jueves, 8 de mayo de 2025

Desnúdese y descálcese

 



Se escuchó una voz en el recinto.

—Llamamos al señor Rufino Garzón y Pérez. Al momento se levantó del asiento de la sala de espera del Hospital General del Ruidera. Un caballero muy predispuesto, que por su talante, no se notaba tuviera ningún tipo de miedo, dadas las circunstancias y a lo que se debía enfrentar.

Se despidió de sus familiares y se los miró a todos con una condescendencia inusual, pensando para sus adentros y a la fuerza: Igual no os vuelvo a ver más. En lontananza se alejó, dejando su cariño con aquella, su última mirada lánguida y penetrante.

La enfermera lo esperaba en la puerta de accesos al pre terapéutico. Al llegar a su altura, muy amable lo recibió. Le saluda y le informa de su requerimiento. El paciente asiente con su cabeza en señal de aceptación y acto seguido la pasante le pregunta, leyendo sus notas, para no dejarse nada en el tintero.

—Dígame su nombre. El sufrido señor, le responde con certeza y en voz semi difusa. No sabe cómo ponerse. Los nervios ya le comienzan a aflorar. Huele a lo lejos el tufillo del antiséptico, del plasma y de los sedantes. Sin dejar de atender a la practicanta, que sigue escrutando amable y cordial, intentando hacer del trance una sencilla actuación. Le responde sin premuras.

Ella devuelve afectiva su credencial, presentándose como su guía en aquel instante.

—Soy Géminis Burton, la asistente de admisiones, y voy a hacerle unas preguntas para confirmar su identidad.

—De acuerdo… contestó Rufino. Esperando dar a partir de entonces respuestas directas y breves.

—En qué fecha nació usted. La réplica fue lacónica y atendió lo que le respondía aquella coagente.

—Yo nací en el verano de la movida madrileña. Era el tiempo de la apertura y siguió dando información irrelevante que la asistente detuvo con mucha gracia.

—Muy bien, que sepa qué le vamos a intervenir de inmediato. Después de entender el gesto que hizo Rufino continuó informando.

Una vez haya pasado la necesaria premisa, siguió expresando. Conoce usted de que será intervenido. Curioseó la sanitaria.

—Sí. lo sé bien y estoy de acuerdo.

—Bien. Pues genial, ya puede usted pasar. Lo introdujo en una zona super iluminada en color radiante por lo níveo y esplendente. Donde hacían saleta un vestuario con unas celdas con portezuelas y sus llavines, y le volvió a requerir.

—Cuanto hace que no ingiere agua y alimentos.

—Desde las diez de la mañana y son las cinco de la tarde, pues hace siete horas. —Muy bien. Pase al reservado. La señorita le brindó la entrada y le indicó.

—Desvístase y descálcese completamente, deje su ropa dentro de esta bolsa y los zapatos en esta otra. Sus pertenencias, gafas, anillos, medallas y documentos guárdelos en la celda número veintiséis. Deje la llave puesta.

Una vez esté desnudo, póngase el gorro elástico, los calzoncillos de plástico y la bata. Los patucos en sus pies. Átese el batín asido por la espalda y una vez esté listo, nos llama que le atenderemos. Le llevaremos a una estancia muy cómoda para usted. En el sitial de preliminares y comenzaremos a atenderle nosotros. No se ponga nervioso, o procure censurar sus emociones, que está en buenas manos.

La informadora se lo miró por si le veía en su rictus alguna duda y al ver que el paciente estaba más o menos sereno, replicó con benevolencia.

—Bien pues a ello vamos.

Rufino siguió punto por punto las indicaciones de Géminis y se dispuso a colocar sus enseres donde le había indicado. Una vez estuvo seguro que había cumplido todas las instrucciones, salió al pasillo y haciéndose notar, llegó un sanitario a su altura, que le acompañó a otro recinto. Con menos iluminación y muy en silencio, donde estaban situadas unas parihuelas hospitalarias en batería separadas por unas mamparas divisorias. Para proteger a todos los que debían ser intervenidos en aquella tarde.

