
Se escuchó una voz en el recinto.
—Llamamos
al señor Rufino Garzón y Pérez. Al momento se levantó del asiento de la sala de
espera del Hospital General del Ruidera. Un caballero muy predispuesto, que por
su talante, no se notaba tuviera ningún tipo de miedo, dadas las circunstancias
y a lo que se debía enfrentar.
Se despidió
de sus familiares y se los miró a todos con una condescendencia inusual,
pensando para sus adentros y a la fuerza: Igual no os vuelvo a ver más. En lontananza
se alejó, dejando su cariño con aquella, su última mirada lánguida y
penetrante.
La
enfermera lo esperaba en la puerta de accesos al pre terapéutico. Al llegar a
su altura, muy amable lo recibió. Le saluda y le informa de su requerimiento. El
paciente asiente con su cabeza en señal de aceptación y acto seguido la pasante
le pregunta, leyendo sus notas, para no dejarse nada en el tintero.
—Dígame su
nombre. El sufrido señor, le responde con certeza y en voz semi difusa. No sabe
cómo ponerse. Los nervios ya le comienzan a aflorar. Huele a lo lejos el tufillo
del antiséptico, del plasma y de los sedantes. Sin dejar de atender a la
practicanta, que sigue escrutando amable y cordial, intentando hacer del trance
una sencilla actuación. Le responde sin premuras.
Ella
devuelve afectiva su credencial, presentándose como su guía en aquel instante.
—Soy Géminis
Burton, la asistente de admisiones, y voy a hacerle unas preguntas para confirmar
su identidad.
—De acuerdo…
contestó Rufino. Esperando dar a partir de entonces respuestas directas y
breves.
—En qué
fecha nació usted. La réplica fue lacónica y atendió lo que le respondía
aquella coagente.
—Yo nací en
el verano de la movida madrileña. Era el tiempo de la apertura y siguió dando
información irrelevante que la asistente detuvo con mucha gracia.
—Muy bien, que
sepa qué le vamos a intervenir de inmediato. Después de entender el gesto que
hizo Rufino continuó informando.
—Una vez haya pasado la necesaria premisa, siguió expresando. Conoce
usted de que será intervenido. Curioseó la sanitaria.
—Sí. lo sé
bien y estoy de acuerdo.
—Bien. Pues
genial, ya puede usted pasar. Lo introdujo en una zona super iluminada en color
radiante por lo níveo y esplendente. Donde hacían saleta un vestuario con unas
celdas con portezuelas y sus llavines, y le volvió a requerir.
—Cuanto
hace que no ingiere agua y alimentos.
—Desde las
diez de la mañana y son las cinco de la tarde, pues hace siete horas. —Muy bien.
Pase al reservado. La señorita le brindó la entrada y le indicó.
—Desvístase
y descálcese completamente, deje su ropa dentro de esta bolsa y los zapatos en
esta otra. Sus pertenencias, gafas, anillos, medallas y documentos guárdelos en
la celda número veintiséis. Deje la llave puesta.
Una vez
esté desnudo, póngase el gorro elástico, los calzoncillos de plástico y la bata.
Los patucos en sus pies. Átese el batín asido por la espalda y una vez esté
listo, nos llama que le atenderemos. Le llevaremos a una estancia muy cómoda
para usted. En el sitial de preliminares y comenzaremos a atenderle nosotros.
No se ponga nervioso, o procure censurar sus emociones, que está en buenas
manos.
La
informadora se lo miró por si le veía en su rictus alguna duda y al ver que el
paciente estaba más o menos sereno, replicó con benevolencia.
—Bien pues
a ello vamos.
Rufino
siguió punto por punto las indicaciones de Géminis y se dispuso a colocar sus
enseres donde le había indicado. Una vez estuvo seguro que había cumplido todas
las instrucciones, salió al pasillo y haciéndose notar, llegó un sanitario a su
altura, que le acompañó a otro recinto. Con menos iluminación y muy en
silencio, donde estaban situadas unas parihuelas hospitalarias en batería
separadas por unas mamparas divisorias. Para proteger a todos los que debían
ser intervenidos en aquella tarde.
