jueves, 28 de agosto de 2025

Ninguno de ellos, tiene memoria.

 



Aquel pueblo se estaba quedando sin gente. No nacían niños suficientes y los mayores morían, unos por viejos y enfermos y otros a los que nadie menciona se van del mundo, de repente y en silencio, pero cabreados. Notando esa falta de atención hospitalaria, por las grandes distancias entre puntos de asistencia necesarios y casi por la inexistencia de especialistas clínicos. Aunque graciosamente decían para mitigar el grado, una frase lapidaria, que recordaría Manolo para siempre.

—Es que te crees, que porque vivas al lado de un hospital no te morirás.

Se estaba notando en la profesión médica, que el destino les importaba a los licenciados. Los cuales, cuando se facultaban, preferían residir en las grandes ciudades, intentando dar servicio a los muchos pacientes que podrían tener al habitar en las grandes urbes.

Aquellos pensamientos los refería Manolo al regreso de sus vacaciones veraniegas mientras se tomaba su cerveza sin alcohol, con sus amigos en la Peña de los Cuñaos. Sus colegas, los habituales, con los que solía reunirse.

Refiriendo detalles ocurridos en aquel espacio de tiempo, que no le parecieron demasiado normales, o que posiblemente pudieran mejorarse. Al tiempo que daba su punto de vista.

—En la villa donde he pasado el mes de veraneo—apuntaba. Observando las caras de circunstancia que ponían alguno de sus escuchantes, como si les costara creer lo que estaba apostillando. Otros lo entendían a la perfección y muy interesados siguieron atentos a sus declaraciones, que sin retraso aireó.

—Nombre, de donde he estado, no lo diré. Porque hay muchas villas y lugares a las que podríamos catalogar con las mismas carencias.

Localizaciones que no pueden ser atendidos todos los enfermos, en su mayoría viejos y accidentados, por falta de enfermeros, farmacéuticos y personal médico. Las localidades que están ubicadas en el extra radio. Detuvo la velocidad de expresión para respirar y sin más, siguió aportando.

—Se quedan sin gente. Pueblos que están entre la nada y ningún sitio. Dejados de la mano de Dios, y no digamos de los políticos.

Sin línea de ferrocarril, con un servicio pésimo en las comunicaciones. Sin apenas hostales, merenderos, restaurantes, ni servicio de comidas, en según qué tramos horarios.

Permanecen de momento con un futuro incierto. Sin saber cuál será su papel en este tiempo de la prisa, de lo inmediato y lo artificial. Sin expectativas de ningún tipo y con gobiernos despreocupados, que no los tienen en cuenta, ya que su número de votantes no es óbice ni consecuencia. Son poblaciones que están marcadas con un cero a la izquierda. Que no cuentan para nadie, y son los flecos de la patria vaciada, que se nos echa encima sin solución. 

Miguel, entró en la conversación desesperado. Comentando que aún espera le abonen lo perdido en la última Dana, y así lleva cuatro largos años. Se arruinó en una sola temporada, y a pesar de tener asegurada la cosecha, no ha visto ni un euro de compensación. De momento espera, a ver si en la recogida de aceitunas venidera, levanta un poco la cabeza. Clama al cielo, pero el cielo, es únicamente azul para los ricos. Nadie soluciona nada, y comentó con desgana.

—Bastante tenían, tendrán y tienen, estos politicastros del tres al cuatro. A los que encima votamos. Con llenarse los bolsillos, con esos viajes que se meten, con esas relaciones sexuales que disfrutan y sobre todo, con la corrupción que impera en todos los gabinetes, y encima tienen cojones para publicarlo en los diarios. Más no se puede pedir.

Quería seguir quejándose pero, fue interrumpido por Fermín Lasarte, que es el farmacéutico de la esquina. Asegurando que los mandamases, no imaginan lo que nos viene encima, y apostaba bastante compungido.

—El cambio climático—dijo severo y seguro, aquel veterano boticario, sin mostrar acritud, y aunque la rabia le iba por dentro, añadió.

—No tienen ni preparación ni conciencia. Además la naturaleza, nos va avisando de forma efectiva del peligro, y nadie hace puto caso. Siguió con una tesis la cual habían declinado en mas de una ocasión.

—En qué piensan estos mandarines, a los que les hemos dejado la responsabilidad y poder solucionar el cotarro. Nos pedían los votos. Ya los tienen. Ahora que trabajen. ¡Que hagan algo! … ¡Coño.!

Notó que se excitaba y frenó en su postura, para no encender a aquellos, que no tienen margen.

—Por lo menos, merecemos un respeto. Si no sirven, que lo han demostrado, que se esfumen. Volvió a moderar su charla y con un tono más sosegado acabó diciendo.

—Entre estos políticos, que para mí, son todos muy irresponsables. Y cuando digo todos. Son     ¡TODOS!...

No salvo a ninguno. Dicen ser los salvadores del cocido.

Se van echando la culpa unos a otros sin dar solución, a tantos afectados.

Hizo un inciso para sorber un trago de la cerveza sin alcohol, que tenia frente a él y siguió.

—Quien repara, las familias que han perdido un ser querido. Quien les devuelve a los que se quedaron sin vida, sin casa, sin nada.

Por aquellos terremotos, que ya no quieren recordar. Por las inundaciones de zonas enteras. Por esas lluvias torrenciales. Por los volcanes acaecidos, y además, por los incendios que cada vez son más pavorosos. Me pregunto. ¡Quien! 