Al poco fue recibido por otra compañera, que volvió a preguntarle su nombre.

—¿Tú te llamas?, y aquel cuerpo volvió a repetir su nombre.

Nuevamente y machacando otra consulta le hizo la nueva servidora.

—Qué edad tienes, Rufino. Sin cortedad, este respondió con certeza.

—No tengas miedo. —Le informó la enfermera. —Estás en buenas manos. Nosotras a partir de ahora te llevaremos para que no tengas que preocuparte por nada. Tranquilo y con paciencia.

Lo dirigió a una de las camillas y le ayudó a subir a la misma. —Mira. —le dijo la asistente—pon aquí el culo, para que la cabeza se acomode y te llegue al lugar más elevado.

En cuanto se aposentó en el solio, la enfermera lo cubrió con una manta y el corazón se disparó. La velocidad de sedimentación agarró una velocidad de competición. Hasta que pasados tres minutos, le tomaron la tensión.

Como estaba en posición de decúbito dorsal, y sin sus anteojos, tan solo escuchaba, sin ver nada, aunque si notaba el trasiego que las enfermeras daban a sus brazos. Colocándolos dentro de los márgenes del armazón para evitar daños. Sin preverlo llegó otra practicante, y en la mano izquierda le buscó las venas para colocarle, lo que ellos llaman una vía.

Que es un pinchazo en una de las venas dejando la hipodérmica conectada a un tubillo donde la sangre fluye, y a posteriori deberán colocar los diferentes calmantes, o medicamentos.

Rufino, únicamente veía el foco cenital que tenía sobre su frente, y escuchaba todo lo que aquellas enfermeras preguntaban a los diferentes atendidos para disponerlos, en modo “on flaiyer” antes de llegar al quirófano.

Aquel paciente disparado, comenzó a lucubrar solo desde su posición de decúbito plano y al poco casi perdió la noción de donde estaba. Que pintaba allí y que estaba esperando. No sin pensar en aquellas preguntas que su cerebro le enviaba y que se negaba a procesar.

Sin embargo su mente le enviaba una y otra vez aquellas pertinentes y concienzudas interrogaciones. ¿Podré volver a colocarme sin que nadie me ayude los calcetines. Perdiendo de nuevo el control. Debido a los barbitúricos que le habían suministrado y al poco, reactivaba aquellos pensamientos de nuevo con: ¿Volveré a colocarme mis calzoncillos de siempre, o jamás volveré a conseguirlo.

Entrando en aquellas elucubraciones del… y si…, y si no.

Fue interrumpido en su dilema solitario por el camillero que ya lo arrastraba por el largo pasillo hasta la puerta del pre quirófano. En el trayecto el enfermero le preguntó de nuevo.

—Como se llama este caballero vestido de verde. A lo que respondiendo el aludido con una sonrisa forzada, contestó.

—Me llaman Rufino y creo que ese soy yo. Añadiendo una pregunta por su parte.

—Serías tan amable en decir que hora es. —Son exactamente las dieciséis y veinte minutos. Le respondió el servidor mientras lo iba trasladando hacia el quirófano.

Saliendo a recibirlo una enfermera, que parecía un buzo con su mascarilla y guantes, que reconoce que es mujer, por la voz. Que lo mira y compara en qué estado de conciencia anestésica llega.

A medida que pasaron los segundos Rufino fue perdiendo el oremos y ya ni se nota flojo, tierno, ni laxo.

Llegó la oscuridad, la desconexión, la huida de los sentidos. La penumbra y la cerrazón. Energía cero, desconexión total. ¡Qué fuerte! No sentirse vivo.

Pasaron tres días cuando Rufino, volvió a la vida, sin querer recordar el sueño que había tenido mientras lo trasteaban por dentro. Sin querer tampoco volver a repetir aquellos instantes previos a la pérdida de su tracción.


autor: Emilio Moreno


foto del Carrilet 



 

 




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