Al poco fue
recibido por otra compañera, que volvió a preguntarle su nombre.
—¿Tú te
llamas?, y aquel cuerpo volvió a repetir su nombre.
Nuevamente y
machacando otra consulta le hizo la nueva servidora.
—Qué edad
tienes, Rufino. Sin cortedad, este respondió con certeza.
—No tengas
miedo. —Le informó la enfermera. —Estás en buenas manos. Nosotras a partir
de ahora te llevaremos para que no tengas que preocuparte por nada. Tranquilo y
con paciencia.
Lo dirigió
a una de las camillas y le ayudó a subir a la misma. —Mira. —le dijo la
asistente—pon aquí el culo, para que la cabeza se acomode y te llegue al lugar
más elevado.
En cuanto se
aposentó en el solio, la enfermera lo cubrió con una manta y el corazón se
disparó. La velocidad de sedimentación agarró una velocidad de competición.
Hasta que pasados tres minutos, le tomaron la tensión.
Como estaba
en posición de decúbito dorsal, y sin sus anteojos, tan solo escuchaba, sin ver
nada, aunque si notaba el trasiego que las enfermeras daban a sus brazos. Colocándolos
dentro de los márgenes del armazón para evitar daños. Sin preverlo llegó otra
practicante, y en la mano izquierda le buscó las venas para colocarle, lo que
ellos llaman una vía.
Que es un
pinchazo en una de las venas dejando la hipodérmica conectada a un tubillo
donde la sangre fluye, y a posteriori deberán colocar los diferentes calmantes,
o medicamentos.
Rufino,
únicamente veía el foco cenital que tenía sobre su frente, y escuchaba todo lo
que aquellas enfermeras preguntaban a los diferentes atendidos para disponerlos,
en modo “on flaiyer” antes de llegar al quirófano.
Aquel paciente
disparado, comenzó a lucubrar solo desde su posición de decúbito plano y al
poco casi perdió la noción de donde estaba. Que pintaba allí y que estaba esperando.
No sin pensar en aquellas preguntas que su cerebro le enviaba y que se negaba a
procesar.
Sin embargo
su mente le enviaba una y otra vez aquellas pertinentes y concienzudas interrogaciones.
¿Podré volver a colocarme sin que nadie me ayude los calcetines. Perdiendo de
nuevo el control. Debido a los barbitúricos que le habían suministrado y al
poco, reactivaba aquellos pensamientos de nuevo con: ¿Volveré a colocarme mis calzoncillos
de siempre, o jamás volveré a conseguirlo.
Entrando en
aquellas elucubraciones del… y si…, y si no.
Fue interrumpido
en su dilema solitario por el camillero que ya lo arrastraba por el largo
pasillo hasta la puerta del pre quirófano. En el trayecto el enfermero le
preguntó de nuevo.
—Como se
llama este caballero vestido de verde. A lo que respondiendo el aludido con una
sonrisa forzada, contestó.
—Me llaman
Rufino y creo que ese soy yo. Añadiendo una pregunta por su parte.
—Serías tan
amable en decir que hora es. —Son exactamente las dieciséis y veinte minutos. Le
respondió el servidor mientras lo iba trasladando hacia el quirófano.
Saliendo a
recibirlo una enfermera, que parecía un buzo con su mascarilla y guantes, que
reconoce que es mujer, por la voz. Que lo mira y compara en qué estado de conciencia
anestésica llega.
A medida
que pasaron los segundos Rufino fue perdiendo el oremos y ya ni se nota flojo,
tierno, ni laxo.
Llegó la
oscuridad, la desconexión, la huida de los sentidos. La penumbra y la cerrazón.
Energía cero, desconexión total. ¡Qué fuerte! No sentirse vivo.
Pasaron tres
días cuando Rufino, volvió a la vida, sin querer recordar el sueño que había
tenido mientras lo trasteaban por dentro. Sin querer tampoco volver a repetir
aquellos instantes previos a la pérdida de su tracción.
autor: Emilio Moreno
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