Amigos, familia, empleados y simpatizantes, estaban velando a Howard. No podían faltar Míster Trevor Taylor y Olivia Washington. Sus garantes, colegas y auténticos amigos. A Howard, lo habían hallado sin vida en la toilette reservada del restaurante que solía frecuentar.
Unas veces acompañado de sus allegados colaboradores. En alguna circunstancia con clientes y muy a menudo solo. Siempre que podían le reservaban el mismo lugar, en la sala principal de comensales, que era el centro perimetral del lujoso refectorio.
Howard Lunch, era un educado caballero, de buena cuna. Obrera y
sencilla pero no dejaba de ser piadosa. Desde donde tuvo que escalar diversas
adversidades para poder alcanzar el poderío que ostentaba poco antes de morir. Prestigio que consiguió con su esfuerzo, estudios dedicación y convicción. Creando
un imperio en el mundo del calzado en general y en particular, en el zapato
deportivo. Suministrando sus modelos en países de los cinco continentes. En
especial el de América del Norte y Japón.
Howard era una persona muy dispuesta y contaba con un atractivo especial que le hacía destacar de entre todos los que le cercaban.
Sabía rodearse de gente que lo ensalzaba y
aprovechaba esa condición para presumir de sus dotes innatas. Contrajo
matrimonio cuatro veces, con hijos de todas sus esposas. Además de los que
había engendrado con amigas, colaboradoras, y amantes. Repartidos por todas las
ciudades, en las que había residido. Se cuidaba y era suficientemente previsor
para impedir sustos y contratiempos. Siendo estricto en su dieta, en sus
ejercicios físicos, y en sus costumbres.
Jamás tenía ni hacía abuso de su ingesta y se preocupaba en demasía de
la salud mental y doméstica. Era un dotado para los negocios y con ello había
acopiado una fortuna.
Dustin Norman, su médico de cabecera lo acompañaba donde quiera que se
trasladara, velando en todo momento por el bienestar de Howard, teniendo una
amistad generosa que les permitía la camaradería que usaban, conociendo todos
los secretos de su protegido. Aun y con todo, poco pudo hacer en sus últimos momentos
de vida con su paciente preferido.
De todos los acompañantes, compromisarios, responsables de negocio, no
había ninguno que fuese familia. A sus allegados los mantenía atendidos en sus
necesidades, sin permitir inmiscuirse en sus negocios. Mucho menos que pudieran
tomar decisiones en ninguno de los casos. Comentaba de forma jocosa, que <los
traidores nacen de la propia sangre… >.
Por lo que ningún hijo, sobrino, esposa ni amigos los mantenía al
frente de ninguna gestión empresarial. Con una excepción. La de Trevor Taylor,
su mentor y benefactor. El causante de su éxito. Al que le agradecía
rotundamente el apoyo que le ofreció en sus inicios, a cambio de nada.
Trevor y Howard se conocieron hacía la friolera de cuarenta años,
cuando el señor Lunch era un despreciable indigente, sin oficio ni futuro a la
vista. Teniendo que pedir limosna al pie del Museo Neoyorquino de las Artes,
para poder sobre vivir. En la que tropezó con un fingido descamisado como él, en
la escalinata del Metropolitano.
Aquella noche, que fue la de su suerte infinita. Trevor no había
conseguido penique alguno para poder tomarse ni siquiera un batido de
chocolate. Ofreciéndole Howard de su cosecha, la posibilidad de que lo
acompañara y cenar juntos. Sin imaginar que le estaba ofreciendo bocado a uno
de los entonces empresarios de Manhattan que gustaba disfrazarse para que
mezclado entre la gente pudiera escoger a los empleados leales que necesitaba.
Mientras enmascarado Taylor, simulaba ser un desvalido.
Allí comenzó la relación permitiendo conocerle, y durante dos semanas,
aparentó ser un desabrochado, a la vez que compartían los mendrugos que podían
llevarse a la boca.
Confesándole Trevor, que no necesitaba de grandes riquezas para ser
feliz, haciéndole creer que aquella vida era la que había escogido, a pesar de
la educación que se notaba tenía. Dentro de aquella disquisición Howard le
replicaba que estaba de acuerdo con su planteamiento. Sin embargo sus
convicciones lo abocaron a que su familia le repudiara y lo desahuciaran del
domicilio, por defender sus principios. Así llegó a verse, en las escalinatas
del museo, mientras encontraba su futuro.
Ansiaba de todas formas, y además lo intuía estar llamado a ser el benefactor de los suyos, y odiado por sus detractores, cuando consiguiera lo que había soñado toda la vida.
Pasaron dos días desde aquel momento y al amanecer de aquel jueves,
Trevor Taylor había desaparecido. Se había esfumado del albergue donde
pernoctaban los dos menesterosos. Howard extrañado se lamentó de aquella
ausencia sin aviso y continuó con su tarea, pensando en que no podía ofrecerle
a nadie apoyo ni compasión. Si no quería ser ofendido como lo había sido por
parte de Taylor, al esfumarse sin dejar notificación.
Estando en aquella tesitura, siguió buscando empleo y de momento alimentándose de la mendicidad que sobrellevaba.
