Los Mondego, habían comprado una casa arcaica del casco antiguo que necesitaba una reforma integral con urgencia. Ellos eran una gente muy abierta, dadas las circunstancias de la época, con sus reservas pero agradables con el prójimo y ocurrentes si llegaba el momento.
Tal y como mandaban los cánones de la educación y de la integración en lugares y con gentes no conocidas. Era integrarse cuanto antes en aquella sociedad, y así lo pretendían. Conseguir ese punto, lo antes posible y mantenerlo como ilusión desde ese momento. Intentando participar de todo lo que diera de sí, aquella metrópoli.
Su aspiración en la integración comentada era manifiesto. A pesar incluso de las reticencias que encontraban con los lugareños. Distancias evidentes que notaron al querer compartir de entrada momentos de vecindad. Aún y con todas las reservas comunicativas, que ofrecían algunas personas del pueblo, trataron de comprender, que a según que personas, les cuesta más que a otras abrirse con los recién llegados, o con lo que ellos denominaban, en algunos casos de forma despectiva, como forasteros. Notando que el poder departir con según que personajes del pueblo, les iba a ser costoso, o quizás imposible. Dado que notaron que era una comunidad muy cerrada, y con dificultades para aceptar a los que no conocían. Alejados de todos los resultados que ofrece la libertad bien entendida.
Allí de entrada, si no eras de la peña, si no te habías criado con ellos en la escuela, si no habías pasado todas las vacaciones de tu infancia en el pueblo. Lo tenías muy mal. A no ser que te llevaras amigos de tu punto de procedencia. Una lástima, que no pudieras disfrutar de las fiestas con los nacidos en la villa, que de haberse dado el caso. Ellos son los que te hacen disfrutar y pueden enseñarte todas las cosas buenas y divinas que tiene el lugar. No bastaba con ser amable y generoso. Nadie los conocía y por lo tanto los miraban como dicen en aquella zona: Al descuido y con cuidado.
Con los González, recorrieron los entoldados de fiestas y disfrutaron de las orquestas venidas con música preciosa, y de los menús ofrecidos por los albergues y tabernas. En todos aquellos días de paseos y festejos, pudieron mezclarse con nadie de la villa.
Recorrieron la fiesta sin poder compartir la ilusión o alegría de aquellas personas autóctonas, residentes en el lugar. Aquello era inaudito, y no se podía catalogar a aquellas personas, como la “alegría de la huerta”.
Pronto pudieron descubrir los Mondego, que les ocurriría como a la familia de conocidos que los acompañaron aquellos días.
Les costaría mucho relacionarse con aquellos habitantes, que siendo alguno de ellos, buena gente. También contaban como en todos los recovecos de la piel de toro, incluso en las familias. Con envidiosos, rencorosos y resentidos que no les agradaba, que gente de otros lugares comprara propiedades en el pueblo, y trajera costumbres extrañas con las que no estaban cómodos.
A la familia Mondego, les parecía un mal sueño, y que hubieran retrotraído en veinte años hacia atrás. Los jóvenes y las generaciones no admitían a nadie que fuese forastero. Era una especie de coto cerrado. Se reunían por peñas, según las quintas y las muchachas escogían de bien jovencitas, al chaval que sería su marido. Desde la pubertad, ya tenían atado al que sería su esposo, por ser las féminas las que seleccionaban.
Por lo que si alguno de ellos no tenía presencia, dote, o belleza quedaba excluido de ese festejo. Era normal, que hubiera tantos solteros y mujeres sin pareja en aquella villa, con edades diversas. Al no haber tenido oportunidad de festejar, ni de favorecer las normales relaciones que existen en cualquier sitio. Los muchachos entre levas de edad y por las quintas militares, se relacionaban más o menos bien en el casino, en sus asociaciones o peñas, dejando al margen lo que les provocaría el futuro. Siendo pocos los que no regresaban después de su servicio militar y buscaban futuro en otros lugares. Así aquella juventud iba cumpliendo edad, hasta que de buenas a primeras se encontraban en el casino solos, los varones.
Sin amparo, ni medida. Tomando cerveza y renegando de todas las bondades de una convivencia. Ellas, los domingos a misa de doce y el paseo por la rambla principal, mostrando el último vestido que les había cosido su abuela o su madre. Cuidando ancianos y amargadas por la poca gratitud que les había regalado la vida.
Dado que con las ventas, las ganancias, el negocio y la economía. ¡Nadie juega! Y aunque no te aceptaran. Aquellos mismos que te vendían la lavadora o el mueble del salón. Ni te aceptaban para charlar de banalidades, comentar como estaba el tiempo, o sentarse contigo en el Casino, y les costara darte los buenos días.
Sí que admitían. ¡Claro que lo admitían! Que les hicieras gasto en los comercios en la carnicería en la bodega y en las tiendas del territorio.