Interrumpió el ritmo Rubén, otro de los que estaba con ellos en la charla. Sin cambiar de tema, y sin dar vuelco al escenario de quejas, y volver a la ciudad sin ley donde vivían todos ellos, anunció sin levedad.

—Llegará el momento. Si no tomamos medidas. No podremos salir a la calle sin protección. Las avenidas, ramblas y caminos comienzan a parecerse a campos de batalla.

El tráfico se dispara en la hora punta de la salida de los colegios y del trabajo sin el control adecuado. Las gentes tropiezan mientras caminan y ni se miran a la cara. Sin pedir disculpas, sin ceder el paso en las esquinas señalizadas a tal efecto. Las normas han quedado sin cumplimiento.

Por discrepancias tontas, se molestan y pelean los individuos, llegando a las manos. Los niños de algunos padres, están tan mal educados que ni conocen lo que es la urbanidad. Malcriados, irrespetuosos, corren y se llevan por delante lo que se expone. Nadie los corrige.

Aprovechó el inciso el coordinador que escuchaba para añadir.

—Tenemos lo que nos merecemos. Siguiendo el comentario Matías, en forma coloquial. Al ser el defensor de la barriada, y empaparse de todo lo referenciado escuchando a sus amigos.

Se dirigió a ellos y añadió afectado, añadiendo más pesar sobre el coloquio que trataban. Escuchando sus decepciones, y sumando a las que ayer le comentaron, como si fuera un suma y sigue. Como si se tratara de una tómbola de feria. Donde en lugar de obsequiar baratijas, regalan con molestias y malos modos. 

—El bus M73. El que funciona y realiza el trayecto entre la plaza Moradas del Senado, hasta el barrio de marineros, llamado Paseo Naciente, es muy conflictivo. No todos los usuarios son iguales. Los hay muy legales y honrados, aunque siempre pagan <justos por pecadores>.

Decía y apostaba con firmeza, el comisario Matías Morales Mateos, del barrio septuagésimo tercero. Sargento del Comisariado de la defensa de los Ciudadanos. El organizador de protección de aquel distrito de la grandiosa ciudad, y siguiendo con su exposición seguía argumentando y narrando lo sucedido, hacía tres o cuatro días, a la señora Piedad Lapeira.

Atracada mientras viajaba en esa línea de transporte. Despojándola de su bolso, el que contenía sus documentos, sus cartillas de la seguridad social y la tarjeta de las medicinas recetadas, además del monedero que llevaba. Cinco euros en un billete y céntimos de euros sueltos para pesarse al volver en la botica.

Fermín el farmacéutico, retomó la palabra, y comentó.

—Esto no pasaba hace unos años, entre todos hemos dejado que nos aborden los malos modos y la poca educación. Ahora todo vale. Me pregunto… y habló casi para sí mismo.

—Podremos corregir todos estos meneos.

Uno de los tertulianos, que no había abierto la boca, escuchando a sus compañeros de repente dijo.

—Yo, como impedido, al tener que andar con bastones, subí el martes pasado al M73, y los dos asientos marcados en amarillo, los destinados a personas discapacitadas, iban ocupados por una señorita, con un tipazo de ensueño, que al verme se hizo la despistada y se puso a ojear su teléfono. La reconocí, está empleada en la corsetería de la Rosita, la hija de Indalecio.

En el otro asiento, estaba sentado un joven trajeado, que es adjunto en la caja de ahorros de la esquina de Trovadores, y también se hizo el loco mirando su agenda y su periódico.

Me agarré como pude a la baranda lateral, y me apoyé en el asidero con serias dificultades. Ambos vieron que me costaba adaptarme y caminaba con dificultad, pero ni la guapa dependienta, ni el empleado que concede las hipotecas de los pisos de nueva adquisición, se dieron por aludidos. Tuvo que ser una joven preñada, la que se levantó para cederme el asiento, al que me negué a ocupar, por estar muy adelantada de su embarazo.

El murmullo que se montó en el bus, fue descomunal.

La gente increpando a los dos ocupantes de los asientos para personas discapacitadas, se hacían los despistados.

Hasta que un señor, que por lo visto pertenecía a la compañía del bus, se acercó a ellos y les solicitó con mucha educación que se levantaran de aquellos asientos, que estaban destinados a personas, con dificultades de movimientos. Al principio parecía que les costaba, pero entre tanto abucheo y con la ley en la mano, no tuvieron más remedio que aceptar la petición que le hacía el empleado. La vergüenza que pasaron en aquellos treinta segundos fue para que recordaran siempre. Tanto fue el desprecio que la gente les mostraba, que no tuvieron más remedio que apearse, en la parada que llegaba. 

Todos los amigos, habían descargado sus quejas. Toda la tarde transcurrió con lamentaciones, de una y de otra índole. La hora ya apuntaba a recogida.

En sus casas con seguridad, los estarían esperando, después de un encuentro y de una charla, amena. Repetitiva, donde como a menudo descargaban las muchas miserias, los muchos puntos de vista que cada cual tenía.

Mañana volverán a encontrarse. Seguramente más de uno, repetirá la misma canción, el mismo lamento de siempre. Lo bueno del tema, es que como no tiene ninguno de ellos memoria, le parecerá una nueva aventura, y si no, que lo pregunten al dueño de la taberna de La Peña de los Cuñaos, que viene escuchando los mismos cuentos, las mismas aventuras, los mismos clamores en los últimos nueve meses.







autor: Emilio Moreno.

                                                  


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