Presumía de
su pariente, como si fuera un gran hombre.
—Mi tío Manolo,
es el que le reparte el correo al Papa de Roma. Es un gran tipo. Es algo más
que Cardenal. El segundo de la curia. En el Vaticano lo quieren mucho. Decía
Miguel apostado en la barra de la cantina a sus colegas, que dudaban de sus
palabras.
—No será para
tanto Miguel, amenazó el cantinero dudando y sin equivocarse. Sus comentarios
eran normalmente falsos. Aquel camarero le conocía bien y sabía que Miguel
adolecía de lealtad. Era cínico, embustero y traicionero con los que le
rodeaban tan solo por darse el pisto que jamás tuvo.
—Anda
vuelve a tu casa, que vas algo cargado y estás haciendo el pavo. Acabó indicando
el mozo de la barra.
—Si yo os
contara, —manifestó el sobrino. Haciéndose de nuevo el interesante ante una parroquia
que lo despreciaba y sin remedio prosiguió.
—Toda la historia
que me pasó mi madre, es auténtica. Si supierais algo de ella, aunque tan solo
fuese la mitad, callaríais como bellacos. Repitió con contundencia esa frase,
que le pareció tonificante.
—Que sois
unos bellacos. Pero os puedo asegurar que mi tío es el brazo derecho del Papa.
Conjeturaba
con bullicio y menoscabo. Dándole grandeza al hermano de su padre, su tío
carnal. Manifestando detalles incomprensibles, sobre un sacerdote que ni su sobrino
conocía y ahora lo rememoraba porque al morir le dejó parte del dinero que cosechó
durante su ministerio. Propiedades terrenales y bienes amplios, que debería
repartirse con el resto de los herederos. Entre ellos la que decían era prima
de Don Manolo, y fue durante los últimos veinte años, la mujer que le calentó
en la cama.
Miguel era un
tipo que disimulaba bien ante las personas que no le conocían y en primera
instancia, pasaba por leal y honrado. Cuando la realidad que lo soportaba era
de ser un embustero y descastado personaje.
Inventando historias
artificiosas, por sus ganas de resurgir ante sus allegados.
El tío era
uno de los tantos sacerdotes que están perdidos en uno de esos pueblos abandonados.
Enviados del cielo a mitigar las penurias de los pobres, debiendo procurar amparo
a los feligreses. Sin prosperar ni enriquecerse.
Aparte de
otras ganancias subrogadas que saborean algunos indignos confesores. Sin pensar
en los necesitados, los descarriados, y los faltos de fe, que en todos los
pueblos existen.
Ese ínclito
religioso que tanto valoraba su sobrino, supo agradar al pueblo y agradecer a
este, que con sus dádivas, regalos y pernadas vivir feliz sin penurias. Sin faltarle
el sosiego y encariñar a más de una necesitada, pudiendo en nombre del espíritu
santo concebir felicidad espiritual y sexual. Dejándolas satisfechas a espaldas
de sus maridos, en un lugar que muchos catalogarían como “El culo del mundo.”
Los Garganta
Carmena fueron en su día una familia de “Quinquis” de la parte alta de
Albacete, que se dedicaban al trapicheo de los mercadillos. Pertenecían al
grupo social y marginal, con atributo errante, que se dedica a la quincallería.
Actividad habitual merodeadora, vendiendo o reparando ollas de segunda mano y baratijas
por los alrededores de la ancha Castilla y parte de la alejada Extremadura.
La familia
la componían los padres y sus cinco hijos que andaban en aquellos carruajes
vendiendo toda clase de minucias habidas y por haber. Pollos de corral,
gallinas ponedoras, de los corrales que asaltaban a su paso. Reparaciones y soldadura
de toda clase de marmitas y pucheros. Vendiendo además toda la siega espigada
en la cerrazón de la noche. Hurtos en las muchas granjas que encontraban en su senda.
Aportando a su ferretería aquellos frutos secos y de temporada que dan los
nogales, almendros, naranjos y manzanos que estoicos aguantan el clima, tormentas,
pedrisco y a los mercheros que invadían los plantíos sin vigilancia. Al descuido
y con cuidado en no tropezarse ni por asomo con el cuerpo de la Benemérita
forestal. La que recorre como ellos, con ojos vigilantes los caminos, con un
oficio completamente opuesto al de estos cosecheros de lo ajeno.
Todo sucedía
en una época añeja, y trasnochada cuando Restituto y Gumersinda los padres de Micaela,
Antonia, Rafaela, Manolo, y Tomás, buscaban solución para despegarse de alguno
de sus hijos, por la falta de posibilidades. De mitigar la hambruna, poder
descansar en la vejez y dar una salida aquellos hijos, que sin culpa inquirían
caminos, sendas y lugares sin oficio ni beneficio.
Amparar a siete
personas a comienzos del siglo XX, en aquellos raquíticos años cuarenta y cinco.