Aquella tarde los Mondego, paseaban por la plaza sumergidos en la vorágine de las fiestas y de la gente varia que había llegado, para disfrutar de la feria y de sus entoldados. Con los artistas y cantantes de las orquestas venidas. Sin imaginarlo ni por asomo. El alcalde se acercó a Tesifonte Mondego, padre de aquellos chiquillos que jugueteaban por las escalinatas, y le ofreció una ristra de boletos del sorteo que se iba a celebrar el día de la patrona.
Brindándole a comprar unas cuantas papeletas, del sorteo de la Vaquilla, que como cada año se rifaba una ternerilla o becerra. De unos 40 kilos y lo recaudado, iba a mitigar un tanto el gasto del monto, de las fiestas patronales.
— Hola, qué tal —dijo Bernús. El señor alcalde con una sonrisa abierta nada acostumbrada en él, mostrando un talón de cupones.
— Compra unas cuantas papeletas, para el sorteo de la vaquilla. Mostrando una ristra de cupones con el membrete del Consistorio. Tesifonte rio abiertamente por la situación y por la conveniencia del político. Y con la educación acostumbrada en aquel caballero, le dijo a Bernús.
— Para qué quiero yo alcalde, una vaca como la que sorteáis. Qué hago con ella, caso de ser premiado. El concejal en un extraordinario esfuerzo le dijo con talante gracioso.
— Si te toca. Cuelgas la ternera, en el Arco del Triunfo. En tu ciudad, al regreso, o cuando llegues a tu casa, se la regalas a quien te parezca. A un vecino, o conocido. Verás como entonces, lo aceptan de buen grado y te sonríen.
El amigo Mondego, sacó un billete de dos mil pesetas, que agarró el alcalde, visto y no visto. Dándole todo el talonario de cupones de aquel sorteo y recordándole.
— No creo que nadie de los de aquí, haya invertido las dos mil pesetas en la compra de boletos. Igual tienes mala suerte y te toca la vaquilla, y tú verás que es lo que haces.
Las fiestas finalizaron y los números comprados de aquel sorteo pendían en casa de los Mondego, de una de las repisas del aparador de la sala del comedor hasta que pasados los días, el hijo menor preguntó a su papá.
— ¿Quién habrá sido el premiado?... Preguntó el chiquitín. El padre le indicó que fuera a la plaza a enterarse del número que había sido premiado. Aquel mocito haciendo caso, apuntó el número y salió para la lonja del Ayuntamiento a comprobar qué guarismo fue premiado en el sorteo de la vaquilla del año 1994.
Al regresar a su casa con mucha alegría le dijo a su papá.
— Nos ha tocado la vaca. Papá somos los premiados… Ha salido uno de los tantos boletos que contiene nuestro talonario.
— Qué dices. Discrepó el padre. ¡Estás seguro criatura! Respondiendo el chaval alegremente, y saltando de puro gozo, al conocer que la vaca era suya. — Nos ha tocado la vaca papá. Mira el número. Ha sido el agraciado. Dijo el nene.
— Pues es cierto. Y ahora, que hacemos. Cómo la llevamos a casa. Menudo lío. Déjame pensar, que creo sea lo más apropiado regalarla.
— No padre. La vaca es nuestra. Nunca nos ha tocado una cosa igual. Dijo el chavea. Nos la quedamos y la criamos como podamos. Igual después nos da leche. El padre, reía al ver la cara de alegría que ponía su hijo, al saberse poseedor de una vaca de carne y hueso.
— Sabes que he considerado — dijo el papá.
— Que lo mejor será, regalar la ternerilla a alguien que la pueda criar y la aproveche como pueda. El niño puso una cara de circunstancias refunfuñona, comprendiendo a la vez, en que forma y modo se iban a llevar semejante vaca a la ciudad.
El cuñado que estaba en la conversación le dijo sin importarle lo que pensara.
— Vas a regalar la vaca a esta gente que no nos saluda y cuando te cruzas con ellos parece que te perdonen la vida.
— No pretenderás que la montemos en el Fiat Bravo, y la transportemos hasta casa. Lo mejor es ir a recogerla y regalarla, que tampoco será tarea fácil. Contando con la poca gracia que tienen algunos de los vecinos. Pensó en lo dicho y añadió
— Lo intentaremos porque no es viable hacer algo diferente.
Fueron a recoger el premio a la Secretaría del Ayuntamiento, y al entrar en la lonja el alguacil les estaba esperando, ya que la noticia le había llegado nada más ver al chiquillo mirar la lista de premiados, y les dijo.
— Casi pierden el premio. Cómo no salía el ganador, hemos retornado la vaquilla a Benifayó, que es de donde procedía. Y ahora, no es nada fácil recuperarla. Han de comprenderlo. Les dijo muy serio el ministril. Sin dejar que respondieran los agraciados y concluyó.
— He hablado con el alcalde y me ha dicho que os entregue el valor del premio en metálico. Ya que volver a pedir la becerra, es meramente imposible.
Los Mondego, no abrieron la boca y recogieron el talón.
¡Muy agradecidos!