Howard aquella mañana esperaba paciente su turno, en la United States Postal Service, sito en el boulevard de la manzana 18 de la city. Tratando de enviar un nuevo dossier de solicitud de empleo. Despreocupado y en discreción, fue alertado por un esbirro, que lo requería y acercándose a Howard le comunicó.
—Howard Lunch. ¿Eres Howard?
—Sí. Así me llaman. Qué ocurre. Le debo algo.
—Me envían a buscarte. Soy Jenkins el recadero de los broquers neoyorkinos de la Corporation, para que te traslade a las oficinas del Sunbelt Business Brokers. Apresúrate. Tengo el vehículo mal aparcado y las denuncias se me acumulan. Le comunicó aquel emisario enviado para su traslado.
—Está usted seguro que el Howard que busca soy yo. Preguntó
desorientado el joven, que se mantenía en la tanda de espera del buró de
correos.
—Amigo, date prisa, que las oportunidades se escapan, y si vuelvo sin
ti, pierdo el empleo. Así que las quejas al tipo millonario que te busca. ¡Apresúrate!
Sin acabar de gestionar el envío, Howard dijo al que le seguía en la
fila que se marchaba y accedió al requerimiento de Jenkins.
En el trayecto no hubo más que preguntas por parte de Howard sin embargo el lacayo, no respondió a ninguna. Llegaron al aparcamiento de aquellas inmensas oficinas y cuando iba a despedirse Howard de su exportador, este le comunicó que esperara.
—Nene no te me escapes. Que me juego la vida, el empleo y el prestigio. Con lo que yo mismo te presentaré al jefecito. No quiero volver a pisar el suelo del lugar que frecuentas todas las noches.
—Y tú cómo sabes donde frecuento yo por las noches. Se violentó Howard,
dudando si hizo bien en acompañar a Jenkins y este a renglón seguido y sin
titubear le confesó.
—Pues porque yo salgo del mismo sitio, hasta que me reclutaron cuando
ya estaba harto de sufrir y de no comer en condiciones. Howard sin entender
nada preguntó.
—De qué va este enredo. Mirándose el poco confiado Howard, a su acompañante, que con una sonrisa tranquilizadora, lo dimitió de su genio.
Ascendieron por el montacargas de servicio hasta la planta dieciocho y
entraron en una sala de espera generosa, con una luz penetrante y embaucadora.
Pronto se acercaron y le ofrecieron café y pastas, que Howard al no haber desayunado se invitó solito. Sin imaginar que lo estaban observando. Desde las cámaras y el gran ventanal difuso inescrutable y disimulado que existe en una de las paredes de aquel diáfano salón. Una vez tomó su segundo americano con leche, desde un rincón se abrió una puerta y vinieron a recogerle para llevarlo al despacho.
—Buenos días amigo Howard, te agradecemos la bondad y la confianza que
has tenido en acceder a venir a nuestras dependencias. Le comentó una de las
señoritas azafatas de aquel imperio.
—Oiga señorita. Tenga usted la amabilidad de aclararme un poco esta
confusión. Yo a ustedes no les debo nada, y negaré todos los cargos que ustedes
me imputen.
—Usted Howard. —Le comunicó la asistente con agrado. —Al contrario. No nos debe
nada. En cambio nosotros tenemos una deuda con usted, que trataremos de
subsanar. Tenga la bondad de acompañarme.
Caminaba tras la guapa aparecida, hasta que llegaron al despacho, un lugar sencillo y sin apariencias. Una mesa amplia de trabajo, dos sillones y en la pared frontal un sofá de cuatro cuerpos brillante. Tras la gran mesa sita en el centro, una butaca ocupada por una persona. A la que no se le veía la cara, por estar vuelto de espaldas, para evitar el sobresalto de Howard.
—Aquí está en carne y hueso, querido Trevor. Comentó la esbelta ayudante.
—Es aún más apuesto de lo que me decías. Cuando se giró el sillón se escuchó una exclamación que resonó en toda la estancia.
—¡Desgraciado! Entonó Howard con indolencia. Se pausó de inmediato y dijo.
—Eres Trevor Taylor. El fingido más grande de Nueva York. Aquel que suponía
en su verbo, que con cuatro gordas se apañaba en la vida. No sabes la de
contratiempos que tuve que soportar en tu evasión. Podías haberme dicho la
verdad, y no engañarme como a un memo.
La sonrisa de míster Taylor no fue fingida. Saliendo de su ubicación y yendo a la altura de Howard, abrazándolo de forma efusiva, cariñosa y real.
— No te pido que me perdones. Porque no lo harías. Pero no podía
decirte quien era. No hubiese sido lo mismo. Ni actúo de otra forma. Busco a mi
gente directamente. Sin ambages y queriendo tener las personas más leales
junto a mí. Hizo una pausa y le ofreció que se sentara en una de las dos sillas
preferenciales, junto a Olivia, mientras daba la vuelta a la mesa y tomaba su
posición.
Ahí comenzó la fulgurante trayectoria del joven Howard Lunch, iniciándose
como ayudante en la Sunbelt Business Brokers Asocietions, desde donde partió
para generar, en un futuro muy corto sus propios negocios de calzado. Famosos
entre los deportistas punteros de todos los deportes.
Así lo recordaban en su sepelio, sus dos grandes mentores, y amigos.
quince de mayo 2025
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