo hacía trabajar con bamboleo saleroso, que enérgico, venteaba de un lado al otro, haciendo circular el aire enrarecido de aquella zona y que se escuchaba junto con el sonido del luminiscente, como únicos murmullos del lugar.
Cuando entró en aquel recinto Cecilio, no pudo más que soltar el aliento, queriendo sobrecoger el que pudiera para regar su tórax, tras el esfuerzo por ascender de par en par, aquellos escalones, y asentir sin pronunciar, eso de “ por fin he llegado “. Se acercó al abuelo, y este anunció, lo que temían. Las lágrimas se acrecentaron en sus ojos, y soltó un sollozo ronco y desabrido.
Cecilio; no quiso disculparse por la tardanza, y dándole un abrazo, se fundieron en una trayectoria de dolor aguerrido y tajante.
_ ¿ Que ha dicho el cirujano?- Preguntó Cecilio.
_Nos ha dicho que la metástasis está extendida, que purgará en lo que pueda y volverá a coser _ Lloriqueó el abuelo obligado por la angustia.
_¿Lo sabe el crío? _ Siguió Cecilio.
_Claro; los cirujanos, no ocultan nada, preguntan quienes somos y a la familia, se lo sueltan sin preambulos, ni tapujos.
_¿ y el padre, dónde está?. No le veo. ¿Se ha ido?
_Sí; a reposar. Ha estado toda la noche y le hemos dicho que descansara; que fuera a dormir
_¿Entonces, qué me dices?
_Que no lo saben con certeza, pero le dan seis meses, con suerte.
Dejó en su penumbra al viejo, y se acercó al muchacho, sentándose a su lado y pasándole una mano por encima de la espalda, queriendo mitigar un poco esa pena, y tratando de ser cariñoso.
_¿Has comido algo?
No hubo respuesta. Aquel joven, sin turbarse masculló alguna palabra; sin perder la pose, balbuceando nominativos ininteligibles, del todo inconexos, que hicieron persistir al hombre que trataba de saber o sacarle alguna palabra y de esa forma, destilara un poco de secreción y rompiera ese trance taciturno.
Se levantó cuando la mujer se le acercaba, sin mediar palabra se abrazaron y ella, continuó llorando de tristeza, no podia contener ese quejido rompedor de almas, donde por mucho que quisiera, le era imposible evitar.
_La vida es injusta. ¿ Cómo estáis por casa? , ¿Y los nenes? _Se le entendió a la mujer.
_Pues mal. Cómo quieres que estemos. ¡Menudo trago! que crueldad, no se la deseo a nadie;
Siguió sollozando a solas en un rincón de aquella sala negra, mientras el hombre, hacía de tripas corazón.
No fueron seis meses, transcurrieron siete años de dolor, de resignación, de quimio y de rabia.
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