Se hacía muy cuesta arriba, cuando no tenías ni tan siquiera terreno, ni ubicación
donde caerte muerto. Incluso era costoso
a los que no tenían que dar explicaciones a nadie y vivían de la rapiña y del
menudeo por los caminos de España. Ellos eran quinquis del más puro estilo y
costumbres. Sin embargo también pensaban y viendo que la vaca no daba para
tanto se reunieron aquella noche alrededor de una fogata y masticando unas
garrofas, decidieron.
Aquellos
padres, muy a pesar suyo habían de soltar amarras por lo menos con tres de sus
descendientes. Los hijos de la calzada, el barbecho y de la oportunidad, no
necesitaban demasiadas explicaciones para convencerse que debían separarse para
vivir. La conversación en el extrarradio de Tobarra, fue definitiva. Reunidos todos
en la cena, bajo unos inmensos algarrobos, Gumersindo les dijo que Manolo sería
recluido en el Seminario de Hellín, Antonia la más espabilada y descarada la
colocarían en casa de alguno de los potentados de la ciudad de Archena, y Tomás,
quedaría en Mazarrón cerca del mar, con una familia lejana, la que a cambio de
su esfuerzo le daría cobijo hasta la mayoría de edad. Estos parientes tenían una
carbonería, y no podían tener descendencia. Con lo cual sería atendido si lo merecía
como un hijo sin faltarle oficio, pan y manteca.
Los padres
se quedaron en el carromato con Rafaela y Micaela, que serían las que soportarían
el peso del negocio ambulante que regentaban.
Tras aquella
reunión nadie se atrevió a preguntar nada. Decidido estaba por parte de los
padres y aquello era ley de mercheros y se debía cumplir a raja tabla.
En una
semana llegaron a Hellín donde se quedó instalado Manolo Garganta Carmena, en
las instalaciones del seminario. Sin una lágrima ni disgusto.
Se despedía de su linaje a los 12 años. Aquel muchacho sabía que a partir de entonces comenzaría una etapa completa y muy diferente que en su futuro le permitiría llegar al lugar, desde donde con el tiempo y a futuro, un sobrino suyo hijo de Micaela, presumiría de sus hazañas escuchadas con sus amigachos.
Acto seguido
y llegando a la zona de las famosas aguas termales de Archena, Antonia la
segunda hija de los Garganta, una moza de diecisiete años, quedaba en casa de
los señores de Planverdejo, regentes del Balneario Popular, como sirvienta y
ayudanta de cocina. Una vez la señora de la hacienda dio el visto bueno a la
muchacha, al reconocer su desparpajo y su falta de preparación académica, que
es lo que les interesaba a los condes, para poder dominar a sus lacayos.
Camino hacia
el mar y en unos días, llegaron a Mazarrón a casa de aquellos parientes
carboneros, donde descargaron a Tomás de 11 años, pero que ya desarrollado, les
serviría muy bien de mozo y de esclavo. A cambio de la manutención, escuela y
comida.
De todo aquello
habían pasado más de cuarenta años. Restituto el patriarca y Gumersinda, hacía décadas
que faltaban. Al igual que Micaela, Rafaela y Tomás. Este ultimo murió en el
presidio de Vigo, infectado por unas fiebres tifoideas que contrajo en su
ultima condena.
Micaela se instaló
con el tiempo en Barcelona. Se casó con Damián y tuvo tres hijos, Fernando,
Miguel, el que presumía de su tío cura, y Florencia.
Tanto los
padres y dos de los tres hijos murieron. Micaela en la Residencia de los Sauces
de una población cercana del Llobregat, Fernando en Mallorca y Florencia en el
barrio chino de la ciudad, asesinada por uno de los clientes del putiferio
donde trabajaba.
Rafaela mujer
prudente y nada continuadora de los apellidados Garganta Carmena, fue enfermera
en San Pablo, dedicando la vida al prójimo llegándole su hora siendo soltera y
devota.
Aquella moza,
Antonia, la que se quedó en Archena, y el destino la envió a San Pedro del
Pinatar, se casó y tuvo un hijo con Joaquín Patiño, un peluquero de la zona de
la playa. Le perdieron la pista tanto los padres como los hermanos, y ninguno
puso medios para saber que tal les iba la vida.
Ya viuda, en
una de las excursiones que hacía Antonia, hacia lugares ignotos, creyó conocer
al cura que daba la misa de doce en Canjáyar. Localidad de la provincia de Almería perteneciente a la
Alpujarra en el Valle del Andarax.
Era su
Manolo. No tenía casi dudas. Se acercó y al llegar a su altura el cura se
abrazó a ella, con unas lágrimas de sentimiento, tan profundas como reales. Comentando
que la había descubierto entre la feligresía aquella mañana, y emocionado,
creyó que Dios, había escuchado sus plegarias.